martes, 28 de septiembre de 2021

El mago del bisturí

 

El mago del bisturí

Estaba ya el Presidente Castro en franca convalecencia cuando el doctor Acosta Ortiz regresó de Macuto a la capital para reiniciar sus actividades profesionales rutinarias. En la Sala de San Miguel, en el hospital Vargas, dos de sus pacientes esperaban su visita con ansiedad. Acosta era conocido por muchos colegas como “el mago del bisturí” y los enfermos sabían que en sus manos, las operaciones eran siempre exitosas. En la Sala de San Miguel Arcángel, estaba hospitalizado un joven con una pierna fracturada e infectada con una osteomielitis supurativa.

 

El muchacho estaba persuadido de que solo el doctor Acosta Ortiz podía salvarlo de una amputación; el otro enfermo esperanzado, era un señor ya mayor con una lesión destructiva de la cara, quien confiaba en el bisturí del cirujano para volver a tener una apariencia normal. Pablo Acosta Ortiz llegó muy temprano al hospital Vargas. Siempre lo hacía, caminando desde su casa en la esquina de Balconcito y Truco donde vivía desde hacía varios años con su mujer y sus dos pequeños hijos Pablo y Mary. En esos días de febrero, ya habían hablado con él para proponerle nuevamente su nombramiento como Director del hospital Vargas.

Acosta quien ya había cumplido una exitosa labor en la dirección del hospital en 1899 y en 1904, era Vicepresidente de la Junta Administradora de los Hospitales Civiles del Departamento Libertador, pero existían algunos problemas administrativos bien conocidos de todos, por lo que él les había prometido a sus colegas considerar el asunto. Llegó a la entrada del hospital y dirigió sus pasos a través de los claustros blanqueados de cal, hacia la biblioteca. Allí se dispuso a revisar algunas de las nuevas revistas.

La biblioteca estaba muy bien dotada; recibía publicaciones periódicas en inglés, francés, alemán y español mensualmente, y funcionaba desde hacía varios años en el mismo salón donde estaban sus piezas operatorias más brillantes. El salón era el mismo Museo de Anatomía Patológica inaugurado por Rafael Rangel a mediados de 1902. Terminaba de revisar las revistas cuando ya había decidido visitar a su amigo, el Jefe del Laboratorio del hospital, pues la oportunidad era propicia. Le habían informado que posiblemente Rangel presentaría en la Academia de Medicina una nueva investigación sobre la bacteridia carbuncosa. Por ello, el cirujano estaba interesado en conversar personalmente con el bachiller para pedirle su opinión sobre uno de sus dos enfermos hospitalizados en la Sala de San Miguel Arcángel.

Acosta había examinado en detalle la lesión del señor Fonseca y estaba convencido de que estaba comprometiéndole el hueso del maxilar inferior y aunque inicialmente pensó en que era tan solo una picada de insecto infectada, la evolución tórpida y el aspecto de la misma le obligaban a descartar el diagnóstico de pústula maligna. En realidad la apariencia de la lesión era cada vez más parecida a un cáncer invasor. Acosta Ortiz se dirigió directamente al Laboratorio pues estaba seguro de que el bachiller, quien era tempranero como él en eso de llegar al hospital, le pediría ir a ver al enfermo para examinarlo y conversar con él. 

Un rato después, regresaban ambos amigos desde la sala de hospitalización. Rangel llevaba varios tubos de ensayo ya sembrados con el pus y detritus de la lesión. Él le había dado su opinión al doctor Acosta. Pensaba que la lesión era un carbunco y le aseguró que lo demostraría bajo el lente del microscopio. El cirujano le acompañó por los pasillos de vuelta hasta el Laboratorio. En ese momento el bachiller se atrevió a preguntarle por la salud del presidente Castro. Él sabía, como toda la gente en Caracas, que había sido Acosta quien le había operado y se escuchaban muchos comentarios sobre el éxito de la intervención. A pesar de todo, el joven, bachiller quería escuchar la versión protagónica de su amigo.

-La infección fue yugulada totalmente; de nuevo ha triunfado la cirugía, es todo. Con esta frase resumió Acosta Ortiz lo acontecido una semana atrás. El bachiller Rangel no hizo más preguntas y se quedó por un momento tironeando levemente de su bigote. Ya en el Laboratorio, mientras Rangel trabajaba sobre los cultivos, Acosta le hablaría sobre el señor Fonseca. Pero…-¿Es cáncer o es pústula maligna? Rangel escucharía sonriendo las preguntas del cirujano y un momento después de mostrarle las bacteridias en el microscopio, le estaría hablando de las diferencias entre el bacilo antráxico y las pseudomonas aeruginosas.

Acosta quería saber también novedades sobre el tema de los abscesos del hígado y de cómo se asocian las infecciones bacterianas con las lesiones provocadas por los parásitos. El asunto les conduciría a rememorar viejos tiempos, cuando comenzaba a funcionar el laboratorio del hospital y ambos hacían investigaciones sobre las amibas. Parecía haber sido muchos años atrás, pero en realidad, ambos habían logrado mirar casi un centenar de casos de abscesos amibianos del hígado...-Cuando era usted quien punzaba los abscesos hepáticos, siempre logré identificar las amibas con el microscopio...

Acosta Ortiz insistía ante el bachiller en que para obtener buenos resultados no tenía nada que ver la persona que hiciera la punción.  -El secreto reside en la diligencia para llevar las muestras desde el hígado hasta el microscopio. Ciertamente. El pus de los abscesos debe viajar rápidamente hasta el observador. El bachiller Rangel le explicaría a su amigo que esa era la razón por la que nunca llegó a ver amibas cuando trabajaba en el Instituto Pasteur con el doctor Santos Dominici. -El pus de las punciones matutinas lo examinábamos por las tardes...  Acosta hizo gestos afirmativos y entonces elogió la labor cumplida por el Laboratorio del hospital.

-Es nuestro Laboratorio. Se lo dijo a Rangel sintiéndose orgulloso, e insistió. -La biblioteca y el Museo Anatomopatológico son como un pórtico que sirve de antesala a este recinto. Aquí, en nuestro hospital, este es el sitio donde se hace verdadera investigación.  Rangel pareció entusiasmarse y emocionado le explicó en detalle algunas cosas a su amigo.  -Lo más importante de nuestras Secciones de Bacteriología y de Química es eso, es que podemos hacer investigación. Salga usted al patio, desde el jardín podrá ver las jaulas con los animales. Hacemos experimentos. Investigamos...

Acosta le interrumpió. -Ciertamente Rangel y esa es precisamente una diferencia radical entre lo que ustedes hacen aquí y el trabajo que realiza el doctor Hernández.  El bachiller hizo un gesto negativo y replicó. -Es que el maestro Hernández tampoco tiene muchos recursos para hacer investigación, él no ha logrado apoyo para desarrollar proyectos de investigación, aunque tampoco creo que haya insistido en pedir mucha ayuda. Realmente yo he tenido una gran suerte. He sido muy afortunado. He tenido más suerte que mis padres intelectuales. Razetti se ahoga en un anfiteatro lleno de cadáveres en descomposición, el sabio Guillermo Palacios no cuenta con los aparatos adecuados y no quiero ni mencionar el infortunio de mi maestro el doctor Santos Dominici. Tantas cosas como aprendí de él en las salas San Vicente de Paúl y San Miguel, en la mesa de autopsias, mirando sus colecciones bajo el microscopio en el Instituto Pasteur, tantísimas cosas que han servido para consolidar lo que ahora hacemos en este laboratorio. Pero de lo que no tengo la menor duda, es que nada de esto hubiese sido posible sin el apoyo del Señor Presidente. Sin los libros, sin los equipos, los aparatos que he recibido. Sin la ayuda de tantos amigos en este hospital, sin el impulso inicial de los doctores Conde Flores y Juan Pablo Tamayo, sin el apoyo de la Junta Administradora...

 

¿Cree usted doctor Acosta que tendríamos algo si no existiesen las balanzas, los microscopios, o los reactivos? ¿Y los colorantes para ver las bacterias? Nos llegan libros y revistas actualizados sobre la investigación en todo el mundo... ¡Tantos estudios como podemos hacer para los enfermos del hospital! ¡Con costos muy módicos! Soy muy afortunado doctor Acosta, pero quizás y sobre todo lo soy porque sé que los tengo a ustedes, a mis amigos los médicos, ustedes que me apoyan, y es una gran cosa saber que cuento con ustedes. Con Razetti, con Delgado Palacios, con mi maestro José Gregorio Hernández, y ¿Que puedo decir de usted, mi buen amigo, Pablo Acosta Ortiz? Pero espere, espere usted. Hay algo más. 

Tengo que insistir en que la mayor  oportunidad que este laboratorio nos está brindando, es la de poder darle apoyo a la investigación de los jóvenes estudiantes. Son ellos, los muchachos, quienes se han hecho cargo de proyectos de investigación que a veces parecían insolubles. Ellos, los jóvenes, han venido hasta aquí y los problemas que me han planteado, pues sí, los hemos resuelto. No es tan solo por haber estudiado las diarreas y haber hallado los ancylostomos. No es solo la búsqueda constante del hematozoario de Laverán entre tantos enfermos con fiebres hemoglobinúricas y con cuartanas palúdicas. Ni es tan solo detectar el mal de Bright y ver como se curan los enfermos con Timol. Tampoco es poder detectar las bacteridias carbuncosas del ántrax en las cabras o en las llagas pustulosas de los enfermos. No ha sido solo ver los tripanosomas en los caballos.

Acabamos de presenciar una epidemia de bronquitis vermiginosa en el ganado bovino. Es todo eso y mucho más. Es el entusiasmo de nuestros muchachos, ese empeño en perseverar que llevó a González Rincones a examinar la sangre de una veintena de ranas de nuestras cloacas caraqueñas para localizar un nuevo tripanosoma. Es cuando con mi buen amigo Mendoza reconocimos las larvas del Dermatobiuum cianiventris en aquel tumor de la piel que usted mismo operó, ¿lo recuerda? Ha sido aprender con Juan Iturbe todo cuanto estamos sabiendo hoy día sobre la fiebre amarilla. Haber podido ensayar el suero del profesor Maragliano contra la tuberculosis y preparar con Pérez Díaz y con Lobo a los pacientes que estaban enfermos para probar sus resultados...

No sé si me entiende doctor Acosta. Es la oportunidad de investigar los misterios de la Biología, los secretos de los microbios, y de los parásitos, y de los insectos que producen nuestras enfermedades, las que afectan a los seres humanos que habitan en nuestro propio país...

NOTA: el texto pertenece al final de la primera parte de mi novela “El movedizo encaje de los uveros” Maracaibo, EdiLuz, 2003. 

Maracaibo, martes 28 de septiembre del año 2021, todavía en pandemia de Covid 19

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