miércoles, 9 de diciembre de 2020

Nostalgia…



Nostalgia…

 

No es mi deseo de hablar hoy del tango supuestamente homónimo, ya que pensaba yo que era de Gardel, pero, en realidad su título es en plural “Nostalgias”, y no es de Gardel sino de Enrique Cadícamo (1900-1999) y es ahora cuando sé que la música es de Juan Carlos Cobián. “Nostalgias” fue estrenado en 1935 por Cobián con gran éxito en un nuevo y lujoso local llamado “Charleston” ubicado en Florida casi esquina Charcas en donde hasta entonces había funcionado la sala de recitales y conciertos de la Asociación Wagneriana de Buenos Aires, y debo señalar que para aquel entonces, ya Gardel había muerto en el accidente de Medellín en Junio de ese año 35.

 

Buscaba yo la palabra que reflejase el asedio de mi conciencia por variados pensamientos y aunque francamente me sonó a MarcoAntonio Muñíz, se me ocurrió lo de la nostalgia; pero no era porque imaginé, percibir “tu risa loca y sentir junto a mi boca el fuego, de tu respiración”… Realmente era una noche cualquiera, y entre el zumbido permanente de mi tinitus, cual si estuviese bajo un inmenso baobab de los de El Principito pero cuajado de chicharras,-las cigarras, que en guaraní denominan las ñakyras, y que chirrían, con sonoridad brillante-; así fue como recordé entonces algo muy diferente… Hacía ya unos cuantos años, cuando viajaba con cierta frecuencia a la capital y me encontré en el aeropuerto, a la espera del avión, con un primo que igualmente, hacía varios años no veía. ¡Luís Ángel García!, quien estaba acompañado por un amigo.

 

Al amigo de Luis Ángel le calculé más de un metro ochenta de estatura y me detuve a pensar que parecía ser más joven que nosotros. Me recordaba a alguien pero no habiendo sido presentado, no le pregunté su nombre. Supongo que mi primo creería que lo conocía y que también era mi amigo. Entramos al avión y ellos se quedaron en los primeros puestos, yo fui destinado más atrás, más allá del medio del avión y estando allí, confieso que me vino a la mente una imagen leída en el libro de Herrera Luque “La casa del pez que escupe el agua”, desagradable para el momento, pues se refiere a observar a la muerte entrando en un avión que se ha de estrellar en el mar…

 

Mi mal pensamiento (aún no habíamos levantado vuelo), fue cortado por el aviso de una aeromoza, solicitando la presencia del señor Ricardo Leonardi a quien le tenían que entregar un libro. Entonces vi al amigo de mi primo, ponerse de pie y supe quién era él. Ricardo era el espigado “batuta” de la “banda de guerra” de mi colegio. Tradición vistosa de tiempos idos cuando los colegios competían con tambores y trompetas (yo había sido tamborilero) y eran liderados por quien adelante llevaba la batuta que podía arrojarla al aire y capturarla sin fallar. Quise saludarlo, pero no pude, ya se iniciaba el vuelo, y esperé hasta que llegásemos sanos y salvos a Maiquetía...

 

A la salida los perdí en el barullo del aeropuerto. No los he vuelto a ver, a ninguno de los dos, pero estos pensamientos me llevaron por el apellido hasta un tío de Ricardo, un doctor, cirujano, en Maracaibo, de quien quisiera comentar algunas vivencias que esa noche llegaron, también a la carga, asediando los muros de mi mente y despertándome las neuronas del recuerdo. 

 

José Domingo Leonardi Carrillo (1906-1980) (https://bit.ly/2V8dqyk) era trujillano, hijo de José María Leonardi Villasmil y doña Rosalía Carrillo Heredia. Doctor en Ciencias Médicas en 1928, ejerció parte de su carrera en Maracaibo, en el Hospital de Maracaibo de 1929 a 1935; Jefe de Servicio del Hospital Urquinaona de Maracaibo 1930-1935. Jefe del Servicio de Cirugía del Hospital Chiquinquirá de Maracaibo de 1934 a 1943. Jefe de Cirugía del Hospital Quirúrgico de Maracaibo, 1943-1958; Médico militar (Mayor) de la guarnición de Maracaibo de 1931 a 1958. Médico del Cuerpo de Bomberos de Maracaibo. Miembro Correspondiente Nacional de la Academia de Medicina por el Estado Zulia el 2 de julio de 1953. Individuo de Número de la Academia Nacional de Medicina, Sillón XXVIII, el 24 de octubre de 1968...

 

Desde muy niño escuché a mi padre hablar del personaje. Todos sabíamos que el doctor Leonardi era un médico que vivía en una mansión en un cerro que tenía vista al lago, una que sería remplazada años más tarde por edificaciones de un Banco y luego, como sucede en estos tiempos, ocupado por lo que llaman el palacio de justicia, de injusticia para muchos, desde donde se puede descender hasta la avenida El Milagro para caer donde hubo una hermosa casa de varios pisos que fue ocupada como cuartel por la Guardia Nacional y hoy ya ha desaparecido, como sucede en estos tiempos, todo desaparece y ni vestigios quedan de muchas cosas del pasado, lo repito...

 

Mi padre era muy amigo del hermano menor del doctor José Domingo, don Régulo Delfín Leonardi, padre de una familia de hermosas hijas, y de Ricardo (el de la batuta) y sus hermanos. Todos sabían en Maracaibo que el doctor Leonardi montaba a caballo y que solía salir muy temprano, en la madrugada por la ciudad y se acercaba al trote hasta sus sitios de trabajo. Temblaban las enfermeras al pensar en dormirse y de repente verlo aparecer revisando el cumplimiento del deber del personal del hospital Quirúrgico. Las consecuencias de una falla podían ser muy serias. El recuerdo de su esposa, la señora McConnell y de su hijo TimoLeón me llevó de nuevo a otro relato de mi padre, sobre un suceso acaecido en un viaje de la familia Leonardi a la Argentina cuando unos perros asustaron al chico y uno de los presentes le gritó: “¡Ché, parate y decíle a los perros que vos te shllamás Timoleón!

 

Recuerdo que arribó a mi mente otra cosa sobre el doctor Leonardi y tuvo que ver con su sitio de trabajo. Yo de niño lo veía como un edificio de varios pisos, de color mostaza, y situado en lo que creo era la calle Obispo Lazo. Antes quedaría detrás del edificio del Consejo Municipal, ahora de la Alcaldía de la ciudad de Maracaibo. Más allá estaría, digo al cálculo, o sea en un más o menos, creo puedo situar al Salón Violeta que era la barbería donde nos cortaba el pelo, a mis hermanos y a mí, el barbero Belarmino Guerra, y una cuadra más allá, estaba el Colegio de El Pilar donde estudiamos el kínder Fernando, mi hermano mayor y yo, antes de pasar ya al primer grado de primaria en un colegio que no estaba en el centro, sino en la avenida las Delicias. El “Gonzaga” de los padres jesuitas.

 

Tendría la oportunidad de visitar al doctor Leonardi en su consulta, me llevó en una ocasión mi madre por una lesión eczematosa de la piel (ahora le dirían dermatitis atópica) que por suerte curó con una pomada, pero descubrí que nuestro personaje tenía su consultorio en el mismo edificio de mi doctor “de la garganta” (el otorrinolaringólogo), por culpa de quien seguramente nos habían “sacado las agallas” a mi hermano mayor y a mí. El doctor Oropeza era frecuentemente visitado por las faringitis, en una época cuando ya se había vencido la Difteria, pero donde había muchos males menores de la rinofaringe, por lo que de la consulta del doctor Oropeza, salíamos siempre con recetas de tocamientos con Solunovar y yo con unos granulados de “maleato de cloroprofenpiridamida” que ahora intuyo eran para aplacar la rinitis alérgica.

 

En el hotel Guadalupe de La Puerta el año 1950, tendría yo 10 años cuando conocí a las hijas del doctor Emilio Oropeza. Unos años menor que yo era la mayor, Altagracia quien años más tarde se casaría con Orlando Arrieta Meléndez. Hoy finalizando el año 2020, ambos, lamentablemente ya han partido de entre nosotros. Orlando quien era mi colega, y amigo, hubo una temporada en los inicios de la década de los 70, cuando seríamos casi vecinos, viviendo en Maracaibo en la misma calle que desembocaba hacia la Plaza del Indio Mara donde estaba “El Palladium”, sitio donde asistíamos para escuchar al conjunto “Santanita” con la reina de la gaita Gladys Vera y con “el parroquiano” Astolfo Romero quienes tampoco están ya con nosotros, pero quienes cantaban gaiteando de lo lindo, inolvidablemente en las noches decembrinas, y mejor regreso a el tema que nos ocupa…

 

Cuando mi hermano mayor decidió, sin aviso previo, que estudiaría Medicina yo estaba finalizando mi vida de estudiante de bachillerato en el Gonzaga y pasaría al Liceo Baralt, y aunque compartíamos el cuarto y los numerosos libros, igualmente fui sorprendido por su decisión, como toda la familia. ¡Estudiar Medicina! Curiosamente, al salir del Liceo también yo me decidiría por estudiar Medicina en la Universidad del Zulia. En aquellos días, comenzando en Medicina, me operaría de apendicitis el doctor Amado, y es que era esa una época cuando las cosas se sucedían apresuradamente. Estábamos tan solo a varios meses antes de la caída del régimen del general Marcos Evangelista Pérez Jiménez…

 

Recordé algunas cosas interesantes sobre los cambios producidos en el comportamiento del profesorado al salir de la dictadura. Quien escuchó hablar sobre “ElChé” Julio César García Otero sabrá entender a lo que me refiero, pero también las cosas dependían bastante de cómo éramos los estudiantes en aquel entonces… En fin, todo esto lo analizaba en la penumbra bajo el chirrido de mis chicharras “tiníticas” y quise pensar buceando en algunos antecedente sobre aquellas nuestras curiosas derivaciones médicas, que proseguirían su curso en nuestro primo-hermano Ernesto quien era por demás nuestro vecino y compañero de travesuras desde niño. No tuve que darle muchas vueltas a la cabeza, existían demasiadas evidencias para creer en algo más que las sencillas coincidencias.

 

Esta perorata, está ya demasiado larga y habrá de concluir pronto pues comencé hablándoles de un tal Ricardo, y ahora en vez de concluir, me quiero referir, no el elegante batutero del Gonzaga, sino a mi primo, el hermano mayor de Ernesto García McGregor. Apodado “Rico”, él había estudiado unos años Medicina en la Universidad Javeriana del hermano país (el mismo mal), pero al abandonar la carrera y regresar a su ciudad natal, se había traído un cargamento de libros, y de huesos humanos… Nosotros vivíamos en “Los Arrayanes” y de la casa de mis primos “La Alquería” nos separaba tan solo una estrecha calle de uso común que comunicaba a BellaVista con SantaRita. Me perdonan lo localista del cuento, pero todavía se mantiene en pie, detrás de lo que fue una agencia de autos, lo que quedó de “La Alquería”.

 

Estos detalles los digo para recordar que no es un sueño, todas estas cosas que se sucedieron cuando éramos adolescentes y aprendimos mucho sobre la medicina mirando reiteradamente los libros de mi primo Ricardo, hasta olvidarnos del “Consejero Médico del Hogar” que era el único gran libro de la casa, lleno de enseñanzas sobre higiene y consejos de salud. Llegaríamos a reconocer de memoria las láminas en colores de las más variadas patologías y a familiarizarnos con personajes como Gregorio Marañón, Testut Latarjet, y E.Forgue. Siento que allí estuvo el germen, esa fue la inoculación primaria.

 

Ahora, sobre el tema de los huesos que se trajo mi primo desde Colombia, -que eran numerosos, varios cráneos y muchos huesos largos hermosamente barnizados-, y de lo que a la postre sucedería con ellos, es otra historia y resultaría muy larga para poder contarla ahora… Ya lo dije en julio del 2017, cuando prometí, que quizás en otra oportunidad lo relataría antes de darme media vuelta en la cama, ya al final, cuando creí creer que las chicharras se fueron aplacando hasta silenciarse por efecto de las olas en las oscuras playas de los Oniros, bajo el manto de Morfeo. Tal vez, algún otro día…

 

NOTA: Este relato, ya de por si demasiado largo, fue publicado -sin las actuales modificaciones puntuales- en el blog el 5 de julio de 2017 y recuerdo que mi primo Hector Pons respondió el 6 de julio... “Cómo alegrarme de tu tinitus por mucho que gracias a él te desvelas y te permiten compartir recuerdos entretenidos. Salud y saludos”. Apoyándome en mi repetida máxima que “la literatura se hizo no para leerla sino para re leerla”, me he atrevido a ofrecer el cuento. de nuevo, agradeciendo a quienes se hayan arriesgado a llegar hasta el final de su lectura.

Maracaibo, miércoles 9 de diciembre del 2020.

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