Este
relato dividido hoy: enero 2025 en dos partes, fue publicado hace 12 años
(agosto el 2013) en este blog lapesteloca
con el título de “Viena de noche” y está escrito en
mi novela, La Entropía Tropical (Maracaibo,
EdiLuz 2004), lo muestro de nuevo, hoy y mañana…
El autobús arranca y va girando y circunvalando en
ascenso hacia una gran oscura montaña. Vamos hacia el Glizerling, una zona
vinícola en lo alto de Viena. Esto le apunta nuestro guía quien nos da la
espalda. La noche es negra con un cielo estrellado. El autobús parece
desenrollar un ovillo cuesta arriba, gira, cruza, asciende, tuerce y se
retuerce hasta que al fin siento que llegamos a nuestro destino. En un caserón
de paredes muy blancas y hay un gran patio cubierto de parras con grandes
racimos de uvas colgando. Posiblemente es la casona de un gran viñedo, o un
Club nocturno ¿yo que sé? Los amplios ventanales muestran un prodigio de luces salpicadas
allá lejos. Es Viena, abajo, miles de lucecitas titilando y arriba las
estrellas y los valses de Strauss sonado todo el tiempo.
¡Tener a Viena a los pies! Bailan y bailan las
parejas, tejiendo círculos concéntricos y cuando llegan al centro de la pista,
como atraídos hacia un vórtice, se repelen y a la reversa, cadenciosamente
regresan, creando nuevas ondas de música ondulante, hasta la periferia de la
pista, siempre girando. Hay vino en abundancia. Viena tiembla vuelta un
enjambre de luciérnagas en la distancia. Me alejo del grupo un momento. Con una
cierta desesperanza aguzo el oído buscando un prójimo que hable en cristiano. A
mis espaldas escucho hablar en castellano. Una pareja de edad madura dice cosas
con un acento que me llena de curiosidad, me es familiar y decido averiguar de
dónde son.
Han venido desde su tierra a conocer al novio de su
hija. Son panameños. Saludo a la pareja de enamorados que les acompaña. Hay
otra hija, le doy la mano, mucho gusto me dice, de momento no entiendo lo que
me sucede, más de pronto lo capto. Ella es. Es ella. La imagen de mis reiterados
sueños de adolescente. La conozco desde toda la vida. La miro deslumbrado, me sonríe…
¡Es ella!, especie de Liz Taylor cuando joven. Está casada con un suizo, vive
en Basilea, y tiene tres niñas, la menor de un año, la mayor de diez. Es ella…
Yo la miro y no acabo de creerlo. ¡Sin duda alguna! Sus ojos grises de un azul
verdoso con suaves tonos índigo violáceos. Su rostro fino, sus labios, su
sonrisa.
¡Es ella! La de mis ensoñaciones cuando solo
contaba diez años, ella de mis amores locos de los diez a los quince, ella, la
esperada, una imagen en mis sueños imberbes, quizá algún filme visto en el
teatro Baralt… ¿Louisa May Alcott? La pienso… ¿Por qué la tengo en mi mente? Pero
sí, estoy muy seguro, es ella, la inefable… Mi Liz Taylor me mira y yo siento
que me desnuda el alma. Asombrado la escucho, ella me habla. Estoy embelesado.
Me relata un asunto sobre los quanta de energía, es un tema que la tiene
fascinada, eso me dice, y tiene una teoría para poder viajar por las galaxias.
Ella es lectora de “El Retorno de los Brujos”,
devoradora de la obra de los lamas, del tibetano que inventó el Tercer Ojo, me
dice ser fanática de Teilhard de Chardin. Su viejo padre nos interrumpe, me
quiere hablar sobre Ciencias Políticas. A ella le interesa más la glándula
pineal, la endocrinología, Don Gregorio Marañón, el tercer ojo de los tibetanos
y yo recuerdo que es el mismo de los dinosaurios, el que usaban para mirar los
pterodáctilos que graznaban en un cielo azul pizarra. Les escucho
conversar, me río, bebo vino, mis ojos no se separan de “mi Liz Taylor”, su
mirada me confunde. ¿Será quizás el vino? Sus palabras se escuchan bastante
claras, ¿Cómo mis pensamientos? Giran los bailarines, suenan los valses, su
mirada de tonos magenta brilla, al fin estamos ella y yo, frente a
frente...
Todo sucede
en las vecindades de una zona vinícola, estamos en una típica taberna
austriaca. Tajadas de salchichón y embutidos con mechas agrias de col reposan
sobre un plato. Ante nosotros hay una jarra de vino, una para cada uno. No ceso
de escuchar a “mi Liz Taylor”. Es un intercambio apasionado de ideas que
prefiero imaginar recíproco. Me dice, -supongo que es tras notar mis miradas de
embeleso-, que ella es una señora, ya de cierta edad, e insiste, me informa,
que una de sus hijas nació un veintidós de noviembre, ¡oh las coincidencias!
¿Para qué sirven? ¿A qué se deben? Pues no lo sé, ni me interesan, pero siento
como floto en el espacio sideral mientras seguimos conversando. Me doy cuenta
de que no sé su nombre verdadero, pero eso tampoco me vale para nada, miro sus
ojos, y es la mirada que me acompaña desde cuando dejé de ser un niño y se lo
digo, por eso me eres tan familiar, puedo jurártelo, yo insisto. ¿Cómo habrá de
tomarlo? ¿Lo aceptará? Ella enmudece unos instantes. No es posible explicarlo.
Hay cosas tan extrañas…
Nos envuelve una irreal aura ambarina y hablo con todo el desenfado que me provoca el vino. Noche estrellada, llena de música naciendo de violines gitanos, uveros plenos de racimos crecen sobre nosotros. Creo decir las cosas sin saber con certeza de que hablamos, siento que estoy llegando al final de un camino previamente trazado, desde siempre, centurias, años luz, ¡he esperado tanto tiempo para encontrarla!, y ahora, somos los únicos habitantes del planeta, entre galaxias y nebulosas, flotamos suspendidos por luminosos quantas de energía radiante que nacen desde su mirada de un color indefinible.
Regresamos en el autobús. Ella está a mi lado. Estamos muy juntos. Respiro
el mismo aire, me ilumina su mirada violeta. Súbitamente el autobús se ha
detenido en una calle muy estrecha. Un auto rojo, descapotado ha chocado en una
esquina, las cuatro ruedas están girando aún y la gasolina se escapa sobre el
pavimento. Luces rojas intermitentes y sirenas llenan la escena en un instante.
Fuera del auto, hay una joven pálida de negros y ondulados cabellos, sangra por
la boca y está manchando su vestido de noche que era blanco. Debajo del auto,
se divisa el brazo del conductor aplastado por la máquina. Una laguna moaré se
está formando con el gotear de la gasolina. Largos segundos, oscuridad,
destellos rojos y azules y amarillos.
Nosotros parecemos estar petrificados. Logro escuchar
un murmullo desde el fondo. Los pasajeros del autobús se han abalanzado sobre
las ventanillas. Mi Liz Taylor se me ha prendido del brazo y me lo estruja,
percibo el calor de su respiración anhelante, me toma las manos, siento su
cuerpo temblar como una hoja, gime, me mira a los ojos y me suplica que los
ayude. Siento que debo hacer algo, al fin y al cabo, es eso lo que estudié,
¡soy médico! Mi sangre se revuelve. Sus ojos claros se humedecen.
Chirrían los cauchos del autobús. El chofer grita unas
palabrejas que no entiendo, me tropiezo intentando avanzar entre los pasajeros,
gira el volante, el autobús cruza por un instante y la escena comienza a
alejarse de nosotros. Escucho el ulular de las sirenas, las luces centelleantes
van reduciendo su tamaño y desaparecen en el vidrio trasero.
NOTA: este relato finaliza mañana lunes.
Maracaibo domingo 19 de enero del año 2025
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