martes, 29 de septiembre de 2020

Viena de noche (2)

Viena de noche (2)

Todavía no salimos de las vecindades de la zona vinícola, y ahora nos hemos sentado todos muy juntos en la parte trasera del autobús. Estamos dispuestos a que nos transporten a una típica taberna austriaca. Tajadas de salchichón y embutidos sobre el plato, con una jarra de vino para cada uno. No ceso de escuchar a mi Liz Taylor, en un intercambio apasionado de ideas que prefiero imaginar recíproco. Me dice al notar mis miradas de embeleso que ella es una señora ya de cierta edad, una de sus hijas nació un veintidós de noviembre. ¡Oh las coincidencias! ¿De qué sirven?, ¿A qué se deben? No lo sé, ni me interesa. Siento que mientras estamos conversando floto en el espacio sideral. Me doy cuenta de que no sé su nombre verdadero, pero tampoco eso vale para nada, miro sus ojos, es la mirada que me acompaña desde cuando dejé de ser un niño y se lo digo. Por eso me eres tan familiar, ¿Cómo podrá tomarlo, lo aceptará? Ella enmudece unos instantes…  

No es posible explicarlo. Nos envuelve una irreal aura ambarina y hablo con todo el desenfado que me provoca el vino. Noche estrellada, llena de música, los valses van naciendo de violines gitanos. Uveros plenos de racimos crecen sobre nosotros. Decir las cosas sin saber con certeza de que hablamos, mientras creo que estoy llegando al final de un camino previamente trazado, desde siempre, hace centurias, años luz. ¡La he esperado durante tanto tiempo! Para encontrarla, ¡al fin!... Ahora, somos los únicos habitantes del planeta, entre galaxias y nebulosas, flotamos suspendidos por luminosos quanta de energía radiante que nace desde su mirada de un color indefinible.

Regresamos en el autobús. Las mexicanas cantan en coro, “ese lunar que tienes cielito lindo junto a la boca”... Las españolitas me han fulminado con la mirada al oírme hablando castellano y se han mudado a los asientos delanteros con su gigante holandés. “No se lo des a nadie, cielito lindo”... Ella está a mi lado. Estamos muy juntos. Respiro el mismo aire, y me ilumina su mirada violeta. Súbitamente el autobús se ha detenido en una calle muy estrecha. Un auto rojo, descapotado ha chocado y está volcado en una esquina, las cuatro ruedas están girando aún y la gasolina se escapa sobre el pavimento. Luces rojas intermitentes y sirenas llenan la escena en un instante. Fuera del auto, hay una joven pálida de negros y ondulados cabellos, sangra por la boca y está manchando su vestido de noche que era blanco. Debajo del auto, se divisa el brazo del conductor que está aplastado por la máquina. Una laguna moaré se está formando con el gotear de la gasolina.  

Largos segundos, oscuridad, destellos rojos y azules y amarillos. Nosotros parecemos petrificados. Logro escuchar un murmullo de fondo. Los pasajeros del autobús se han abalanzado sobre las ventanillas. Mi Liz Taylor se me ha prendido del brazo y me lo estruja. Percibo el calor de su respiración anhelante, me toma las manos y siento su cuerpo temblar como una hoja, gime, me mira a los ojos y me suplica que les ayude. Siento que debo hacer algo, ¡soy médico!, al fin y al cabo… Mi sangre se revuelve. Sus ojos claros se humedecen. Chirrían los cauchos del autobús. El chofer grita unas palabrejas que no entiendo, gira el volante, cruza por un instante y la escena comienza a alejarse de nosotros. Escucho el ulular de las sirenas, las luces centelleantes van reduciendo su tamaño y desaparecen en el vidrio trasero. Ella sentada a mi lado, toma mis manos y cierra sus ojos para concentrar su energía vital, así seguramente ha de ayudarles en tan difícil trance. Entretanto, todos regresan a sus puestos. Ella en silencio al fin abre sus párpados sin soltar mis manos.  

El viaje continuará y mientras tanto nosotros no cesamos de mirarnos. Todo en silencio. Habrá de llegar el momento de despedirnos… La gira ha concluido, los viejos panameños seguirán por un trecho, ella me explica: “Mañana volaré hasta Suiza, mi esposo me espera, en Basilea”. Antes del mediodía todos se irán volando, no habrá más Viena. ¿Y yo? Hemos llegado a nuestro hotel, los pasajeros se levantan, y me informan, adiós, adiós… ¿Qué hacer? Después el autobús siguió su curso y ya nada importaba para mí. Finalmente el chofer me pide que descienda. Terminó todo. Estoy solo, los del tour todos, ya se fueron… Íngrimo y solo, me encuentro al otro lado del ring. La una y treinta de la mañana y debo cruzar todo el centro de Viena para llegar hasta mi hotel. El vino y los recuerdos de la mirada azul magenta me transportan a través de la ciudad. Camino. Corro trotando un trecho, luego voy paso a paso, a ratos vuelo, sobrevuelo las torres de la iglesia de San Esteban. Logro atisbar el brillo del Danubio a lo lejos, ondula y gira la ciudad con los compases de Strauss, la música me lleva a través de las callejuelas del ring vienés, va resonando dentro de mi cabeza...


 

He despertado. El sol penetra a raudales por la ventana. Estoy en la habitación de mi hotel. Estaba soñando. ¿Tenía una pesadilla? Quiero repasar uno a uno los eventos de la noche anterior, la gira nocturna, ella, sí... ¿Cómo saber cuánto es verdad y cuanto es solo parte de un sueño? Me levanto rápidamente. Salgo a la calle sin desayunar. Regreso a pie, voy desandando paso a paso el ring, calle por calle. Ante la iglesia de San Esteban me niego a creer que por la noche sobrevolé sus altas torres. Diviso el campanario, altas ojivas medievales. Sé que me llama. Es la mirada clara de ella, la de mi infancia y juventud. Sé que debe estar en alguna parte, en Viena, y yo, no sé qué hacer. Camino, troto, corro, me detengo, ¡ni tan siquiera sé su nombre!

Son ya más de las once de la mañana. ¿Cuál puede ser su hotel? Todos los edificios se parecen. Cruzo la calle, voy de regreso, miro hacia arriba, ¿Será aquí?  No... Otra vez el reloj. Son las once y cuarenta y cinco minutos, sé que ella tiene que irse al aeropuerto, volará a Basilea. La gente en la calle me tropieza. Ahora es mediodía. Quiero llorar. Es una sensación extraña. He perdido algo irrecuperable. Tal vez fue todo un sueño. Siento un sabor amargo y se me ocurre que nada es lógico. No debo tomar las cosas tan a pecho, pero… ¿Cómo evitar esa especie de angustia que me atenaza el cuello? Pensar que jamás he de volver a verla. Así, cabizbajo regreso. Deshecho, voy deambulando por el mismo sendero, entre casas y gentes que ya no veo, no quiero saber de nada más, ahora… ¿Por los destellos malva de su mirada clara? Ella trajo de nuevo hasta mí, lejanos sueños, de imberbe adolescente, o era de veras ella, la de siempre, ¿la de toda la vida y de otras vidas en el pasado? Ha desaparecido ahora, pero, hasta cuando...

NOTA: Este texto, que aquí finaliza, con ligeras modificaciones, es extraído de mi novela “La EntropíaTropical”. 

Maracaibo, martes 29 de septiembre del 2020, año de la pandemia de Covid-19

 

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