domingo, 8 de noviembre de 2020

¿Investigar? Pa qué…


¿Investigar? Pa qué…

Cuando vos te empeñabas en querer investigar aunque tuvieras que ser casi un submarino, con ballenas y otros peces grandes, puede que del cine, con o sin piratas, evidentemente, pero a mí sí que me constan tus avatares en la persistente insistencia de tus proyectos para hacer investigación, patología experimental, o ultraestructural, o neurobiológica… ¿Qué sé yo? Esas ideas en tu tierra, resultaron, un “fao al stand”. Así me las describiste vos mismo. Sumadas a tus disparatadas complicaciones personales, y es que era por demás evidente que las primeras dificultades ya te las habían planteado, precisamente tus colegas, los mismísimos amigos de tu propia universidad. Recuerdo como me explicabas que al estar recién llegado del norte, a quienes les hablabas de tus proyectos, les parecían sencillamente absurdos. Lo elemental (querido Watson) era que a nadie le podrían interesar sencillamente porque, eran “vainas improductivas”. ¡Lo importante son los cobres mijo! Eso te decían y te lo repetían. Al relatarme estos hechos, me acordé de mi amigo Robert Sinmarcas, quien dice ser un escritor frustrado, y quien siempre insistió en que la nuestra, es una sociedad de fenicios. Debe tener razón. La investigación, en principio no produce dinero, es una actividad crematísticamente improductiva, e indudablemente, entre fenicios, insistir en la investigación científica siempre habrá de parecer un exabrupto. Además y para rematar, todos te decían que la investigación no era actividad para ejercerla en estas latitudes. Insistían en que no era un trabajo compatible con estos climas tropicales, ni estaba hecha para nosotros como pueblo hispano-parlante. Repetían tercamente que deberíamos dejar esas cosas (esas vainas era como las llamaban) para los gringos que tienen muchos dólares. Estas y otras jaibas más y mucho peores, te las machacaban a diario, todos, sin excepción, como en una especie de coro, un ritornello en perpetua y persistente negación. Solo me falta decir…¡Ve qué molleja!

 

Sé que es muy cierto lo del rechazo a la investigación, y no ha variado mucho con el correr de los años. Ahora, en los tiempos actuales, yo diría que es mil veces peor… Pero así me lo contaste vos, y yo, así debo creértelo pues me consta que en nuestro país, “así son las cosas”, como repetía Oscar Yánez, el brillante periodista lamentablemente ya fallecido. Recuerdo haber oído tus explicaciones sobre los esfuerzos por convencerles, sin lograr nada. Finalmente, para vos, tu regreso se transformó en una tragicomedia. Se me ocurre pensar que, ni un Martín Romaña como el de Bryce lograría una constelación de eventos tan disparatados y rocambolescos como los que vos protagonizaste. Esto, lo digo yo al recordar cuando te preguntaban, para qué puede servir tanta publicadera de experimentos, de vainas sobre animales enfermos, y en revistas que están otro idioma, ¡pa más cojones! Entonces me dijiste, que vos no sabías si reír o llorar. Estaba visto que sin existir ni una pizca de interés entre tus interlocutores, tus esfuerzos no tendrían mucho sentido. Supusiste entonces que sería mejor margullirte, hacerte el loco y transformarte realmente en una especie de investigador submarino. De allí surgió la idea de darte ese apodo, más allá del susurrante Rodrigo, serías una especie de Maik Nelson, el investigador submarino, y habrías de distinguirte (charrascaegoma) cómo un personaje singular, siempre errático en medio de tus elípticas elucubraciones sobre el trabajo científico, la vida y el amor. Me lo explicaste de esa manera...

 

Submarino, me dije y recordé a James Mason en el Nautilus, para luego pensar en Ismael, el grumete de Melville, y mi mente regionalista me llevaba de vuelta a otro Ismael, regresaba a Ismael Urdaneta, el legionario poeta, pues era evidente que la lucha en mis propios predios parecía transformarse ya en una batalla campal que aparentemente, científicamente, tendría que ser librada a largo plazo y pensé en Hernán Cortés y aquella desesperada idea de quemar las naves, o quizás, el exilio, sí, eso ¿un exilio?, ¿para siempre?, ¿un exilio dorado?... 

 

  

A propósito de Ismael, habiéndolo nombrado, regresé a Moby Dick. Ese fue uno de los libros preferidos como lectura infantil de Pablo Antonio, mi hijo en sus años de infancia allá en nuestro hogar caraqueño, en la Avenida El Parque de Las Acacias… Quiero igualmente recordar que utilicé el simil de la ballena blanca para uno de mis personajes femeninos, la seductora valquiria maracaibera Alicia Barrera en mi novela “Escribir en La Habana”. En realidad he llegado hasta aquí, interrumpiendo la inclemente cháchara de mi amigo, tirándoselas de queso-duro, que se la quiere dar de alter-ego para poder yo, personalmente, hablar más del cine que de la investigación –y es que puedo jurarlo ahora, que insistir en aquello, no tiene caso-. Así que, caí sin querer en el tema de las ballenas y el de los balleneros, quizás porque tuvieron siempre un poderoso atractivo para mí, tanto así, que una historieta gráfica, eso que podrían denominar “comic” (los tebeos de los españoles para entendernos mejor), dibujada por mí, durante el bachillerato, -y es que la tengo en cartulinas, coloreadas cada cuadro con creyones, quizás “prismacolor”-, bien, pues allí trataba yo el tema de un ballenero, el Forward, y en sus cuadros dibujaba con afán la caza de ballenas, antes de que existiesen las película sobre la ballena blanca de Melville.

 

En realidad, como creo que ya lo mencionaba antes, Walt Disney había creado en 1954 el Nautilus de Julio Verne en Veintemil Leguas de viaje submarino y James Mason como su capitán me había gustado, no sé si por haberlo conocido ya en la película de Mankiewicz del 52 basada en la Operación Cicerón, pero su sobria actuación me pareció mejor que el papel desempeñado por Gregory Peck como Ahab al frente del ballenero Pequod, (creo que mejor estuvo en Matar a un ruiseñor) aunque nadie negará que la imagen de Orson Wells como el predicador en una noche tenebrosa, produjo una escena inolvidable en la producción de John Huston del 56.

 

Vuelvo a la película Moby Dick protagonizada por Gregory Peck, con Richard Basehart, Leo Genn, James Robertson Justice, y Orson Welles en los papeles principales, cuyo guion, basado en la novela de Herman Melville, fue escrito nada menos que por Ray Douglas Bradbury(1920-2012) el escritor estadounidense del género fantástico, terror y ciencia ficción, mejor conocido por sus obras “Crónicas marcianas” y la novela “Fahrenheit 451”. Por primera y única vez, Ray Bradbury aceptó elaborar el guion final de una película y con John Houston trabajó duramente para hacerlo en Moby Dick. El escritor, cuentan que estuvo ocho largos meses en Irlanda dedicado a hacer su trabajo para el que se leyó ¡nueve veces! la novela asegurando que terminó en una horrible depresión sintiéndose aplastado, casi transfigurado por la figura de Melville. Bradbury no sólo cultivó la ciencia ficción y la literatura de corte fantástico, sino que escribió también libros realistas e incluso incursionó en el relato policial. Su prosa caracterizada por una gran universalidad también habla de la condición humana y sus temáticas fueron logradas a través de un estilo poético.

 

Regresando al tema que nos ocupa, (Vilma´s dixit) algunas escenas de Moby Dick fueron grabadas en la costa oeste de Irlanda, pero el director decidió que en ese lugar la película tendría una atmósfera lúgubre, y sólo se filmaron allá en días de niebla. Los exteriores de Moby Dick fueron rodados en aguas de Gran Canaria y de la portuguesa isla de Madeira donde se hicieron reales tomas de la caza de ballenas, lideradas por los balleneros madeirenses. El rodaje en la bahía de Las Palmas de Gran Canaria se realizó durante la Navidad de 1954, y la presencia en la isla del director de cine  John Huston y del actor Gregory Peck hizo que este rodaje fuese hasta ahora el más comentado de los realizados en las Islas Canarias. En unos astilleros del Puerto de La Luz en Las Palmas de Gran Canaria, la casa Firestone construyó la maqueta de la gran ballena blanca y para la secuencia final de la película estuvieron presentes en Canarias varios especialistas de la cinematografía norteamericana. En sus memorias, John Huston  relató  cómo el plano más importante de la película, aquel cuando el brazo inerte del capitán Ahab a lomos de la gran ballena blanca se mueve al vaivén de las olas como señalándole a sus marineros que prosigan la caza, surgió de forma imprevista, gracias a una mezcla de fortuna y pericia por parte de los técnicos que se encargaban de transportar sobre las aguas la gran maqueta del animal. 

 

 

Curiosamente, el barco que se usó para la filmación de la película Moby Dick fue una goleta de 1870 que ya había sido utilizada para la grabación de Hispanola, la adaptación de Walt Disney de La isla del tesoro. Esta observación me retrotrae a mi infancia y al libro de Stevenson, y es que leí muchas veces La isla del Tesoro y me aprendí de memoria un poema en su inicio que siempre pensé era del autor y que no resisto la tentación de escribirlo, aunque sea linealmente como si fuera en prosa: Si las leyendas de islas ignoradas/De tesoros ocultos, de bandidos/De naves y goletas destrozadas/De náufragos perdidos/De piratas y efigies del Averno/Que en mi mocedad fueron lectura/Te interesan a ti, lector moderno/Abre y lee este libro de aventuras. Si por lo nuevo echaste en el olvido/A los Kingston, a Cooper el viajero/Al viejo Ballantyne, tiempo perdido!/Deposítalos conmigo en una fosa/Donde reposa la musa que inspiró libros tan bellos/Libros y autores, todo en una fosa. Regreso a La isla del tesoro que Disney produjo después de la adaptación de la novela de Robert Louis Stevenson emprendida por Victor Fleming en el año 1934. Walt Disney encargó una nueva versión a Byron Haskin conminándolo a que se centrase en la relación entre Jim y John Silver. Tal opción conllevaba cierta fidelidad no sólo hacia la historia ideada por el escritor, sino también hacia su sentido dramático y lo cierto es que para mí resultó inolvidable el papel de Robert Newton como John Long Silver con un ojo que giraba casi independientemente y el de Bobby Driscoll como el niño Jim Hawkins en aquella película del año 1950. Todavía recuerdo el loro gritando “piezas de ocho, piezas de ocho”.


Con tanto mar y peces grandes no es posible dejar de mencionar la aventura del viejo lobo de mar Santiago, en El viejo y el mar (Spencer Tracy en 1958, o Anthony Quinn en 1990), quien tras 84 días de mala suerte sin pescar, se hace a la mar con el objetivo de atrapar un gigantesco pez espada. John Sturges, Henry King y Fred Zinnemann, dirigieron el film en 1958 (The old man and the sea) basado en la novela homónima de Ernest Hemingway; la fotografía y el actor (Spencer Tracy) fueron nominados al Oscar ese año 58 y ganaría la banda sonora del film dirigida por el gran compositor ruso Dimitri Tiomkin. Pero como hemos hablado de mamíferos y peces grandes, no debo dejar de mencionar el film de Tim Burton Big Fish, con Ewan McGregor, Albert Finney, quien padece una enfermedad terminal y Jessica Lange como su mujer, con las interminables y fantásticas historias que cuenta el padre (Albert Finney) de William Bloom (Billy Crudup). Como comentario final, con tantos regresos a la infancia o adolescencia y el cine, debo mencionar a Bobby Driscoll porque el niño actuó para Walt Disney en Canción del sur (1946), Dentro de mi corazón (1948), y ya lo mencioné al hablar de La isla del tesoro (1950) ya que ese año, recibió un Premio Óscar Juvenil por su excelente trabajo actoral e igualmente sirvió como modelo de animación y le dio la voz al personaje principal de Peter Pan en la película de dibujos animados de Disney del año 1953. Peter Pan, el personaje inolvidable del niño que no quiere crecer y vive en la tierra de Nunca Jamás, del escritor inglés James Matthew Barrie, famoso por haber creado a Peter Pan, basándose en sus amigos, los niños Llewellyn Davies en 1904. Este cuento ha sido llevado al cine en más de 15 películas, algunas poco conocidas, sin duda, para mí en particular, pero debo destacar que me resulta inolvidable el film de Steven Spielberg Hook: el capital garfio, con la genial actuación de Robin Williams, quizás porque la asocio a la vez primera cuando la vimos en el cine y mi hijo Pablo (el niño lector de Moby Dick) la disfrutó con una emoción tal que sus risas y gritos todavía regresan a mi memoria, con mucho más agrado que volver a las prédicas sobre los fenicios y la investigación científica.

NOTA: este artículo con algunas modificaciones puntuales, e intitulado como  Investigación submarina y el cine imperecedero” fue publicado en el blog el miércoles, 24 de junio del año 2015.

 

Maracaibo, domingo 8 de noviembre, 2020, año de pandemia

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