Anatomía
del mal
Reproduzco un
interesante artículo publicado en El Nacional por Sergio Dahbar el 24/06/2017 que nos muestra
la cara del fantasma con el que nos
estamos topando los venezolanos en esta época aciaga, ante la impasible
complicidad de quienes “son capaces de comerse un elefante sin eructar”…
Quizás deba
comenzar por una frase del historiador alemán Philip Bloom: “Para arreglar las cosas había que
instituir la censura, la policía, los espías, excluir a la gente o ejecutarla.
El ejemplo paradigmático sería Pol Pot, que, a través del asesinato de masas,
intentó llevar a una sociedad hasta el feliz estado de la inocencia. En la
filosofía de Rousseau está el comienzo de toda dictadura”. Rousseau está en el comienzo. Y retumba en la
Casa Amarilla, donde días atrás psicólogos cercanos a Nicolás Maduro
participaron en el foro “Violencia y
operaciones psicológicas en Venezuela”. Impresionante escuchar a terapeutas
“demonizar” protestas de 80 días: por desabastecimiento, inseguridad y ruina
económica; por ausencia de un Estado de Derecho; por destrucción de la
institucionalidad; por aniquilación sistemática de justicia, y por la
convocatoria de una asamblea nacional constituyente tapa amarilla. Cuesta no advertir esta jugada a varias
bandas del Ejecutivo, donde sacan del sombrero psicólogos que satanizan a los
más jóvenes. Para justificar “laboratorios de paz, y reeducar guarimberos”. Como éramos pocos, con el fantasma de Pol Pot
nos hemos topado, Sancho.
Los ataques
criminales a los vecinos de Los Verdes nos remiten inexorablemente a la
patología represiva de Pinochet, con visitas nocturnas de terror y destrucción.
Los testimonios de torturas en La Tumba revelan lo que ocurría en los centros
de vejámenes del sur. Los laboratorios de paz ahora tienen la firma de la
revolución comunista que aplicaron los jemeres rojos, entre 1975 y 1979, en
Camboya, para reeducar a una población “desviada”, todos parásitos eliminables. Cinco años de terror y exterminio
caracterizaron la Kampuchea Democrática de Pol Pot: hospitales fueron
desocupados, se destruyeron documentos de identidad, los billetes eran
arrojados en las calles y cadáveres se acumulaban en las cunetas. Los libros y
los juguetes fueron confiscados. No se podía usar calzado. Solo vestimenta
color negro. Los lentes eran señal de superioridad intelectual. Toda expresión
de sentimiento era sospechosa. Cruzar las piernas era un hábito capitalista. ¿Quiénes
diseñaron este horror primitivo? Los jemeres rojos pertenecían a la clase media
y alta; habían estudiado en liceos privados y en la Sorbona, París; fueron
atrapados por la peor doctrina estalinista; tenían razones para ser resentidos,
y fueron genocidas. Mientras esta aberración ideológica se cobró 1.700.000
camboyanos (25% de la población), la izquierda occidental consideraba que los jemeres rojos
solo hacían el bien. ¿Suena conocida esa complicidad?
Noam Chomsky acusó “una fabricación de evidencias” para
desacreditar a Camboya. Aseguró que refugiados camboyanos en Vietnam y
Tailandia prestaban falso testimonio. Remitió las causas del genocidio a
bombardeos estadounidenses sobre Camboya, entre 1969 y 1973. No fue el único.
Malcolm Caldwell, del Journal of Contemporary Asia, objetó los
testimonios de refugiados, mientras imitaba frases de los discursos de Pol Pot.
Los jemeres rojos repetían que querían “empujar a la gente a ser feliz”.
Ninguno de los intelectuales superdotados de Occidente que los celebraron
advirtió el odio de esa frase. Hay gente que puede comerse un elefante y no eructa.
Empecé con
Rousseau y voy a terminar con Pin Yathay, sobreviviente de un campo de
reeducación camboyano. Él recordó una nana para dormir niños. “Hijo, ¡recuerda! Tu padre ya no existe. Era
un puro revolucionario… Debes guardar en tu corazón el odio de los opresores
burgueses, capitalistas, imperialistas y feudales. Te toca vengar a tu padre”.
Aquí estamos.
Maracaibo, 2 de julio del año 2017
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