martes, 23 de febrero de 2021

Percepciones(1)

 

Percepciones(1)

 



Lorenzo García Tamayo

En casa por las noches, al pretender descansar, comprendí resignadamente que me había convertido en una piltrafa humana, soy lo que se llama una verdadera porquería... Ahora solo puedo escribir sobre mis visones, las percepciones de mis sentidos. Solo escribir y escribir... ¿Quién puede saber las extrañas sensaciones que me acompañan si nunca compartí con nadie sus misterios? El tiempo, inexorable y travieso, se ha encargado de muchas cosas. Ya no es como antes, ahora las voces y los ruidos me atemorizan y logran hacerme sentir acorralado. Tal vez no tenga el valor suficiente para expresar mis angustias, más estoy convencido de que hacerlo es una necesidad. Es importante entender que el rechazo inicial puede conducirnos a la duda...

No es solo aceptar las alucinaciones. También lo es el estar preparados para entenderlas en todas sus manifestaciones, como percepciones de nuestra mente... Por más fuertes o absurdas que sean. Después, el juicio nos dirá, comprendiendo el disfrute visionario, de qué lado está la razón. Claro, hay que tener en cuenta que hoy en día con los avances de la ciencia, la comprensión de ciertos fenómenos naturales y de muchas enfermedades dependen de la óptica bajo la cual analizamos sus efectos. En todo caso, ahora el tiempo no significa nada para mí. Por esa razón tal vez pueda ser interpretado como ambiguo o impreciso, cuando en realidad se trata de poco o de ningún interés por estas menudencias... 

Cuando apenas era un niño, todo aquello me resultaba divertido. Demacradas y expectantes, las caras se mostraban entre los muros de los anchos corredores y los cielos rasos se alejaban y volvían transformando las paredes del cuarto en pequeñas cajas o en altísimas torres. Aquello no significó nunca problema alguno para mí. Mi madre atendía mis explicaciones visionarias sin hacer comentarios negativos y todas esas figuras distorsionadas terminaron siendo aceptadas en franca paz y de una manera natural.  En la adolescencia, probablemente ayudado por excesos etílicos, algunas de estas formas comenzaron a tomar proporciones gigantescas, y una que otra vez, demoníacas. Me costaba mucho acostúmbrame a ellas, sin embargo, con el correr de los años, al descubrir el lugar común de las apariciones, me fui tranquilizando. Ellas se presentaban después de los sueños. Allí estaban, al despertar, flotando en el aire o sujetas de los árboles. Casi siempre grotescas, desproporcionadas o de tamaños absurdos y en otras ocasiones, tal vez las menos, muy coloridas. Pero siempre al despertar. No cabía duda de ello. Allí estaban.

Después, poco a poco se iban difuminando hasta desaparecer.  Entonces quedaba aquella sensación extraña que te obligaba a entender la idiotez de haber creído que alguna de aquellas figuras hubiera podido ser real. Cuando las apariciones terminaban y la verdad volvía, comprendía la distorsión que las visiones le imponían a la realidad. Cuerpos humanos de tres o cuatro metros de altura. Personas paradas en una frágil rama u hoja de algún árbol. Cabezas gigantescas o animales desproporcionados eran solo algunas de las formas ilusorias presentes en  mi vigilia posterior a los sueños. En cambio, como contraste pude ver algunas impresionantemente hermosas.

Recuerdo especialmente la ocurrida una tranquila madrugada. Tan real, que estuve tentado a compartir con otros su belleza. Brillantes colores sobre bruñidos trajes ornaban a una rebosante y robusta pareja de gordos, al mejor estilo de una obra de Botero. A pesar de la hermosura me contuve. Comprendí que todo era obra de la imaginación y que pronto las figuras bizarras de aquella pintura me abandonarían. Solo después pude apreciar sobre la pared iluminada por haces de luna, la magnitud y el esplendor de aquella hermosa ilusión.

Hasta allí mi vida, de la que no pienso ni quiero hablar nada en absoluto, transcurrió de manera más o menos normal. Cercano a los treinta años de edad, las formas ilusorias cesaron o se hicieron más esporádicas. En ese período comencé a interesarme por los temas sicológicos y psiquiátricos, referidos específicamente a la esquizofrenia.  Recuerdo la inquietud interior que me impulsaba hacia la comprensión de los fenómenos que debían ocurrir en el cerebro de un drogadicto que alucinaba producto de las drogas. Aquel al drogarse, inducía la visión. Al esquizofrénico, las visiones se le presentaban sin necesidad de la droga. Sin embargo, no cesaba de hacerme una pregunta. ¿Habría una reacción bioquímica similar en los cerebros de ambos al momento de la alucinación? Después, quedé convencido del indudable fenómeno fisiológico que paralelamente existía en las dos psiquis. La del drogadicto alucinando bajo los efectos tóxicos y la del enfermo esquizofrénico sin la ayuda de un componente externo, ni tomado, ni inhalado.

Lo importante para mí era que entendía aquellos fenómenos y que el mundo ilusorio que me acompañaba, era una diversión. Así lo había asumido.  Algo estaba allí que se presentaba de repente, que me distraía o divertía, pero que sabía perfectamente no era real.  Significaba una idea, que, aunque no la controlaba, no me hacía daño ni perturbaba mi tranquilidad o modo de vida. Y que si por acaso venía en aumento, cosa que yo pensaba podía suceder, lo asumiría con la misma calma que hasta ahora había tenido, seguro de poder vivir con aquella perturbación. Y sobre todas las cosas, sin miedos ni temores.

Todo este proceso había sido excesivamente natural. Digo esto porque analizándolo en el tiempo, ahora comprendo lo del canto de los gallos y el cacarear de las gallinas en los gallineros del pueblo. Recuerdo esa sonoridad permanente que fluye de aquellos sitios, como un gorgoteo incesante a distancia, y de cómo fueron causa y motivo de centenares de ideas sobre ruidos y sonidos que no eran otra cosa que el canto a lo lejos de los gallos, o el ruido natural de los gallineros. Cuantas veces no imaginé pleitos de vecinos, llantos de mujer, alaridos de angustia, chirriar de cauchos, o los ecos de alguna distante algarabía de borracho por causa de la sonoridad nocturna del gallinero. La única responsable de transformar mis percepciones auditivas. Es decir, también los ruidos formaban parte desde siempre de aquel espectro ilusorio visionario.

Cuando las cosas y la gente empezaron a sentir el paso y el peso de los años duros, yo no fui la excepción. Decía mi padre “la necesidad tiene cara de hereje”. Los golpes me habían enseñado en buena parte que no había que mirar hacia atrás para emprender un nuevo oficio. Por eso me acostumbré, sin un empleo estable, a ser una especie de saltimbanqui. Hasta que, con mi cara de hereje, esa necesidad me condujo a ocupar posiciones de trabajo en horarios nocturnos. No podía acostumbrarme aún al cabalgamiento de aquellas jornadas que empataban un día con el otro. Con frecuencia me quedaba dormido en los vagones del tren. Entre dormido y despierto, solía dar cabezazos de sobresalto. Una mañana calurosa tuve una visión inesperada. Al despertar, tras uno de esos convulsivos cabeceos, allí estaba. Ocupando los dos puestos de la butaca que justo estaba frente a mí, se encontraba descansando en posición fetal una extraña figura agazapada y encogida. Como en cuclillas, un ser que simulaba ser humano, mitad hombre mitad mujer. Dotado extrañamente el rostro con pómulos filosos. Sin piel. Su cuerpo, cubierto por carnes de un color cetrino que más bien parecían pellejos adheridos al hueso, traía un colgajo entre las piernas. Un descomunal prolapso. Las vísceras al descubierto, invadidas por decenas de moscas. No atinaba a descubrir si el color negro que cubría a retazos sus fétidas carnes eran pelos o insectos. Solo al volar, cuando el tren daba sacudidas, supe que se trataba de ellas. Aquel espectro de hedor nauseabundo se removía entre sus propios excrementos y con ellos, alimentaba a un sarnoso animal que lamía desesperadamente sus inmundicias. Desdentado y balbuciente, hizo un torpe ademán, como de querer extender un miembro hacia a mí, logrando que mi espalda se comprimiera fuerte y ferozmente contra el respaldar del asiento que ocupaba. Tanto hedor y asquerosidad juntas en un lugar público de uso colectivo, tenían que tener necesariamente un origen irreal.

Confieso que aquella fue mi primera reflexión. No podía ser sino una travesura de la imaginación. ¿Cómo fui capaz de interpretar esa irrealidad? ¿Cómo esa mañana supe descubrir el misterio de aquella alucinación? ¿Cómo pude controlar la bestial visión? Sinceramente, debo confesar que no lo sé. Probablemente, todas esas cosas sobre mi propia imaginación, aquellos afanes de infancia sobre el manejo de los sueños tal vez den alguna razón del porqué pude en ese momento tener control sobre las visiones que creaba mi enfermedad. Me cuesta un poco decir o reflexionar sobre mis propias cualidades intelectuales, pero pienso que quizá, por allí este la explicación. Puede valer la opinión de algún experto en la materia. Eso es algo que voy a considerar para más adelante.   

 (“Percepciones”(1) : Continuará y finalizará mañana )

Maracaibo, martes 23 de febrero del año 2021

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