Tangos en “La Loca”
Las cajas de
plástico, azules y rojas, repletas de botellas vacías creaban una falsa pared.
El vibrante estridor de la rockola disimulaba el barullo de los hombres
rodeando las dos mesas. Los tiros nacían de las piedras. Cena tres. Tres cinco.
¡Cinco dos, no joda! Las botellitas ambarinas parecían multiplicarse unas al
lado de las otras e iban llenando las mesas. Algunas tintineaban en el piso de
cemento pulido. ¿Quién tiene la cochina? Cerraste los ojos y creíste escuchar
la aguja cuando rasgó la pasta negra del 45 arañándola y te quedaste esperando
escuchar a “Caslitos” balbucear… "Sus ojos se cerraron y el mundo sigue
andando"...
Vos
estáis en el bar “La Loca” rememorando los tiempos idos mientras atisbáis el
patio sombreado por las matas de mango y más allá, por encimita las podéis
divisar brillando a pleno sol, las tapias amarillas del manicomio… La pared amarilla ñema tenía una
franja ocre sobre el fracturado enlozado de cemento pulido. Brillaba reluciente
con el sol del mediodía y el ambiente hervía como un reverbero. Vos lo sabías.
A vos te constaba, que detrás de la pared estaban los orates, docenas, cientos
de ellos, un mollejero de locos. Algunos eran ya viejos locos, presos desde la
época cuando vos eras estudiante de Medicina, cuando los llegaste a conocer
bien... “Entonces tú tenías dieciocho
primaveras, yo veinte y el tesoro preciado de cantar”… Años de años, habían transcurrido. Más
tiempo que el siruyo, pero las tapias estaban allí todavía, infranqueables por
lo altas, las mismas paredes biliosas, para separar a los dementes de adentro
de los cuerdos de afuera. ¿Será a la visconversa? Así lo preguntabas vos. Encerrados ellos… ¿Y los demás? ¿Serán todos
los que están? O fueron los que estuvieron. ¿Cuantos habrían fenecido? Antes,
te constaba que no estaban allí todos los que eran. Sin duda alguna no son
todos los que están, eso decías, y entre los de afuera unos cuantos se quedarán
libres, no están todos los que son, y es que eran ¡tantos! O viceversa te
dijiste vos mismo, quizás para sentirte esclarecedor...
Muchos años atrás, y vos imaginaste estar en una
máquina del tiempo, allí estaban ya las mismas tapias amarillas, ya existía el
manicomio con sus calles de arena y el viento cálido soplaba nubes de polvo, y
todo aquello en las inmediaciones del matadero municipal, pues era debajo de una
zamurada donde se levantaba el edificio siniestro de los locos. En la vecindad
estaba el matadero sangriento, rodeado de zamuros que se elevaban desde sus
techos y parecían atisbar la matanza para esperar olisqueando el vaho de la sangre
o la carroña. Iban sobrevolando el vecindario, y se les veía formando hileras
sobre el borde de la cerca del manicomio. ¿Quizás los efluvios mortales de
alguien de allá adentro? Ahora, ante el incandescente resplandor de las tapias,
desde “La Loca”, vos estáis sentado ante una botella de cerveza helada y
escucháis en la rockola al Morocho que te susurra, “quise abrigarla y más pudo la muerte, como me duele y se ahonda la
herida” .
Vos recordarías que muchos años atrás, habías rodado
en el automóvil Chysler del año 48 por aquellas trillas de arena. Era tu padre
quien conducía y te llevaba a pasear con tus hermanitos. Salían hasta acercarse
al final de BellaVista y llegaban hasta el matadero. Desde allí, lentamente, irían
a dar una vuelta para oír a los locos. Ocurría casi siempre los sábados por la
tarde, casi anocheciendo y todos se miraban con temor adivinando escuchar los
alaridos de allá adentro. Era un ritual mágico, un juego, que servía para
estimular la imaginación y vos sabías que a tus hermanos les provocaba un
larvado terror. La costumbre era una diversión establecida por él desde joven,
un paseo que durante años él mismo había repetido, como galán marabino, desde
los inicios del siglo XX, ya trabajando en el comercio, en su pequeño auto
DeSoto, “la cucarachita plateada”, él sacaba a pasear a sus amigas e iban por
las tardes y en las noches de luna, a merodear por el manicomio tan solo para
oír los alaridos tras las tapias, y ellas aterrorizadas, o muertas de la risa,
abrazaban al galante protector y risueño mozo maracaibero, quien las protegía
con apasionadas caricias…”Cuantas
promesas galanas, tocaron graves campanas, en las floridas mañanas de mi dorada
ilusión”… ¿Creíste verte echando a rodar por el mundo tu afán de
glorias, y besos?…
Las cosas cambiaban con los tiempos... Los paseos de
tu padre alrededor del manicomio te provocaban emociones, y seguramente era una
increible aventura en aquellos tiempos del tranvía de mulas, cuando el
psiquiátrico era una prisión rodeada de arena por todas partes en el vecindario
de un matadero municipal, con zamuros salpicando el cielo y algún buchón, o
unas gaviotas desperdigadas, que se acercaban desde el vecino muelle en la
placita que antes o después, había sido la “del buen maestro”. Era allí donde se
detenían para ver las aguas del lago chapoteando, y los buchones que se
lanzaban en picada, era allí, en el mismo sitio donde tu padre les relataría
como una vez había llegado en un hidroavión “El Águila Solitaria”. ¡Eran
recuerdos olvidados! Más perdidos que el hijo el Águila misma. Fundidos ya por
el calor y el sol, en la maraña de las neuronas de algunos habitantes de la
ciudad de las palmas y del lago... Ahora, desde el Bar “La Loca”, vos continuabas
sentado ante otra cerveza como culoefoca y recordabas aquellas cosas del pasado
cuando la voz de El Zorzal te reubicó: “…Sueño
con el pásado que añoro, el tiempo viejo que hoy lloro y que nunca volverá”.
Maracaibo,
9 de mayo del año 2017
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