Nostalgia de primos y tinitus
No es mi deseo de hablar hoy del tango homónimo de
Gardel. Buscaba la palabra que reflejase el asedio de mi conciencia por
variados pensamientos en una noche cualquiera entre el zumbido permanente de mi
tinitus, cual si estuviese bajo un inmenso baobab de los de El Principito, pero
cuajado de chicharras, las cigarras, o en guaraní las ñakyras, que
chirrían, con sonoridad brillante… Recordé entonces que hace unos años, cuando
viajaba con cierta frecuencia a la capital me encontré en el aeropuerto, a la
espera del avión, con un primo que hacía varios años no veía. Luís Ángel estaba
acompañado por un amigo, le calculé más de un metro ochenta y pensé que era más
joven que nosotros. Me recordaba a alguien pero no habiendo sido presentado, no
le pregunté su nombre. Supongo que mi primo creería también era mi amigo.
Entramos al avión y ellos se quedaron en los primeros puestos, yo fui destinado
a más atrás del medio y estando allí, confieso que me vino a la mente una
imagen del libro de Herrera Luque “La casa del pez que escupe el agua”,
desagradable para el momento, pues se refiere a observar a la muerte entrando
en un avión que se ha de estrellar en el mar… Mi mal pensamiento (aún no
habíamos levantado vuelo) fue cortado por un aviso de una aeromoza, solicitando
la presencia del señor Ricardo Leonardi a quien le tenían que entregar un libro.
Entonces vi al amigo de mi primo, ponerse de pie y supe quién era. El espigado
“batuta” de la “banda de guerra” de mi colegio. Tradición vistosa de tiempos
idos cuando los colegios competían con tambores y trompetas (yo había sido
tamborilero) y eran liderados por quien adelante llevaba la batuta que podía
arrojarla al aire y capturarla sin fallar. Quise saludarlo, pero no pude, se
iniciaba el vuelo, y esperé hasta que llegáramos sanos y salvos a Maiquetía. A
la salida los perdí en el barullo del aeropuerto. No los he vuelto a ver, pero
estos pensamientos me llevaron hasta un tío de Ricardo, un doctor, cirujano de
Maracaibo, de quien quisiera complaciendo a mi amigo Gustavo, comentar algunas vivencias
que esa noche llegaron, también a la carga, asediando los muros de mi mente y
despertando mis neuronas del recuerdo.
José Domingo Leonardi Carrillo (1906-1980) trujillano, hijo de José María
Leonardi Villasmil y doña Rosalía Carrillo Heredia. Doctor en Ciencias Médicas
en 1928, ejerció parte de su carrera en Maracaibo, en el Hospital de Maracaibo
de 1929 a 1935; Jefe de Servicio del Hospital Urquinaona de Maracaibo
1930-1935. Jefe del Servicio de Cirugía del Hospital Chiquinquirá de Maracaibo
de 1934 a 1943. Jefe de Cirugía del Hospital Quirúrgico de Maracaibo,
1943-1958; Médico militar (Mayor) de la guarnición de Maracaibo 1931-1958.
Médico del Cuerpo de Bomberos de Maracaibo. Miembro Correspondiente Nacional de
la Academia de Medicina por el Estado Zulia el 2 de julio de 1953. Individuo de
Número de la Academia Nacional de Medicina, Sillón XXVIII, el 24 de octubre de
1968. Desde muy niño escuché a mi padre hablar del personaje, sabíamos que el
doctor Leonardi era un médico que vivía en una mansión en un cerro que tenía
vista al lago, una que fue remplazada por edificaciones de un Banco y luego,
como sucede en estos tiempos, ocupado por lo que llaman el palacio de justicia,
de injusticia para muchos, desde donde se puede descender hasta la avenida El
Milagro para caer donde hubo una hermosa casa de varios pisos que fue ocupada
como cuartel por la Guardia Nacional y hoy ya ha desaparecido, como sucede en
estos tiempos, repito. Mi padre era muy amigo del hermano menor del doctor José
Domingo, don Régulo Delfín Leonardi, padre de una familia de hermosas hijas, y
de Ricardo (el de la batuta) y sus hermanos. Todos sabían en Maracaibo que el
doctor Leonardi montaba a caballo y que solía salir muy temprano por la ciudad
y se acercaba al trote hasta sus sitios de trabajo. Temblaban las enfermeras al
pensar en dormirse y verlo aparecer en la madrugada revisando el cumplimiento
del deber del personal del hospital Quirúrgico. El recuerdo de su esposa, la señora
McConnell y de su hijo TimoLeón me llevó de nuevo a otro relato de mi padre, sobre
un suceso acaecido en un viaje de la familia Leonardi a la Argentina cuando
unos perros asustaron al chico y uno de los presentes le gritó: “¡Ché, parate y decíle a los perros que vos te
shllamás Timoleón!
Otro recuerdo que arribó a mi mente sobre el doctor Leonardi tuvo que ver
con su sitio de trabajo. Yo de niño lo veía como un edificio de varios pisos,
de color mostaza, y situado en lo que creo era la calle Obispo Lazo. Antes
quedaría detrás del edificio del Consejo Municipal, ahora de la Alcaldía de la
ciudad de Maracaibo. Más allá estaría, digo al cálculo, o sea en un más o
menos, creo puedo situar al Salón Violeta que era la barbería donde nos cortaba
el pelo, a mis hermanos y a mí, el barbero Belarmino Guerra, y una cuadra más
allá estaba el Colegio de El Pilar donde estudiamos el kínder Fernando, mi
hermano mayor y yo, antes de pasar ya al primer grado de primaria en un colegio
que no estaba en el centro, sino en la avenida las Delicias. El “Gonzaga” de
los padres jesuitas. Tendría la oportunidad de visitar al doctor Leonardi en su
consulta, me llevó en una ocasión mi madre por una lesión eczematosa de la piel
(ahora le dirían dermatitis atópica) que por suerte curó con una pomada, pero descubrí
que nuestro personaje tenía su consultorio en el mismo edificio de mi doctor “de
la garganta” ( el otorrinolaringólogo), por culpa de quien seguramente nos
habían “sacado las agallas” a mi hermano mayor y a mí. El doctor Oropeza era
frecuentemente visitado por las faringitis, en una época cuando ya se había
vencido la Difteria, pero donde había muchos males menores de la rinofaringe,
por lo que de la consulta del doctor
Oropeza, salíamos siempre con recetas de tocamientos de Solunovar y yo con unos
granulados de “maleato de cloroprofenpiridamida” que ahora intuyo eran para
aplacar la rinitis alérgica. En el hotel Guadalupe de La Puerta el año 1950,
tendría yo 10 años cuando conocí a las hijas del doctor Oropeza, unos años
menor que yo era la mayor, Altagracia quien años más tarde se casaría con
Orlando Arrieta. Ya cuando él era mi colega, y además en una temporada en los
inicios de la década de los 70, seríamos casi vecinos viviendo en Maracaibo en
la misma calle que desembocaba hacia la Plaza del Indio Mara donde estaba “El
Palladium”, sitio donde asistíamos para escuchar al conjunto “Santanita” con la
reina de la gaita Gladys Vera y Astolfo Romero quienes cantaban inolvidablemente
en las noches decembrinas, pero regreso a el tema que nos ocupa…
Cuando mi hermano mayor decidió, sin aviso previo, que estudiaría Medicina
yo estaba finalizando mi vida de estudiante de bachillerato en el Gonzaga y
pasaría al Liceo Baralt, y aunque compartíamos el cuarto y los numerosos libros,
igualmente fui sorprendido por su decisión, como toda la familia. ¡Medicina! Curiosamente,
al salir del Liceo también yo me decidiría por estudiar Medicina en la
Universidad del Zulia. En aquellos días, me operaría de apendicitis el doctor
Amado, y que era esa una época cuando las cosas se sucedían apresuradamente, estábamos
tan solo a varios meses antes de la caída del régimen del general Marcos
Evangelista Pérez Jiménez. Recordé algunas cosas interesantes sobre los cambios
producidos en el profesorado al salir de la dictadura, y de cómo éramos los
estudiantes… Bajo el chirrido de mis chicharras “tiníticas” quise analizar otras
cosas en la búsqueda de antecedente de aquellas nuestras curiosas derivaciones
médicas, que proseguirían su curso en nuestro primo-hermano Ernesto quien era
por demás nuestro vecino y compañero de travesuras desde niño. No tuve que
darle muchas vueltas a la cabeza, existían demasiadas evidencias para creer en
las sencillas coincidencias. Esta perorata, ya demasiado larga ha de concluir hablándoles
de otro Ricardo, no el elegante batutero del Gonzaga, sino mi primo, el hermano
mayor de Ernesto García McGregor. Rico, había estudiado varios años Medicina en
la Universidad Javeriana del hermano país y al abandonar sus estudios y
regresar a su ciudad natal, se había traído un cargamento de libros, y de
huesos humanos… Nosotros vivíamos en “Los Arrayanes” y la casa de mis primos
era “La Alquería”, nos separaba tan solo una estrecha calle de uso común que
comunicaba a BellaVista con SantaRita. Me perdonan lo localista del cuento,
pero todavía existe, se mantiene en pie, detrás de una agencia de autos, lo que
quedó de “La Alquería”. Esto lo digo para recordar que no es un sueño, aunque
todas estas cosas se sucedieron cuando éramos unos adolescentes. Aprendimos
muchas cosas sobre la medicina mirando reiteradamente los libros de mi primo
Ricardo hasta olvidarnos del “Consejero Médico del Hogar” que era el único gran
libro de la casa, lleno de enseñanzas sobre higiene y consejos de salud.
Llegaríamos a reconocer de memoria las láminas en colores de las más variadas
patologías y a familiarizarnos con personajes como Gregorio Marañón, Testut
Latarjet, y E.Forgue. Siento que allí fue la inoculación primaria. Sobre el
tema de los huesos, que eran numerosos, varios cráneos y muchos huesos largos
hermosamente barnizados, y de lo que a la postre sucedería con ellos, es otra
historia y resultaría muy larga para poder contarla ahora, quizás en otra
oportunidad, y así, al darme media vuelta en la cama, al final, las chicharras
se fueron aplacando hasta silenciarse por efecto de las olas en las oscuras
playas de los Oniros, bajo el manto de Morfeo.
Maracaibo 5 de julio del 2017
2 comentarios:
Cómo alegrarme de tu tinitus por mucho que gracias a él te desvelas y te permiten compartir recuerdos entretenidos. Salud y ssludos
Que maravilla vale. Como podriamos los que hibimos una vida aburrida ser capaces de escribir semejantes maravillas !!!!!!
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