lunes, 20 de enero de 2025

En la Viena de Strauss (1)



Este relato dividido hoy: enero 2025 en dos partes, fue publicado hace 12 años (agosto el 2013) en este blog lapesteloca con el título deViena de nochey está escrito en mi novela, La Entropía Tropical (Maracaibo, EdiLuz 2004), lo muestro de nuevo, hoy y mañana…

 

El autobús arranca y va girando y circunvalando en ascenso hacia una gran oscura montaña. Vamos hacia el Glizerling, una zona vinícola en lo alto de Viena. Esto le apunta nuestro guía quien nos da la espalda. La noche es negra con un cielo estrellado. El autobús parece desenrollar un ovillo cuesta arriba, gira, cruza, asciende, tuerce y se retuerce hasta que al fin siento que llegamos a nuestro destino. En un caserón de paredes muy blancas y hay un gran patio cubierto de parras con grandes racimos de uvas colgando. Posiblemente es la casona de un gran viñedo, o un Club nocturno ¿yo que sé? Los amplios ventanales muestran un prodigio de luces salpicadas allá lejos. Es Viena, abajo, miles de lucecitas titilando y arriba las estrellas y los valses de Strauss sonado todo el tiempo.

 

¡Tener a Viena a los pies! Bailan y bailan las parejas, tejiendo círculos concéntricos y cuando llegan al centro de la pista, como atraídos hacia un vórtice, se repelen y a la reversa, cadenciosamente regresan, creando nuevas ondas de música ondulante, hasta la periferia de la pista, siempre girando. Hay vino en abundancia. Viena tiembla vuelta un enjambre de luciérnagas en la distancia. Me alejo del grupo un momento. Con una cierta desesperanza aguzo el oído buscando un prójimo que hable en cristiano. A mis espaldas escucho hablar en castellano. Una pareja de edad madura dice cosas con un acento que me llena de curiosidad, me es familiar y decido averiguar de dónde son.

 

Han venido desde su tierra a conocer al novio de su hija. Son panameños. Saludo a la pareja de enamorados que les acompaña. Hay otra hija, le doy la mano, mucho gusto me dice, de momento no entiendo lo que me sucede, más de pronto lo capto. Ella es. Es ella. La imagen de mis reiterados sueños de adolescente. La conozco desde toda la vida. La miro deslumbrado, me sonríe… ¡Es ella!, especie de Liz Taylor cuando joven. Está casada con un suizo, vive en Basilea, y tiene tres niñas, la menor de un año, la mayor de diez. Es ella… Yo la miro y no acabo de creerlo. ¡Sin duda alguna! Sus ojos grises de un azul verdoso con suaves tonos índigo violáceos. Su rostro fino, sus labios, su sonrisa.

 

¡Es ella! La de mis ensoñaciones cuando solo contaba diez años, ella de mis amores locos de los diez a los quince, ella, la esperada, una imagen en mis sueños imberbes, quizá algún filme visto en el teatro Baralt… ¿Louisa May Alcott? La pienso… ¿Por qué la tengo en mi mente? Pero sí, estoy muy seguro, es ella, la inefable… Mi Liz Taylor me mira y yo siento que me desnuda el alma. Asombrado la escucho, ella me habla. Estoy embelesado. Me relata un asunto sobre los quanta de energía, es un tema que la tiene fascinada, eso me dice, y tiene una teoría para poder viajar por las galaxias.

 

Ella es lectora de “El Retorno de los Brujos”, devoradora de la obra de los lamas, del tibetano que inventó el Tercer Ojo, me dice ser fanática de Teilhard de Chardin. Su viejo padre nos interrumpe, me quiere hablar sobre Ciencias Políticas. A ella le interesa más la glándula pineal, la endocrinología, Don Gregorio Marañón, el tercer ojo de los tibetanos y yo recuerdo que es el mismo de los dinosaurios, el que usaban para mirar los pterodáctilos que graznaban en un cielo azul pizarra. Les escucho conversar, me río, bebo vino, mis ojos no se separan de “mi Liz Taylor”, su mirada me confunde. ¿Será quizás el vino? Sus palabras se escuchan bastante claras, ¿Cómo mis pensamientos? Giran los bailarines, suenan los valses, su mirada de tonos magenta brilla, al fin estamos ella y yo, frente a frente... 

 

Todo sucede en las vecindades de una zona vinícola, estamos en una típica taberna austriaca. Tajadas de salchichón y embutidos con mechas agrias de col reposan sobre un plato. Ante nosotros hay una jarra de vino, una para cada uno. No ceso de escuchar a “mi Liz Taylor”. Es un intercambio apasionado de ideas que prefiero imaginar recíproco. Me dice, -supongo que es tras notar mis miradas de embeleso-, que ella es una señora, ya de cierta edad, e insiste, me informa, que una de sus hijas nació un veintidós de noviembre, ¡oh las coincidencias! ¿Para qué sirven? ¿A qué se deben? Pues no lo sé, ni me interesan, pero siento como floto en el espacio sideral mientras seguimos conversando. Me doy cuenta de que no sé su nombre verdadero, pero eso tampoco me vale para nada, miro sus ojos, y es la mirada que me acompaña desde cuando dejé de ser un niño y se lo digo, por eso me eres tan familiar, puedo jurártelo, yo insisto. ¿Cómo habrá de tomarlo? ¿Lo aceptará? Ella enmudece unos instantes. No es posible explicarlo. Hay cosas tan extrañas…

 

Nos envuelve una irreal aura ambarina y hablo con todo el desenfado que me provoca el vino. Noche estrellada, llena de música naciendo de violines gitanos, uveros plenos de racimos crecen sobre nosotros. Creo decir las cosas sin saber con certeza de que hablamos, siento que estoy llegando al final de un camino previamente trazado, desde siempre, centurias, años luz, ¡he esperado tanto tiempo para encontrarla!, y ahora, somos los únicos habitantes del planeta, entre galaxias y nebulosas, flotamos suspendidos por luminosos quantas de energía radiante que nacen desde su mirada de un color indefinible.

 

Regresamos en el autobús. Ella está a mi lado. Estamos muy juntos. Respiro el mismo aire, me ilumina su mirada violeta. Súbitamente el autobús se ha detenido en una calle muy estrecha. Un auto rojo, descapotado ha chocado en una esquina, las cuatro ruedas están girando aún y la gasolina se escapa sobre el pavimento. Luces rojas intermitentes y sirenas llenan la escena en un instante. Fuera del auto, hay una joven pálida de negros y ondulados cabellos, sangra por la boca y está manchando su vestido de noche que era blanco. Debajo del auto, se divisa el brazo del conductor aplastado por la máquina. Una laguna moaré se está formando con el gotear de la gasolina. Largos segundos, oscuridad, destellos rojos y azules y amarillos.


Nosotros parecemos estar petrificados. Logro escuchar un murmullo desde el fondo. Los pasajeros del autobús se han abalanzado sobre las ventanillas. Mi Liz Taylor se me ha prendido del brazo y me lo estruja, percibo el calor de su respiración anhelante, me toma las manos, siento su cuerpo temblar como una hoja, gime, me mira a los ojos y me suplica que los ayude. Siento que debo hacer algo, al fin y al cabo, es eso lo que estudié, ¡soy médico! Mi sangre se revuelve. Sus ojos claros se humedecen.

 

Chirrían los cauchos del autobús. El chofer grita unas palabrejas que no entiendo, me tropiezo intentando avanzar entre los pasajeros, gira el volante, el autobús cruza por un instante y la escena comienza a alejarse de nosotros. Escucho el ulular de las sirenas, las luces centelleantes van reduciendo su tamaño y desaparecen en el vidrio trasero.

 

NOTA: este relato finaliza mañana lunes.

 

Maracaibo domingo 19 de enero del año 2025

 

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