miércoles, 21 de junio de 2023

La rabia y Pasteur


Más de cincuenta años tenía el profesor Pasteur cuando se quedó ensimismado, mirando al perro, lanudo, de mirada triste, encerrado en su jaula. El animal aquel le observaba como si quisiera decirle algo. Él lo pensó por un momento y durante unos segundos creyó que podría entenderle. Luego, el animal volvió a gruñir, un estridor sordo que se transformó en un ladrido afónico, entonces se perdió la tristeza de sus ojos y dio paso al brillo alucinado del mal de rabia.

Con infinita paciencia y gran cuidado el profesor tomó un tubo de vidrio y comenzó a chupar por un extremo pegado a una manguerilla que acercó a las fauces del perro. El profesor era químico, se había transformado en un experto en la fermentación de la remolacha, conocía los secretos de los males que afectaban a los gusanos de seda y había inventado una suerte de vacunas que acabaron de una manera casi mágica con el carbunco que diezmaba a las ovejas francesas. ¿La rabia?


Pues allí estaba el profesor Pasteur, e iba chupando la saliva espumosa del animal y antes de que llegara a su boca, la colocaba en un frasco de vidrio. El perro se movía inquieto tratando de morder el extremo del tubo. Aquel hombre no era médico, pero estaba en esos menesteres, mientras iba recapitulando escenas de su infancia lejana. Los campesinos de Artois mordidos por perros rabiosos y el hierro candente haciendo chisporrotear la carne de las heridas y los alaridos de dolor, y el olor a chamusquina, y siempre la muerte...

Después de todos los esfuerzos, y los sufrimientos de aquellos hombres, habría de sobrevenir la muerte de la que nadie escapaba. Al lado del profesor estaban Roux y Chamberland, ellos eran sus colaboradores, ellos trasladaban la saliva del perro a otros frascos y luego pacientemente harían las inoculaciones subcutánea e intramuscular, en los conejos y los acures y también en otros perros que esperaban enjaulados. Después vendría la espera, los días y las noches hasta ver aparecer los primeros síntomas del mal de rabia y finalmente, la muerte...

Los bigotes engominados del doctor Vulpin se erizaban y su cara enrojecía al escuchar la historia que pausadamente le relataba el profesor Pasteur. Aquella tarde Vulpin estaba con su colega Grandier y ambos, sentados en la salita de espera de la rue d`Ulm, oían de boca del investigador, del químico de la barba entrecana, la historia de Joseph. Era un cuento sobre un perro y el niño Joseph, para quien Pasteur había solicitado la consulta a sus amigos médicos.

Ellos esperaban para examinar y atender al muchacho quien habría de llegar al laboratorio a las tres en punto. Un momento después y a la hora convenida, tocó la puerta una joven señora con su hijo en brazos. En la tarde del día anterior, la señora Meister de Meissengott con su hijo Josep habían visitado al profesor Pasteur. El pequeño había sido mordido en las piernas y en un brazo por un perro rabioso y sus heridas estaban todavía abiertas. Pasteur las había curado superficialmente pero sabía que requerirían de la atención de un médico y para ello les había pedido ayuda a sus amigos Vulpin y Grandier.

El pequeño Josep fue tendido en un diván y en medio de su llanto estremecido y de sus sollozos, los doctores examinaron y curaron una a una las dentelladas y arañazos en la delicada piel del niño. Ellos conocían al profesor y habían llegado a un acuerdo previo. Por eso fue completamente a conciencia cuando decidieron inyectarle en el tejido subcutáneo al niño, aquel líquido que provenía de la saliva del perro y de cultivos de animales rabiosos...

Un mes después de la inoculación subcutánea de los cultivos con saliva de perros rabiosos, ya el niño no tenía fiebre y sus heridas habían cicatrizado. Josep parecía estar curado del mal de rabia. Un par de semanas más tarde él y su madre regresarían felices a su pueblo en las afueras de Paris...

Los diecinueve mujics con sus trajes sucios, sus gorros de piel y sus barbas empegostadas llegaron a Paris desde Smolesko por tren. El viaje desde la lejana Rusia había durado casi una semana y ya cinco de ellos no podían ni caminar. Quince días atrás, una manada de lobos furiosos les había cercado. Todos ellos habían sido mordidos y estaban condenados a morir del mal de rabia. Pero allá lejos, a oídos de alguien había llegado la fama del profesor Pasteur y ahora, en un vagón del tren en la estación de San Lázaro en la ciudad luz, entre pieles, vendajes y tazas de té caliente, veían esperanzados el cielo azul radiante de la capital francesa.

Ya en manos del profesor Pasteur, tan solo tres rusos habrían de fallecer, los demás se iban a salvar. El profesor recibiría una carta de agradecimiento del zar de Rusia, por haberles permitido seguir viviendo, a unos campesinos rusos quienes atacados por lobos rabiosos no perdieron totalmente la esperanza de salvarse de la rabia.

La controversia sobre la vacunación de la rabia había aumentado y se había hecho virulenta con el correr de los años. En 1888 Pasteur sufrió un nuevo ataque de parálisis y se vio obligado a abandonar definitivamente sus estudios experimentales. Si hubiera podido trabajar unos años más habría visto que sus hipótesis se acercaban cada vez más a la verdad

Maracaibo, miércoles 21 de junio, del año 2023

 

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