martes, 1 de octubre de 2019

Mario Armando Luna.



Mario Armando Luna.

Conocí personalmente a Mario Armando Luna en octubre del año 1977 en la oportunidad de las XXIII Jornadas de la Sociedad Venezolana de Anatomía Patológica (SVAP) que se efectuaban en Maturín, ciudad capital del Estado Monagas al oriente de Venezuela. Quienes para la época éramos jóvenes patólogos, revoloteábamos como inquietos moscardones alrededor de los dos invitados de honor al evento, y hoy todavía me parece ver al doctor Luna, recién “aterrizado”, sentado entre nosotros, con Héctor Battifora, ante una mesa cubierta de jarras de cerveza helada, mientras esperábamos por la reconfirmación de las habitaciones en un nuevo y pequeño hotel que todavía estaba en obras.

Había toda una barahúnda de patólogos pugnando por precisar sus inexistentes reservaciones en un reacomodo de espacios físicos, mientras como en un oasis nos sentíamos quienes alrededor de Mario Armando disfrutábamos de su chispeante locuacidad jalisqueña que nos sonaba tan divertida como si estuviésemos reviviendo una película de Cantinflas. Él nos explicaba sonriente como al sumergirse una copita de buen ron en su jarra de cerveza, ésta se transformaba en “un submarino” y reíamos con asombro ante sus ocurrencias viendo como Héctor, famoso patólogo peruano de bigote y con un aire itálico, parpadeaba escrutador con una actitud bastante más circunspecta. Fue entonces cuando Mario Armando aceptó el reto y tras probar un “ají chirel” (verde y pequeñito, muy común entre los ajíes del oriente venezolano), sonriente y lagrimeando nos dijo… “¡Pos sí que pica!”, y luego luego de pedir más “chireles” nos invitó a acompañarle en la degustación.

Habrían de transcurrir más de veinte años cuando en junio del 2001, en Morro Jable, ciudad del sur de Fuerteventura, la más grande de las Islas Canarias, ante varios platos repletos de verdes pimientos recordamos “los chireles” de Maturín, y mientras intentaba yo que soy poco amigo del ají picante en una especie de ruleta rusa acertar con el uno de cada tres, ¡ y es que picaban y mucho!, Mario Armando hizo pública la historia completa de nuestro primer encuentro. Nos había tocado en suerte, compartir una pequeña habitación hotelera donde todas las madrugadas se levantaba Mario Armando y salía a trotar por el pueblo en compañía de Héctor. En aquellos días estaba muy de moda el “jogguin” y Mario Armando decía que ambos practicaban el ejercicio aeróbico “para mantenerse en forma”. Él iba adelante y le tocaba ir espantando a los cochinos que se les atravesaban y a los perros que les perseguían en aquellas caminatas a campo traviesa. Al regresar, se encontraba conmigo, su compañero de cuarto quien recién llegaba de una parranda nocturna. Lo que le parecía insólito nos relataba, era como luego de un par de horas de sueño, un baño y un café, nos viésemos en las conferencias donde él mismo recuerda como le sonreía, cómplice a su nuevo “cuate” el recién conocido “patólogo maracucho”.

Lo cierto es que desde hacía varios años, yo sabía de Mario Armando Luna. Le conocía como un brillante patólogo mexicano, de Guadalajara, por tanto jalisqueño, quien estaba radicado en Houston y a quien había visto en las reuniones de la Sociedad Latinoamericana de Patología (SLAP) alternando con otros famosos patólogos mexicanos como Rui Pérez Tamayo y Héctor Márquez Monter. El VIII Congreso de la SLAP del año 1971 que se había realizado en Maracaibo, y el siguiente en 1973, que se dio en tierras yucatecas. Fue allí en Mérida, donde con el Anfitrión Álvaro Bolio y con su maestro Héctor Márquez, había vuelto a verle, hasta que al fin, el setenta y siete lo pudimos invitar a Venezuela.

A partir de aquellas inolvidables Jornadas de la SVAP en Maturín, Mario Armando se convirtió en un invitado muy frecuente a nuestras reuniones, no solo por su sapiencia sino por su buhonomía que nos llevó a quererlo entrañablemente y a apreciar cada vez con mayor respeto sus grandes cualidades humanas. Era Mario Armando un ser especial, siempre afable y risueño, muy emotivo, capaz de hacer desternillarse de risa a un auditórium pleno de oyentes o de mantenerlo en vilo con los datos actualizados sobre ciertos tumores, o sus hallazgos en las autopsias de los enfermos de SIDA. Mario Armando poseía una bondad muy particular que se transmutaba en singular eficiencia al ejercer personalmente su papel de buen samaritano.

Fue una especie de servidor público a motus propio, a tiempo completo, y así, le resolvía problemas personales a decenas de gentes. Muchos seres anónimos, familiares o pacientes con cáncer, se favorecieron al escucharle conversar con ellos, darles confianza y ánimo, ayudarles al agilizar un diagnóstico, presto y preciso, muchas veces con costos mínimos cuando no podía lograr su exoneración, o para facilitarles indicaciones sobre los protocolos de tratamiento más convenientes a ser aplicados en cada caso, o la información sobre el pronóstico de los mismos. Estas actividades de Mario Armando, efectivas y usualmente silentes, beneficiaron a cientos de enfermos con cáncer de casi todos los países hispanoparlantes, razón por la cual, el buen patólogo mexicano del MD Anderson, se fue transformando en el más querido, admirado y respetado embajador de buena voluntad para todos los habitantes de los pueblos de Latinoamérica y del Estado español.

Así viajó Mario Armando, de un país a otro por América y Europa, impartiendo sus conocimientos que fueron publicándose, en más de 250 trabajos en revistas y en más de 30 libros, sobre la patología del cáncer, durante más de 45 años de ejercicio en el Centro de Cáncer del hospital MD Anderson de la Universidad de Texas. Simultáneamente nos ilustraba Mario Armando con su jovialidad característica, sobre arte, literatura, música, cine, deportes e historia, especialmente sobre la historia y la política que influye en el devenir de los pueblos de Hispanoamérica, con sus problemas y desigualdades, que se acentuaban con las variaciones de las presiones del norte y el sur y de este y del oeste antes y después de la guerra fría.
 
Mario Armando falleció en noviembre del año 2008; estos recuerdos ya casi a once años de su partida aparecen aquí en lapesteloca.blogspot.com y corresponden al inicio de un artículo que publicara en Avances en Patología en 2009 con el título de “Semblanza de mi hermano mexicano Mario Armando Luna”. En la fotografía que tomada en Corralejo, Fuerteventura el año 2008, aparece el Dr Luna entre sus amigos y coeditores de Avances en Patología, Eduardo Blasco Olaetxea y quien escribe Jorge García Tamayo.

Maracaibo,  miércoles 3 de octubre del 2019

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