domingo, 2 de febrero de 2020

Mi casa


Mi casa

Hace 80 años yo vivía en una casa muy grande en Maracaibo en esta dirección: Avenida 8 (Santa Rita) No 82B-85. Mis padres me llevaron, a la casa recién nacido quizás en diciembre del año 1939… Hoy día, ya en el siglo XXI y en el año 2019 vivo en la misma Avenida 8; Santa Rita pero algo más lejos del sitio original, la casa de la 82B-85, la casa grande ya no existe… Al fallecer mi padre, a comienzos de los 70 fue derruida y en el terreno creció un edificio, así que ahora, vivimos todavía, pero en un edificio, a unas 12 cuadras del sitio, en la esquina de la calle 69 y de la misma Avenida 8, Santa Rita… 

Cuando comienzo a contar esto, no será fácil para mí y trataré de manejarme con la terminología que usábamos en aquellos años de mi lejana infancia. Al llegar a habitar la casa, la avenida 8 era de todavía de tierra, pero mi padre había decidido que tuviésemos casa propia, y había planificado para ella hasta su nombre, “Los Arrayanes”; “nombre de un arbusto y también de uno de los hermosos patios de La Alhambra de Granada”; así decía un pequeño cuadro (con una foto del patio de Granada), en la pared de un área especial de la casa que nosotros (cuatro hermanos varones) le decíamos “el bar” y donde recuerdo había una copia de un cuadro al óleo de Fran Hals “El bebedor alegre”...

“Los Arrayanes” se construyó en un terreno extenso, y desde el frente de la casa se podía ver “la bola del gas” (actualmente sigue allí, a una cuadra de la avenida Falcón) y en las esquinas de la casa que estaba techada con tejas, crecieron cuatro pinos, árboles grandes sembrados al frente y crecerían sombreando un amplio “patio” con grama, hecho como para correr sin detenerse… En uno de los frondosos pinos, era posible trepar (encaramarse) y allí jugábamos a Tarzán, recreando imaginarias aventuras desde lo alto, entre sus ramas. Así como el patio qje se ocultaría cercado de cayenas nos ofrecía espacio para correr y jugar… Recuerdo que también la casa por dentro, tenía sus ambientes, personalizados…

Existía un “pórtico” en el área frontal, con baldosas rojas, siempre pulidas, y al frente, en sus blancas paredes había una imagen en mosaicos de la “Virgen del Perpetuo Socorro”. A un lado dejaba ver la gran puerta de entrada que se abría a “el recibo”. Bastaba entornarla para ver al frente una chimenea con troncos que de noche simulaban estar encendidos con “una tarabita” que al calentarse giraba dando una ilusión de que el fuego chisporroteaba. Viviendo en la ciudad más calurosa del país, ahora que lo pienso era, sin duda, disparatadamente original. 

Una de las habitaciones al lado del “recibo” tenía puertas de vidrio porque daba acceso a un salón con cortinas verdes, alfombrado y con un aparato de aire acondicionado Carrier que enfriaba muy bien. Aquella era “la sala”, donde estaba el piano Wurtlitzer. Los muebles eran de mimbre y acolchados, y había un par de lámparas de pie y de mesa y un aparato de radio con su pick-up y espacio para albergar muchos discos de pasta, aquellos los antiguos long-plays. En la pared frente al piano existía una acuarela con un paisaje de Venecia, regalo de mi profesor de piano, el maestro Albino Solivo (un año tan solo aguanté porque, a la edad de 10 años, no estudiaba…). Recuerdo a mamá al piano, tocando La Polonesa de Chopin...

En el polo opuesto a la sala, estaba un área donde con los años se ubicaría un gran televisor; pero en ese espacio nacía y crecía todos los diciembres, el pesebre, con sus figuras celosamente guardas, con sus musgos, y telas para las montañas, además siempre rodeado de toda una tradición familiar con procesión el 25 para traer al niño Dios. El centro de la casa era el comedor que se comunicaba con estos ambientes, con el cuarto de mi madre, y con un “pasillo” que daba a otra puerta, lateral que venía a ser la segunda entrada a la casa y que estaba al lado de la cocina, más adelante allí estaban las puertas de el “cuarto de huéspedes”, de la despensa y de tres grades habitaciones con dos baños, que eran los cuartos de los dos hermanos menores, de los dos mayores (me incluyo ) y el de mí padre.

Si uno salía por aquella puerta lateral que estaba al lado de la cocina, había un gigantesco limonero siempre cargado y se podía pasar a un patio central con nardos muy olorosos en las esquinas; allí se encontraba “el lavadero”, y al frente estaban “el cuarto del servicio” con su baño y “el cuarto de jugar”. La pared frontal del patio central lucía un gran paisaje en mosaicos de la iglesia de Taxco muy barroca y detrás de esa pared se hallaba “el garaje” que albergaba el Chysler del 48 de mi padre. Arriba del garaje existía una gran habitación que era “el cuarto del jardinero” a la que se accedía por una escalera en lo que llamábamos “el gallinero” donde podían criarse gallinas bajo un gran níspero que daba grata sombra y siempre estaba cargado de frutos muy dulces.  

Al lado de Los Arrayanes mi tío José había adquirido un gran terreno y decidió construir una mansión de dos pisos que nombraría como “La Alquería”. (Persiste parcialmente detrás de donde estuvo la KIA). Ya en 1942 estaría lista la casa donde vivirían años más tarde, al regresar de sus viajes, mis primos García MacGregor; quienes para la época eran Belén y Ernesto, los de “la casa de al lado”. Ernesto crecería como si fuese otro hermano más de nosotros, los 4 García Tamayo, los primos vecinos, apodados “los báquiros” por mí padre. “La Alquería” sería testigo de incontables aventuras protagonizadas por nuestro ingenioso primo hermano.

El cuarto de mi padre tenía una hamaca grande que lo cruzaba diagonalmente, y era un privilegio mecerse en ella; existía la cama y un closet donde estaban algunos libros que leería y devolvería puntual (recuerdo las “Memorias de un venezolano de la decadencia” y “Una aureola para Gómez”). También había un escritorio, un chifonier para la ropa y un armero, para los viajes a Perijá de cacería. El baño de mosaicos rojos tenía regadera, bañera, y hasta un bidet y podía ser usado por cualquiera en la casa. Mis hermanos menores tenían sus camas y sus cosas en el cuarto al lado, pero el nuestro, de los dos mayores, tenía una biblioteca repleta de libros, un pequeño radio y daba a un baño pequeño. Siempre usamos aire acondicionado.  

Acepto la observación de que éramos privilegiados y que sin haber viajado a otros países, tuvimos una infancia con reglas muy estrictas pero con la posibilidad de educarnos, tanto en un colegio de jesuitas como en casa ya que nos dejarían un gran espacio para la lectura y para poder estimular la imaginación. Añado para finalizar que a dos cuadras teníamos el Cine Landia y del otro lado a dos cuadras también estaba el Cine Venecia, y nos permitían ir al cine con frecuencia por lo que para mí en particular, creo que el cine formó parte del aprendizaje de mi vida, como ciudadano, médico y escritor, y así, colorín colorao, este cuento aquí, se ha terminao. 

Maracaibo, domingo 2 de febrero del año 2020

1 comentario:

Humberto Moreno dijo...

Es inevitable pensar en la casa de nuestra infancia cuando uno lee La Casa de Jorge. Pero en mi caso, yo tendré que escribir "Las Casas", porque mi padre era un nómada y en Los Haticos y en Maracaibo, pasamos de Orense a Yuma a Alaska a Las Mercedes y terminamos en España, muy cerca por cierto de "la bola del gas". Todo eso sin salir de Maracaibo. Muy buen cuento Jorge.