Ella, sentada
a mi lado, ha tomado mis manos y cierra sus ojos para concentrar su energía
vital, así seguramente ha de ayudarles en tan difícil trance. Todos regresan a
sus puestos. Ella en silencio abre sus párpados sin soltar mis manos. Yo no sé
qué decirle. El viaje continuará y mientras tanto nosotros no cesaremos de
mirarnos, en silencio. Ha llegado el momento de despedirnos, la gira nocturna
ha concluido, los viejos panameños, sus padres seguirán por un trecho, ella me
lo explica todo en un susurro. Mañana volaré hasta Suiza, mi esposo me espera,
en Basilea…
Estoy mudo, capto que antes del mediodía todos se irán volando, no más
Viena. ¿Y yo? Hemos llegado a su hotel, ellos me informan, aquí estamos,
y se levantan, adiós, adiós… ¿Qué puedo hacer? Después el autobús
bamboleante siguió su curso y ya nada importaba para mí…
Después el autobús siguió su curso y ya nada importaba para mí… ¿Será el vino o los valses de Strauss? Abrí los
ojos. Me encuentro solo. El chofer me pide que descienda. Última parada.
Terminó todo. Los pasajeros ya se fueron. Estoy íngrimo y solo.
Capto
entonces, que me encuentro al otro lado de la ciudad. Debo penetrar en el ring.
La una y treinta de la mañana y debo cruzar todo el centro de Viena para llegar
hasta mi hotel. El vino y los recuerdos de la mirada azul magenta me
transportan a través de la ciudad.
He despertado. El sol penetra a raudales por la ventana. Estoy en la
habitación de mi hotel. Estaba soñando. Seguramente. ¿Tenía una pesadilla? No
estoy seguro… Quiero repasar uno a uno los eventos de la noche anterior, la
gira, el Glizerling, y estaba ella, sí... ¿Cómo saber cuánto es verdad y cuanto
es solo parte de un sueño?
Me levanto y rápidamente salgo a la calle, sin desayunar. Regreso a pie,
voy desandando paso a paso el ring, calle por calle. Ante la iglesia de San Esteban me niego a creer que
por la noche sobrevolé sus altas torres, diviso el campanario, ojivas
medievales. Sé que ella me llama. Lo percibo. Es la mirada clara de la Liz
Taylor de mi adolescencia, es ella y está en alguna parte de Viena y yo… No sé
qué hacer.
Camino, troto, corro, me detengo… ¡Ni tan siquiera sé
su nombre! Pasa el tiempo y son ya más de las once de la mañana. ¿Cuál puede ser
su hotel? Todos los edificios se parecen. Cruzo las calles, me doy vuelta y
regreso, miro hacia arriba. ¿Será aquí? No. Otra vez el reloj. Son
las once y cuarenta y cinco minutos. Sé que ella tiene que irse al aeropuerto,
volará a Basilea. Su marido y sus hijas. La gente en la calle me tropieza…
Ahora ya es mediodía. Siento una especie de rabia…
Quiero llorar. Es una sensación de lo más extraña. He perdido algo
irrecuperable. Estoy seguro. ¿Tal vez fue todo un sueño? Siento un sabor amargo
y se me ocurre que no resulta lógico tomarse las cosas tan a pechos, pero,
¿Cómo evitar esta especie de angustia que me atenaza el cuello? Pensar que
jamás he de volver a verla. Me provoca gritar, tal vez llorar. Así, me veo, ya
de regreso.
Deshecho, cabizbajo, deambulando por el mismo sendero,
entre casas y gentes que ya no veo, no escucho lo que dicen, no quiero saber
nada, de nada más, ahora. ¿Por los destellos malva de su mirada clara? Ella
trajo de nuevo hasta mí, lejanos sueños, de imberbe adolescente, es muy probable.
¿Era de veras ella, la de siempre, la de toda la vida y de otras vidas en el
pasado? Ha desaparecido. ¿Cómo saber hasta cuándo?
Fin de “en la Viena de Strauss”
Maracaibo,
lunes 20 de enero del año 2025
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