viernes, 15 de mayo de 2020

Viena, 1873


Viena, 1973.

De pie ante la gigantesca estatua de María Teresa rodeada por sus cancilleres y frente a los dos grandes edificios de arquitectura clásica, él no duda un instante. Se había sentado un instante para descansar admirando el edificio tras una fuente, pero se pone de pie, decidido para dirigirse al Museo de Arte. Allí habrá de perder la noción de su tiempo, hasta finalizar el día. Fran Hals, Vermer, van der Hoogh y van Ostade le hablarán de viejas figuras conocidas para él a través del recuerdo de unos hermosos calendarios de casas comerciales holandesas; ellos se los regalaban a su padre en las navidades y él se las llevaba, y las guardaba para atesorarlas, soñando... 

Él irá dejándose transportar hacia atrás en el tiempo, e iniciaría por van der Goes, van der Vayden, van Eyck y especialmente al llegar hasta él, por Pieter Brughel, el viejo, aquel, el mismo que pintaba como el gran Hyeronimus… Él retrocede y… ¡Ahora sí! Se ha introducido en ese mundo apasionante, se ha sumergido en el aura ambarina de finales del medioevo que excita su imaginación desde niño. Un corredor envuelve su figura en una bruma como miel que luego percibe amostazada, y así, él desaparece. Se ha margullido en el aire denso de un patio interior flamenco, con mosaicos de cuadros, allí está, ante un portalón, paso a paso, seguramente en los Países Bajos… ¿Tal vez en Flandes? 

Deben ser los albores del Renacimiento, ahora él huele y es incienso lo que percibe en el ambiente. ¿Tal vez por la Reforma? ¿O la Contrarreforma? Todo se agolpa en una misma vivencia y van las pinturas, como en una película, desfilando ante él, y él abre mucho sus ojos; le asombran las expresiones de los mendigos, le interesan las caras de los campesinos, las risas de los aldeanos y llega a escucharlas con claridad, quizás se ríen de él, puede oír a las emocionadas mujeres y está aquel del jubón en banderola, y el de las calzas de cuero, y el de la bragueta con rayas verdes y un sombrero de fieltro que luce una pluma de ganso y con atención, él nota que están tristes unos ancianos y como chillan los niños…

Especialmente los niños… Sí, hay muchos niños que corretean jugando, haciendo travesuras, unos van patinando en el hielo, nota las aguas heladas de una laguna, y puede ver también a los niños inocentes, son arrancados de los brazos de sus madres, ellas están llorando desconsoladas, vigila la escena la magra y negra figura del de Alba. Hay un sinfín de pordioseros, muchos lisiados, va a los ciegos cayendo en el arroyuelo hacia donde los arrastró el mendigo guía, pero al final todos se ríen de él, se acercan y le rodean, y quieren conversarle de cosas, pero él se aleja caminando, lentamente, más allá, en otro ambiente… Después de Lucas Cranach se detiene. Está ante las pinturas de Gerónimus, de Hyeronimus van Aken.

Hyeronimus Bosch, el Bosco de los españoles, el gran maestro, ¿un precursor del surrealismo?, el misterioso fantaseador del Bois le Duc, y algo le obliga a sobrevolar por el largo, casi infinito pasillo, un corredor, y él vuela, tal vez sea su imaginación pero flota, va entre gárgolas y demonios lucífugos, y así revoloteando se ve muy alto, sobre El Escorial, y desciende ahora, con suavidad, aletea… Sobre un sillón de cuero allí lo detecta, está sentado, vestido de negro, reconoce la figura prognática del hijo del emperador Carlos, es él, Felipe II quien se voltea, parsimoniosamente y le guiña un ojo, uno de sus ojillos brillantes, reluce una chispa entre sus párpados legañosos… 

Contradictorio… Él lo dice para sí, como si quisiera aceptar la realidad plena de estar viviendo en pleno siglo XX, al comienzo de la década de los setenta, y saber que se encuentra en Viena, sin entender por qué se le transforma todo en un revolotear de figuras de la mal llamada Madre Patria. ¿Por qué de España? Él cuestiona sus propias lucubraciones... ¡Una torpeza! Aquel país de los viajeros que poblaron Las Indias padece una horrenda y prolongada dictadura, tras una cruenta guerra civil, tan solo la voz del Caudillo manda, lo decide todo, como si pudiera nuevamente zarpar la Invencible Armada… Sangrienta dictadura, seguramente serían épocas crueles, la humanidad era entonces despiadada, pero, ¿y ahora?... 

La España ultramarina, la de aquel imperio que abarcaba el mundo conocido, ya no era la de otrora, y él no logra entender por qué esas evocaciones trágicas, tal vez será, por su condición de iberoamericano, ¿en Viena? Él lo piensa. ¿Mezclar su vida criolla con lejanas y extrañas raíces hispánicas? Es bien raro el asunto, así lo cree. Sentir todo esto, por estos lares, aquí en Viena, ante las ruinas del imperio austrohúngaro... Años después alguien le aseguraría que su bisabuela paterna había estado casada con un oficial vienés, él ni idea tenía de ese hecho, pero al saberlo, al punto dirá, ¡nada que ver! Así sonriendo él le respondería, ipsofacto, y es que le dijo… ¡No creo yo en reencarnaciones, no mijito! Pero los valses suenan… 

Los valses suenan y es que la música lo acompañará constantemente, y él se irá de paseo. De turisteo, él dirá, y tomará un viaje en autobús, es un tour le informarán, por los bosques de Viena… ¡Que meguao! Así girando, irá sonando Strauss entre montañas llenas de pinos, y despertará al llegar a Mayerling. Después, al visitar el palacio de Schombrum, hallará un nuevo Versalles, más pequeño, pero lleno de historias, repleto con los cuentos sobre la emperatriz María Teresa y sus dieciséis hijas, las diligentes princesas que pintaban y bordaban y cantaban, en la medida que crecían, mientras cada una iba moldeando su real destino, de manera irreal, pero de una manera muy peculiar... 

Creyó entonces escuchar en el silencioso eco de los amplios salones del palacio, el clavicordio y vio al pequeñín Wolfang Amadeus niño de seis años, interpretando un concierto, y vio también la figura de su padre inclinado, atento a las manitos del niño… Quiso después imaginar al débil aguilucho, al hijo del pequeño gran corso, el retoño del emperador Bonaparte, preso en aquella jaula de oro; el hijo de Napoleón no volaría, jamás, no así su madre, antes de que el temido general muriese en el destierro, tal vez envenenado, ¿o fue por una úlcera?, ¿tal vez un cáncer gástrico? Pensó él de momento en la madre del débil aguilucho, quizá aún en plumones, y ella dando funciones, se desquitaría con creces de su omnipotente marido, escandalizaría a media Europa y estremecería a la corona imperial con su conducta…

Después, él la escucha, la percibe a ella y está llorando. La tuberculosis aniquilaría al pequeño vástago de Napoleón. Avanza él y se detiene ante la figura de Maximiliano. Recordará entonces el humo en la boca de los fusiles goyescos en Querétaro, frente al muro... Ha de finalizar el día visitando el castillo de Belvedere, y así habrá de completar su itinerario. Desde lo alto, Viena se le ofrece amplia, explayada en ocres y en chispas de naranja y oro, rodeada por el ring, bruñendo techos de pizarra, salpicando los rescoldos del Danubio con destellos de lapislázuli, sombras de un malaquita tenue entre las casas, y allí, desde su atalaya en los jardines de Belvedere, él creerá reconocer la torre aguda de la iglesia de San Esteban y su vista se perderá entre la bruma y el Danubio que riela como azogue... 

Entonces él pensará casi con envidia en Eugenio, el emperador que derrotó al ejército turco, y después se dirá que ya no es azul el río Danubio. Ciertamente. Más sin embargo, él permitirá que el embrujo de la vieja ciudad lo cobije y aunque algo confundido, él irá dejándose envolver en aquel atardecer de bronce y gualda mientras percibe que algo diferente existe para él en aquel viaje, algo que siente penetrándole hasta los tuétanos y en un instante, o por un rato, breve sí, logró olvidarse de quien era, de donde venía y hacia donde lo llevaba la vida...
Con sutiles cambios, el texto pertenece a mi novela “La Entropía Tropical (Maracaibo, Ediluz, 2003).
Maracaibo, viernes 15 de mayo, 2020

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