“Yo quiero patólogos…”
Con este título, insisto en mis deseos de hace casi
30 años, y aunque ya desde 1998 estoy jubilado de la docencia, sigo sintiéndome
maestro de mis numerosos discípulos para quienes les repito, como quisiera
verlos ejercer.
”Yo quiero patólogos que todo lo indaguen, que entiendan de historia, que
aprecien la música… Yo quiero patólogos que todo lo sepan, que sientan el soplo
de la poesía, que escuchen a Mozart, a Bach y a Ilan Chester, que todos los
días cuando lean la prensa les duela la patria… Que al diagnosticar un tumor
muy malo, de esos que no saca cualquier cacha e palo, tengan siempre en mente
que ustedes trabajan para ese paciente, sin falsos alardes, sin echonerías,
estudiando mucho, con tanto tesón y tal gallardía que en todos sus actos se
irradie alegría.
Patólogos quiero que bien se conozcan nuestra geografía y la idiosincrasia
de nuestras regiones, que capten del hombre común de esta tierra de gracia sus
entonaciones. Yo quiero patólogos que sepan de beisbol y literatura, que tengan
buen juicio haciendo el diagnóstico diferencial entre Omar Vizquel y Luis
Aparicio, que capten como un testarazo de Hugo Sánchez es una cosa tan hermosa
como una salpingitis ístmica nodosa y que si han de enfrentarse con un tumor
que es grado III, lo sepan precisar como si fuese una canasta triple del mago
Sheppard, ves?
Quisiera patólogos que se entusiasmasen y se llenasen de emoción al ver
publicados los resultados de sus trabajos de investigación, que les guste
Chaplin, Agua Santa y la Bassinger catira y que disfruten por igual de una
película de Bertolucci que de un filme de Kurosawa Akira; que consideren de los
escritos de Santa Teresa, su mística grandeza, de van Gogh el colorido de su
cielo arlesiano con todo y el dolor de sus retorcidas encinas y castaños, y que
de Héctor Battifora sepan reconocer los ocres tonos de la diaminobencidina; que
sean unos propios expertos en dar buenos diagnósticos, que sepan de estrategia,
de terapéutica y un poco de logística para que semanalmente discutan y relean
la columna de Alexis Márquez sobre nuestra lingüística.
Quisiera patólogos que se encanten repasando los textos de Asturias, Lezama
Lima y Alejo Carpentier, que no solo disfruten a rabiar con el Robbins y el
Anderson y el Enzinger y Weiss, que gocen por igual con Carlos Fuentes o con el
Gabo García Márquez y que también, pues claro está, se lean el Baltzakis, y de
memoria, bien caletreadita se aprendan la Santa Biblia de Juancito Rosai.
Confío en que logren entender la austera prosa de la doctora Dallembach, ojalá
que en el Delta, vean sonriendo el reflejo de las casi setecientas palmeras que
plantó José Balza y que tras sus largas medianoches de vídeo, reconozcan al
mago de la cara de vidrio que creó Eduardo Liendo. Que sientan palpitar la
inmensidad infinita del Unare tal y como la viviera Armas Alfonso, y les
alcance el tiempo para tener el goce de releer a Uslar y al maestro Gallegos, volver sobre Canaima y
Doña Bárbara, una por una, y así también quisiera que tuviesen la suerte de
disfrutar de la amistad sincera de nuestro hermano mexicano Mario Armando Luna,
que conozcan a Ayala y a Nelson Ordoñez, al singular Carlos Bedrossian y a
varios de nuestros famosos vecinos colombianos como Carlos Restrepo, a Salazar
y a Pelayo Correa, y que sepan que de los patólogos latinoamericanos, el chivo,
o sea, el gran gallo, sigue siendo y será el gran maestro Don Ruy Pérez Tamayo.
Yo quisiera tener muchos patólogos cantantes, pero no de esos que solo lo
hacen en sus regaderas, no, yo digo de los que pegan lecos con emoción sincera
y a quienes siempre les sale su coro como un eco; patólogos que hagan vibrar un
aria igual que una ranchera, o un suave valsecito peruano, que disfruten tanto
de un cuatro o una bandola como del escuchar un concierto de viola y que gocen
con un pasaje o un joropo, o una gaita de cualquier buen zuliano, y claro está,
también de un buen polo coriano; que igual les guste el teatro de Breth que el
de Ibsen o el de Cabrujas el brillante maestro, que se vuelvan expertos en la
llamada salsa erótica, hasta que aprendan tanto como el doctor Mujica, el
nuestro, a percibir los encantos de la ópera.
Quisiera ver a los patólogos diciendo lo que sienten, gritando lo que
quieren, que sean contestatarios, luchadores sociales, no quiero verlos
encerrados en los sótanos de los hospitales; que entiendan que el secreto de la
felicidad estriba en querer con pasión su trabajo y decir todo el tiempo la
verdad; que limen las aristas, que pulan asperezas... Que perciban y conozcan
de frente las luchas, los pesares y las grandes desdichas de nuestros inocentes
y sufridos ciudadanos y que por ellos batallen sin desgano, les ofrezcan su
mano para modificar tantos entuertos como se ven en el entorno nuestro... Hay
un detalle en el que quiero insistir: al patólogo, nunca le estará permitido
mentir. Debe ser vertical y sin dobleces, sin verdades a medias, sin mentiras
piadosas, sin titubear ni pensarlo dos veces si es necesario reconsiderar una
opinión juiciosa...
Estos son
retazos: el discurso de clausura de la SVAP
del año 1991 ya estuvo publicado en este blog el 5 de diciembre de 2013
Maracaibo, 24 de marzo 2018
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