jueves, 11 de octubre de 2018

R U Y




R U Y

Conocí a Ruy Pérez Tamayo en Buenos Aires. En el Congreso Latinoamericano de Patología en noviembre del año 1969. Para ese entonces, yo casi ni conocía a los anatomopatólogos venezolanos. Estaba circunscrito a los escasos colegas de mi ciudad natal. Hacía poco tiempo había regresado a mi tierra después de pasar cuatro largos años estudiando en el norte, y casualmente allá había tenido la oportunidad de conocer a varios patólogos de Caracas, pero no más; así que, ¿de dónde iba yo a conocer a patólogos latinoamericanos? Pero cualquiera, aquí, allá y en todas partes, había tenido que haber escuchado algo sobre Ruy Pérez Tamayo. Ahora, hace ya tantos años de eso, que no puedo recordar donde ni donde fue la primera vez que oí hablar del famoso cuate. Su nombre sonaba ya, disparado hacia arriba desde el suelo de la nación azteca, y eso me atraía como a un mosquito con alas ante bombillo de cien. Por lo de Tamayo, para mí era como tener un antepasado famoso, no sé, pero sin conocerle me había dado por sentirlo como un familiar; él había escrito un libro sobre la patología del sistema inmune y yo lo había hojeado acercándome a conceptos novedosos, totalmente desconocidos para mí. Por todas aquellas cosas, yo sentía una reverente mezcla de curiosidad y admiración por mi desconocido colega mexicano. 

Estaba en un salón semicircular semioscurecido con tonos azules y violáceos, en la penumbra de la proyección, y yo pendiente, había estado esperando su turno, pues venía en el programa después de un conferencista que disertaba sobre quien sabe qué cosa, en un hemiciclo oscuro, allí en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, y un momento después escuché su nombre, y vi como él se ponía de pie, en la primera fila. Paso a paso avanzó hasta el podio. Era él. El tipo se me antojó gardeliano, no sé por qué, tal vez por su peinado hacia atrás y el brillo de su cabello pegado al cráneo como si usara gomina. Los lentes redondos le daban un aire intelectual, especie de niño prodigio de nariz perfilada. El traje de un azul marino intenso lo hacía lucir sobrio. En las sombras de aquel inmenso salón, resplandecía con la luz que iluminaba sus hojas manuscritas. ¡Conque ese es el hombre! Esto me dije casi incrédulo. Comenzó a hablar sobre el colágeno, y él le decía, la colágena, sobre moléculas y otras cosas poco usuales para el lenguaje común de los patólogos. Sus palabras fluían como un torrente. Entonces me dije, lo he conocido, ¡al fin! 

Estaba yo viviendo ese instante en un mundo totalmente desconocido para mí. Lo había descubierto tan solo un par de días antes y era todo tan diferente a los dos mundos que yo había conocido antes. ¿Cómo compararlo con mi tierra caliente o con el norte helado? Aquella tierra austral, la Argentina, me tenía anonadado. Me parecía increíble con sus jugosos asados, el vino como el agua, los postres rebosando cremas, las minas de minúsculas minifaldas, las plazas y jardines, las fuentes, los árboles que comenzaban a florear en septiembre, los niños con guardapolvos, los tangos de siempre y para mí, ¿por qué no decirlo?, para mí también el recuerdo de la sin par Evita, en mi casa y a través de mi madre había conocido de las andanzas de la presidenta de los descamisados… ¡Perón Perón! Sorprendentemente, para mí, Perón era un ser odiado por la mayoría, por casi todos los patólogos, ¿qué podía saber yo? Yo era tan solo un neófito en política, pero... ¡Oh sorpresa! El morocho del Abasto también era despreciado por los patólogos. ¡Asombro de nuevo! Para mí, un fanático de Gardel a través de sus tangos y milongas, precisados en todas las rockolas cuando estudiaba Medicina, música, cervezas y el lunfardo arrabalero, ¡ahora in vivo!, y me resultaba una desagradable sorpresa enterarme de que el zorzal, ¡era abominado por los patólogos argentinos! ¡Era algo increíble! Pero, ¡carrizo! Me decía, ¿será que les parece chabacano el lunfardo?, mas yo recordaba haber leído algo en aquel argot en unos cuentos del escritor Jorge Luis Borges… ¿O era un cuento de Cortázar? Los patólogos maracuchos, éramos unos pocos, y nos mirábamos entre nosotros sin comprender nada. ¿Cómo es este lío? ¿Por qué los patólogos argentinos rechazan todas aquellas cosas que para nosotros eran parte importante de la Argentina?

Yo en mi bolsillo traía escondida otra Argentina. De eso a nadie le hablaba, era casi subconsciente. Guardaba vivencias lejanas, de mis lecturas infantiles, páginas del Billiken, composiciones sobre Sarmiento y Rivadavia, libros, revistas, más libros, yo conocía una Argentina de pampas y de lagos llenos de pinos, a través de los libros, sabía de la Patagonia inmensa, de la macana y del gaucho Martin Fierro, la patria de Houssay el fisiólogo era también la de Hugo Wast el novelista romántico, la de Cortázar el genial exiliado y la de Borges el genio de la controversia, la de un dictador Flores y de un revolucionario Ernesto Guevara, y como para hacerle contrapeso un sinfín de imágenes cinematográficas, desde Luis Sandrini hasta la belleza de Libertad Lamarque y el brillo de su voz, ¡claro está!, el caminito floreado de trébol, y acaso también el tono chillón de Catita opacado por el rumor de las cuerdas de una guitarra o el quejido de un bandoneón, quizás bajo el farolito de una calle de arrabal amargo... En aquellos días de sorpresas y excitantes contrastes, conocí al patólogo mexicano más famoso del mundo, para mí, el paradigma de la investigación. Casi no lo volví a ver durante el Congreso. Eran un círculo exclusivo, de pibes y de cuates y de otros famosos anatomopatólogos latinoamericanos. Y me preguntaban con curiosidad… Decime che, los patólogos venezolanos, los de la patria de Simón Bolívar, ¿quiénes son?, ¿dónde están? Un exabrupto preguntarnos eso a nosotros, imberbes patólogos maracuchos, ¿cómo podíamos saber nosotros, los patólogos habitantes de la República del Zulia quienes eran los patólogos caraqueños?... Dos años después, Ruy aceptaría mi invitación, y dos veces en ese mismo año 1971, visitaría nuestra tierra del sol amada. En esa oportunidad ya sabía yo quienes éramos los patólogos de todo el país. Ese año me tocaría la suerte de entrar a formar parte de la directiva de nuestra Sociedad, la SVAP, pero eso no importa ahora. 

Cuando llegó a Maracaibo, Ruy era otro. Dejó el terno en Buenos Aires, dejó la gomina y los lentes redondos. Se había transformado en un tipo de guayabera blanca, con una barba que ya no se la quitaría nunca más. Era un nuevo chavo, simpático, agudo, no era un escuincle, ya parecía grande, con la sonrisa siempre en los labios, la mirada clara, ¡quihúbole!, el verbo incisivo, cáustico, no era abusado y resultaba osado y de avanzada en todas sus ideas. Llegó aglutinando entusiasmo y emociones, estimulándonos para echar adelante la investigación y la patología experimental por el camino de las dificultades. Este es el tipo, me dije, y con orgullo les repetí a mis colegas. Ese es el ejemplo a seguir, el modelo a imitar. Seamos patólogos integrales, ¡diagnosticadores, docentes, e investigadores! Vamos a atrevernos a construir la infraestructura para impulsar la investigación en la Anatomía Patológica venezolana. ¡Pos no se me sigan llenando el buche con piedritas, luego-luego lo veremos, el trecho es mucho muy largo, entre el elefante y la Echerichia-coli solo hay un paso, y no vayan a achicopalarse, no dejen que les ronquen los que creen ser la mera mamá de Tarzán envuelta en huevo! De esta arenga no quedó nada. ¿A poco no? ¿Pero nada nadita? A poco les quedaría el gaznate boludo. ¡Como si tragaran camote! Como el humo en el viento, se disipó el discurso y como al poeta Baralt hube de comprobar que bajo la luz fecunda que hace brillar nuestra tierra calcinada, ante los hechos que se sucederían sin que el destino pudiese torcerse, de mi tierra me vería obligado a zarpar, y pensé entonces como el bardo… “...en hora malahada y con la faz airada, me vio el lago nacer que te circunda”...

Texto extraído, con algunas modificaciones puntuales, de mi novela “La Entropía Tropical”, Ediluz, 2003.
Maracaibo 12 de octubre de 2018

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