Amores
de manicomio
Corría el año
1959 cuando el doctor José Asunción Carloni comenzó a trabajar como
médico–interno en el Manicomio de la ciudad de fuego. En esa época tenía tan
solo 24 años y para él, tener que lidiar con dementes era una novedad. Ágatha
Gallegos era en aquel entonces una esbelta y juncal jovencita de 22 años. Su
tez era tan blanca que parecía translúcida, de rubia cabellera y con una mirada
de un color ultramarino, a veces claro e indefinido. Un año antes había
sustituido a una tía abuela en sus obligaciones como auxiliar en el Manicomio y
era muy querida por el personal de enfermería, por las auxiliares y por algunas
monjitas que todavía laboraban en el hospital.
Ágatha estudiaba
en las noches y estaba gestionando su ingreso en la Escuela de Enfermeras con
la ilusión de ser una mujer como “la dama de la lámpara”, su admirada e
idealizada Florencia Nightingale, de quién años atrás había tenido la
oportunidad de leer una biografía. Cheo Carloni–Corso habría de recordar toda
su vida la primera vez que se encontró con Ágatha Gallegos. Al verla sintió que
las piernas se le llenaban de espuma helada y las rodillas se le derretían cual
barras de mantequilla al fuego. Ante ella, su corazón se le desbocó dentro del
pecho como un potro salvaje al galope tendido. Ese día había llovido
torrencialmente y el denso y asfixiante calor húmedo transformaba el ambiente de la consulta en
una caldera. En la tarde, al concluir su
labor, el médico abandonó aquel sofoco y abrió las puertas para respirar aire
puro. Emergió hacia un patio central rodeado de nardos por lo que al sentirse
envuelto en el vaho perfumado de las pequeñas flores blancas, a su mente llegó
con los recuerdos el aroma de las coronas del entierro de su padre.
En esto estaba
cuando súbitamente la divisó, de pie, en el centro de uno de los patios
enladrillados del Manicomio, reflejada en los charcos de agua que tachonaban el
piso de mosaicos pintados con arabescos negros y amarillos. Allí estaba ella,
aureolada por la reverberación vespertina del sol de los venados que ya
naranjeaba por todo lo alto el reborde de las tejas, y destacaba su grácil
figura creando una extraña luminiscencia casi extraterrena con una corona de
reina nacida de los reflejos y destellos del sol en su dorada cabellera. Ágatha
lo miró fijamente y de sus manos se deslizaron hasta el suelo un par de sábanas
que llevaba a guardar y así transcurrieron eternos segundos hasta que ella se
percató de que la lencería estaba a sus pies ensopada de agua y que ante ella
estaba el joven aquel, que la miraba fijamente y boquiabierto, envuelto en su
inmaculada bata blanca.
Texto (con mínimas modificaciones )
del Capitulo 21 (Amores de manicomio) de mi novela “Ratones desnudos”. Edit: elotroo@elmismo, Mérida, Ven 2011.
Maracaibo 29 de marzo 2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario