Las taguaras
Esta perorata sobre las taguaras, corresponde a una época de paz y sosiego en la ciudad de
las palmas a orillas del lago Coquivacoa, cuando la gente disfrutaba de una tranquilidad
envidiable y conocí yo a Alfonso, un individuo tranquilo y risueño, que no se
mortificaba por nada. Alternaba su trabajo en la universidad con el disfrute de
sus amigos cerveceros con quienes podía pasar horas hablando de béisbol y de
política, o cantando. Alfonso conocía el repertorio de todas las “rockolas” en
casi todas las taguaras de la ciudad.
En su casa tenía una guitarra española la cual, en las noches de inspiración
rasgueaba sin gran virtuosismo, “con
cuatro palos” decía él, pero con suficiente talento como para acompañar las
canciones más desgarradoras de Julio Jaramillo o los mejores tangos de Carlitos
Gardel. Este gusto de Alfonso por la música porteña fue crucial en la amistad
entrañable que nació entre él y Amable, el veterano fotógrafo de su sitio de
trabajo, quien había aprendido su arte en una nación austral. Eso decía él
mezclando el lunfardo con ocurrentes maracuchismos. Alfonso era “gaitero”. Esto
quiere decir que cantaba como solista o charrasqueaba el cuatro, todos los fines
de semana desde mediados de octubre hasta el día de la Candelaria en febrero
cuando los gaiteros “colgaban los furros”. Todos estos detalles pintorescos
destacaban en él su condición de ser un verdadero zuliano de su tiempo.
Cuando culminaba su jornada de trabajo, Alfonso siempre
tenía una excusa para “rematar el día” en alguna taguara. La necesidad de “refrescarse” bebiendo cerveza helada,
siempre fue una consecuencia directa de los cuarenta grados a la sombra que han
caracterizado el húmedo clima de nuestra ciudad lacustre. Por eso, en los rituales
de “ingesta lupulesca” siempre juegan un papel primordial las taguaras. Vos podías llamarlas “botiquincitos”, “barcitos”,
“chocitas” o hasta podían ser casas de familia, ubicadas en cualquier rincón de
la ciudad, autorizados para el expendio de licores, eran esas las taguaras donde se vendía cerveza helada,
que tenía que estar como “culoefoca”; detalle este que es crucial para poder clasificar
y calificar el sitio. Cada taguara
era sui generis y cumplía una importante función, básica en el desarrollo de
las relaciones interpersonales en la región del país que circunvala el lago de
Coquivacoa.
Existía una especie de listado matemático sobre las
mejores taguaras que se clasificaban
por los grados centígrados que tenía el líquido ambarino en las botellitas de
cerveza Zulia, Regional, o Polar. El límite crítico, estaba cercano al punto de
congelación sin llegar nunca a transformarse en “cepillao”, denominación del
popular refresco de hielo granizado y jarabes de colores. “Es necesario lavarse
las coronarias”, era una de las frases preferidas de Alfonso quien insistía
haberla oído de boca de su jefe, y Amable, el fotógrafo, estaba “siempre listo”,
como un “boy-scout” decía él, dispuesto a secundar cualquier “taguarazo”. En
ocasiones les acompañaba Vitico un “office boy” amigo, quien insistía en que “quien
no bebe el lunes, no quiere a su madre”. Luego iba buscando justificativos para
los días de la semana, el jueves era “deportivo”, el viernes “social”, el
sábado podía tornarse en “sexual” según Vitico y el domingo usualmente era “de
arrepentimiento”.
En ocasiones, los amigos “atracaban” en algunas taguaritas y lo expresaban así, cual si
estuviesen navegando, para “escorar” hasta “La Mariposa”, o a “La Montañita”, o
irse “barloventeando” hasta “El Rincón Llanero”, para “echar el ancla” en cualquier
otra taguarita de las buenas. “A que Sarita”, era
una taguara donde la cerveza era
preferentemente Regional y se servía acompañada con
pastelitos rellenos de queso con aire a discreción y papa machucada. Algunas veces la cerveza
alternaba con algún quesito de mano llamado
“Cebú”. En el barrio “Primero de mayo” estaba “A que Rosa”, una taguara donde más allá del mostrador y
pasando un túnel de cajas de cerveza, el pasillo se abría en un “solar” inmenso
sombreado por matas de mangos y nísperos. En ocasiones colocaban dos o tres
mesas en el “tierrero” para “echar unas partidas de dominó” y hasta se podía
apostar jugando “bolas criollas” en el terreno “de atrás”, donde una flecha
negra señalaba “el urinario”.
Cuando los viernes salían temprano del trabajo, Alfonso y
Amable en su singladura habitual, se daban una vuelta por el bar “La Loca”, una
taguara ubicada en diagonal a una de
las tapias laterales del Manicomio, donde el guajiro Luis servía las cervezas con
las botellas incrustadas en trozos de hielo. El deporte favorito de los
usuarios de aquella taguara era llenar
las mesas “hasta el tronco” de botellitas vacías para luego irlas pasando a las
cajas de plástico, contar, pagar y volver a comenzar. Algunos viernes, los amigos
se reunían en “La esquina del tango” que era una taguara vecina a “la calle de las hamacas” también conocida como “la
Falcón”, y donde la rockola tenía un buen repertorio del “morocho del Abasto”. En
la pared detrás de la barra, se veían varias fotografías de Gardel enmarcadas y
protegidas por vidrio de los “miaos” de cucarachas y cagadas de moscas, donde se
veía la figura de “el zorzal” en tono sepia. Algunos parroquianos insistían en
que las fotos habían sido tomadas en Medellín horas antes de la tragedia aérea.
A nadie le constaba…
La taguara de
Arquímedes, después ascendió a Bar y sé que todavía existe como un restaurante “de
medio pelo”. Estaba ubicada frente al “monumento al choque”, en medio de una
plazoleta llena de chamizos, basura y latas de cerveza donde había un auto
destrozado por efectos del alcohol y de la velocidad y lucía retorcido encima
de un pedestal de concreto. Arquímedes, quien a pesar de lucir ese nombre griego
que sonaba a maracucho autóctono, pues no. Era un andino bonachón de rasgos indianos
quien se peinaba “de a patrás” su pelo
flechúo, aparentemente con gomina pero él decía usar “Glostora con Rubina para un
peinado que fascina”. La rockola de Arquímedes era especial: tenía a Estelita
del Llano, a Mario Suárez y a Lila Morillo, y para el despecho contaba con unos
45 de Lucho Bowes y de Jaramillo que se complementaban con Daniel Santos y Toña
la Negra. Evidentemente, quien no podría jamás faltar, era “el bolerista de
América,” Felipe Pirela.
Maracaibo 7 de
julio del año 2017
Extraído con las modificaciones necesarias, de la novela “Ratones
desnudos” (2011)
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