… en La Habana…
TERCERA PARTE
“Poco después
rodábamos en el Volkswagen ruso hacia San Lázaro. Teníamos que visitar primero
la casa del santón, del gran babalocha. Y lo increíble del asunto era el que ya
yo no pensaba más en Natasha, y me decía a mí mismo que era mejor así porque me
daba un pálpito de que con la bella rusa entre nosotros pudiera ser que se
llevaran presos a mis amigos ecobios. No quería enredarme más la vida. ¿Qué tal
si el adivino babalao nos revelaba que Anabella estaba enterada del secreto de
los microfilms? Todo fluía de una manera tan natural que tampoco notaba ningún
cambio en el ánimo de Eduardo, a pesar de su evidente interés por la rusa. El
merequetén de los brincos del Volkswagentrosffky y la promesa de ver al gran
Abakuá de nuestros dos nuevos amigos, parecía ser nuestro principal objetivo de
esa noche. Pero antes teníamos que detenernos en el vecindario de San Lázaro,
el patrono de todas las llagas, de la lepra y de los chancros sifilíticos, esos
detalles no tenían que refrescármelos, los había leído un tiempo atrás... La
casa del babalocha se estaba cayendo, como todas las de aquel vecindario.
Afuera se reunían algunos negros ataviados con collares, todos iban de
guayabera y en grupos por la calle, hombres y algunas mujeres casi todos
bebiendo aguardiente. A lo lejos se escuchaba una radio con música de guaracha,
en sordina. Todo será muy sencillo nos dijo el babalao quien era un negro calvo
y muy gordo. Su guayabera blanca y sus collares no disimulaban el sudor y la
agitación ante la oferta de dólares para conocer los designios de los Orishás.
El gordo insistía en que teníamos que adaptarnos a todo lo que exigían las
reglas de la Ocha. En una especie de canastillero adosado a la pared estaban
los dieciséis dilingunes. El santón los tomó en su mano derecha. En el suelo
divisé unos platos con sangre. Todo el rito fue similar al de la noche
anterior, pero éste no precisó de semillas y tablero, leyó el destino con los
caracoles y nos informó como Changó, la diosa de los siete rayos estaba con
nosotros, nos habló a los dos, de los dos vengadores con la espada y la capa
roja y nuevamente nos informó de la situación, estaba algo complicada. Para
concluir afirmó que, aunque las alas de la noche se interpongan pesarán más las
palomas sobre el comandante pero eso sí, no habrá escapatoria, caerá la espada
de Changó y lloverá la sangre... Eduardo captó mis señales y nos salimos antes
de que se diera el sacrificio de dos infortunadas palomas blancas, con las
cuales quizás nos hubiese dado el gordo un baño de sangre. En la calle nos
esperaba el Volkswagenosky con Enrique y Ramón quienes ya tenían una nueva
botella, ahora de chipedrin. Sin hacer muchos comentarios salimos hacia los
muelles y entramos en el reino de Yemayá. Era el barrio de la Virgen de Regla.
Así después de dar vueltas y vueltas por calles desoladas oscuras y malolientes
nos detuvimos ante una casa de dos pisos. Es el templo abakuá. Nos lo dijo
Ramón. Enrique descendió de la máquina mientras nosotros esperábamos
silenciosos y pasándonos la botella de chipedrin. Enrique regresó con buenas
noticias. Había hablado con el egún
abakuá y nos permitiría pasar si antes hacíamos la ofrenda. Qué carajo,
le dije a Eduardo, ya estamos sobre el burro y tenemos que arrear. Descendimos
del Volkswagenoff. La casa parecía desolada, pero obvia mente estaba llena de
cuerpos, era la materia no visible que se percibía en cada oscuro rincón.
Escuchaba voces tratando de orientarme en la penumbra cuando nos detuvimos ante
la puerta entreabierta de una habitación al fondo del caserón. Entramos y miré
el suelo que era de cemento pulido con muchas líneas y trazos creando un dibujo
difícil de entender. Había cuatro circunferencias de colores amarillo, rojo,
azul y blanco, dibujadas en el piso. Los billetes verdes de no sé cuántos
dólares de Eduardo fueron colocados en medio del círculo blanco y rápidamente
fueron cubiertos con grandes hojas de malanga. El egún era un negro brillante
de ojos saltones y miembros largos como patas de araña, el hombre de una edad
difícil de definir, nos invitó a pasar con un murmullo ininteligible que
prosiguió en un dialecto extraño y culminó con una serie de invocaciones,
especie de letanía cuyo curso pude seguir cuando se transformaron en una mezcla
de latín y español, hilando un santoral pleno de deidades y símbolos como el
Arca de la Alianza, Salus Enfermorum y Regina Angelorum... Súbitamente se puso
de pie y se dirigió a un gran armario de madera adosado a una de las paredes y
abrió sus puertas. Por el resplandor del fuego noté que había una colección de
velas que el hombre iba encendiendo ante un altar lleno de ídolos y de cromos
de colores con imágenes de santos de la iglesia. Se volteó hacia nosotros y
salió de la habitación. Eduardo y yo nos miramos. Frente al resplandor de las
velas los noté a todos temerosos y de un color amarillento. Un instante después
regresó el egún con un gallo debajo del brazo. El ave traía el cuello pelado y
rojo como esos gallos patarucos, bueno para lanzarlo en un ruedo. El negro sacó
del cinto un gran cuchillo y sin mediar palabras le dio un tajo vertical en el
cuello de modo que el animal continuó vivo pero con cada estremecimiento
sangraba a chorros. Nos miró entonces y aproximó la cabeza y el cuello
sangrante a su boca, sorbió la sangre y la escupió hacia un lado. Estábamos los
cuatro sentados rodeando al hombre cuando Enrique a mi lado me explicó en voz
baja que tendría que lamer la sangre del gallo. Yo veía al babalawo y él lo
hacía con un gusto tal que pronto estuvo pintado cara y torso con la sangre que
brotaba espasmódicamente del cuello del gallo. Se colocó ante Ramón y
extendiéndole el ave le presentó el pescuezo y éste lamió la sangre cerrando
los ojos. Yo pensé que no sería capaz y en un pestañear de segundos tenía ante
mí al negro sudoroso y ensangrentado, sin mirar el gallo noté cómo se escurrían
hilos bermejos entre sus dedos y sobre sus grandes manos y entretanto fui
admirando las plumas del gallo embadurnadas, hasta el momento cuando tuve el
cuello y los cañones brotados ante mí, tenso, el cogote parecía un mecate
empapado, y yo creía escucharlo decir, ¡chupa ya idiota! Haciendo de tripas
corazón le pasé la lengua, no sin un estremecimiento y me quedé mirando cómo
Enrique sacaba su lengua y se la pasaba de un lado al otro al pescuezo
sangrante del gallo mientras el corazón quería salírseme del pecho. Cuando le
tocó el turno a Eduardo, pensé que no lograría disimular su asco y por un
instante me figuré que arrancaría a correr, apreté los ojos y al abrirlos lo vi
sonriente con la nariz y la barbilla empapadas de rojo y con un guiño me miró
como si quisiera decirme, ¡es cojonudo! Saqué el pañuelo disimuladamente y la
mirada de Eduardo me contuvo, entonces lo mantuve en mi mano mientras el negro
iba diciendo cosas y se iba restregando la sangre en el torso desnudo. Entonces
en voz baja le pregunté a Ramón que cuándo sabríamos algo sobre los designios
de los Orishás. Pensé si acaso podría ser posible esperar algo peor en el
ritual que estábamos viviendo pero me contuve escuchando a Ramón, quien
brevemente y muy serio me comunicó que ya habiendo bebido el ayé, era el
momento de estar atentos. Cerré los ojos por un instante y no sé si lo imaginé
pero presa de convulsiones como si estuviese en medio de un baile de San Vito
apareció saltando un hombre de pequeña estatura vestido con un traje de paja y
una máscara africana negra con rayas rojas, entró contorsionándose y bailando
al son de un pequeño tambor, lo hacía sonar con sus manos des nudas mientras
iba y venía sacudiéndose espasmódicamente. Al mirar a Ramón, él me informó en
voz baja que no era más que el ireme quien auyentaría el maleficio, pudiera ser
que existiese un aura maligna rodeándonos a todos los ecobios, un cierto aire
de maldad.... Bastó con pestañear y el ireme danzarín desapareció. Entonces se
hizo un instantáneo silencio y el egún comenzó a decir cosas, una detrás de la
otra... -Por las siete potencias lucumies ahora es el momento de la verdad, por
la virgen de las Mercedes, Obatalá, por Yemayá la virgen de Regla nuestra santa
patrona, Oh, ven Yemayá y remueve los mares, Oh por Changó que sea bendita, Oh
Santa Bárbara justiciera que se abran los cielos y que caigan sus rayos y sus
centellas, que venga Ogúm y también San Miguel Arcángel, que descienda Orimilá,
ay San Francisco y San Pedro, Eleaguá y San Pablo, que nos visite el Anima
Sola, venga a nosotros Oshúm, Oh, qué grande y bendita es la virgen de la
Caridad del Cobre... Yo a pesar del rito y de la circunstancia desagradable de
estar embadurnado con la sangre del gallo, pensé en el chinchorro del rezandero
y como en aquel cuento, me dije, si sigues metiéndole santos se te reventarán
las cabulleras, pero en ese momento, no sé por qué, el oficiante se dio vuelta
y extendió una esterilla ante él dejando ver un bulto negro sobre la misma. En
la oscuridad parecía un feto deforme, pero pronto lo reconocí como un ídolo
hecho de madera, el cual no podía ver bien, puesto que el hombre lo sobaba
empegostándolo de sangre y haciendo una suerte de ruidos guturales. Entonces
pensé que el aguardiente me estaba haciendo efecto, todo era demasiado
disparatado y me sentí mareado, casi con ganas de echarme a dormir sobre la
estera, allí mismo en el piso de la oscura habitación. Cerré los ojos y pensé
que estaba muy cerca del mar, avanzaba por un camino desconocido, bordeado de
ipecacuanas y caminábamos entre
chamizos y grandes arbustos y a mis pies sentía como reventaba lianas de una
maleza que imaginé era pura malanga enredándonos el paso. En un momento nos
hallamos a la orilla del mar. A lo largo de la costa que terminaba perdiéndose
a lo lejos en una bruma caliza, se esparcían entre miríadas de conchuelas
marinas, numerosas medusas gelatinosas y cientos de camarones nadando en una
espectral fosforescencia tachonada con las estrías bermejas de las algas
filamentosas y los destellos nacarados de los caracoles fracturados por el
constante batir de las olas. Desde allí podíamos escuchar el golpe del tambor y
con el tucupucu de la kukurbata pensé en el taquititaqui sobre la mina.
Ascendimos más allá de las dunas para llegar al sitio alrededor de una fogata,
donde las mulatas batían sus faldones y se agitaban y sacudían sus enaguas
fragosas y crujientes al menearse frenéticamente. Después suavemente, iban
ondulando sus cuerpos rítmicamente con los golpes del tambor. Flotaba en el
aire un vaho a hembra sudada y ellas iban y venían, empapadas en salitre
mientras yo las observaba, untuosas e imaginaba una melaza almizclosa que
embadurnaría sus tensos nalgatorios batiéndose sin cesar y presentía el calor
de sus cuerpos, mientras giraban y se estremecían con el ritmo del guataque,
ellas se agitaban a un lado y al otro, e iban y volvían revolviendo el aire y
el polvo que levantaban sus pies desnudos con efluvios de especies y de brea, con
un aroma a jengibre, clavo con azafrán y albahaca y un toque de menta, que nos
embalsamaba eternizando el momento. Abrí entonces los ojos y observé el ídolo
sobre la estera de espartilla. Eran dos figuras hechas de una sola pieza de
madera negra. Cual siameses estaban unidos por el abdomen en tanto sus cráneos
dolicocéfalos y sus bembas se proyectaban hacia fuera al igual que sus cortos
brazos con toscas manos que parecían pedir misericordia, ellos se torcían
girando de modo que cada uno quería como separarse del otro y ambos ostentaban
un corto falo negro que parecían lucir en la raíz de sus cortas piernas
terminadas en grotescos pies, como si fuesen simples apéndices complementarios
de su monstruosa y desagradable apariencia. El rojo y el negro de la madera de
la estatuilla y de la sangre se me confundían cuando el oficiante alzó el ídolo
de los siameses y lo mantuvo en alto diciéndonos, cual si me leyese el
pensamiento.
-Que el rojo y el
negro de la bandera de la revolución los proteja. Los colores de Elleguá quien
todo lo decide están diciéndonos la verdad. Elleguá les abrió las puertas de la
felicidad y es Elleguá quien se las cierra. Todo está en marcha, habrá de
llegar el momento de Changó y caerá su espada.
Cuando el hombre me
miró, yo pensé en Natasha, ¿dónde estaría? ¿Por qué todos los Orishás se
empeñaban en darnos un mensaje tan singular? ¿Dónde estaba yo sin la capacidad
para captar la esencia del mismo? Presentía que el paquete del aeropuerto
y la desaparecida
señora del cabello blanco tenían algo que ver en todo lo que decía el oficiante
abakúa. Me bastó cerrar los ojos para verla amarrada en una silla, ella sudaba copiosamente,
era la tía de la niña del aeropuerto y estaba bajo unos reflectores, ella
lloraba y frente a la silla vestida de verde olivo estaba Natasha, de pie, se
acercó, la tomó por el pelo y volteándole la cara le dijo. ¡Confiesa gusana!
Confiesa... Abrí los ojos y Eduardo me estaba sacudiendo. ¿Qué te pasa Marcelo?
¡Somos unos ecobios cojonudos! Había concluido el rito. Estábamos solos y
nuestros amigos del Volkswagenoffky al rato aparecieron. A tropezones nos
condujeron a casa. Nosotros sin decir nada, sin preguntarles nada, todo era
como una maldición y había que callar. Yo me sentía tan mal que no quise hablar
en todo el trayecto, sin embargo recuerdo que pensé en cómo podría hacer para
lograr levantarme y asistir a la visita guiada al día siguiente, tenía por
delante la ida para conocer dos hospitales y las instalaciones científicas más
prestigiosas de La Habana. Eran las cinco de la mañana cuando llegué a la casa
de protocolo.
Fin de la 3era, y última parte …
Maracaibo 22 de
septiembre del 2017
Las demoras han sido por fallas en internet ( se perdió la plataforma para todoo el Estado Zulia, por muchas horas...)
No hay comentarios:
Publicar un comentario