miércoles, 15 de febrero de 2023

Una historia mesopotámica (1)


Quisiera tratar de iniciar un experimento en el blog:

¿Cómo será publicar todos los días –durante ocho (8) días, una historia sobre Mesopotamia?
La escribí inicialmente en mi adolescencia y está incorporada al texto de mi novela “La Entropía Tropical”, pero me da curiosidad de saber si acaso logrará despertar en los lectores del blog, la ilusión de seguirle el curso, día tras día… ¿Interesará a los lectores? Quizás acabe por fastidiarles, en cuyo caso, quiero confiar en que me lo comunicarán, sinceramente…
¡Aqui voy!
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Transcurría el año 605 antes de la era cristiana. Ya habíase cumplido un ciclo de más de veinticinco años de lucha para el gran Nabopolasar, rey de Babilonia, desde el momento mismo de la rebelión que lo llevara a tomar el poder por la fuerza y a destruir a los opresores de su pueblo, los malvados asirios. Desde entonces, levantándose de sus escombros, cada vez crecía más y se desarrollaba una hermosa ciudad enclavada entre los dos grandes ríos.

¡Oh Babilonia! Bajo el sol vertical e inclemente, parecía una ciudad de fuego, con tu puente sobre el Eufrates y tu doble muralla nuevamente en alto. El malvado Senaquerib cien años atrás la había desmoronado, y golpe a golpe reventaron las piedras hasta hacerlas polvo, cuando dio la orden de desviar el curso del Eufrates y te transformó en un pantano. Pero renacerías… ¡Oh Babilonia! Tu pueblo te venera mi señor, más nunca podrá olvidar como nuestros dioses en el templo fueron destruidos y el terrible momento cuando la inmensa mole del gran Marduck fue encadenada y llevada a rastras hasta Nínive. ¡Oh mi Señor Marduck! Rey de los cielos y de la tierra toda, maestro de equidad y justicia, el verdadero, mi Señor, Tú que gobiernas los demonios cuyo número incalculable solo tú conoces y solo tú eres capaz de controlar.

Años de batallar sin descanso, mi gran rey de la espesa barba y la rizada cabellera, mi soberano y señor quien ha ido aniquilando a todos aquellos que se opusieron a sus designios, a aquellos quienes no acataron su mandato. Señor del inmenso imperio, implacable eres; durante años, con tus huestes supiste esperar ante la plaza de Assur, hasta ver ríos de sangre emanando de centenares de miles de cuerpos muertos. Señor de la gran paciencia…

Yo me he acercado a ti, mi señor, con humildad, y me he atrevido a tomar la orla de tu manto, como si estuviese postrado ante el gran Marduck, ahora te suplico me escuches, porque una serpiente ha entrado en mi casa, y el pánico me embarga, y soy presa de un fatal presagio. Nuestra ciudad sagrada va a cubrirse de fuego, va a empaparse de sangre, y solo tú mi señor, solo tú entre tantos mortales puedes ayudarnos, porque solo tú puede acabar con los enemigos que todavía habitan en las tierras antes dominadas por los pérfidos asirios. Tú quien arrasó a Nínive, tú quien extiende su poderoso manto sobre los campos para que florezcan y fructifiquen, tú quien entre los dos ríos has hecho resurgir nuestra urbe y la has rodeado de colgantes jardines. ¡Oh feraz y hermosa Babilonia!

Brillen al sol lanzas, cascos y escudos, agítense al viento estandartes y banderolas y entre el polvo amarillo que se eleva hacia el cenit. Marchen las tropas del gran Nabopolasar rey de Babilonia. Galopen al frente las hordas de jinetes mercenarios, los carros de combate precedan la ya cansada infantería y hiendan el denso y cálido soplo de las desérticas regiones que circundan el reino de Judá sus afiladas lanzas y templadas espadas.

El ejército babilónico había venido luchando constantemente con el flanco maldito del sudeste. Eran hostilizados por aquellos hombrecillos de hirsutas barbas surgidos como alimañas entre los arbustos, bajo las piedras, sobre los copudos árboles de los bosques del Líbano, aflorados en las aguas de los riachuelos que surcan los valles de las tierras del reino de Judá. Hete aquí que el soberano Nabopolasar los presentía en cada grano de arena, les imaginaba moviéndose entre las arenas de los desiertos cual nómadas avanzadas de fieros beréberes y no dejó de sentir cierto temor al imaginar a su gente, deteniéndose y cediendo ante la sorpresa de una lucha solapada, espasmódica, acechante, infame, tal cual era la sistemática labor de aquellos diminutos pero feroces seres quienes no parecían sentir reparos en unirse a las tropas del faraón de Egipto para defender sus feraces territorios.



Sentado ante su tienda el rey Nabopolasar se atusa los rizos de su poblada barba imaginando las posibilidades de lograr un acuerdo de paz con el rey de los Medas. El apoyo del anciano Cixares podría garantizar la paz y restablecería la tranquilidad perdida en las tierras de Judá.

Muchos habían sido los años de penurias soportados por las tribus de Israel, tantos eran que ni los más ancianos recordaban ya haber vivido nunca sin el peso infamante de la pesada bota babilónica. Parecía surgir un atisbo de esperanza. Húndanse como puntas de lanzas en los costados, hiendan los flancos, desgarren por sorpresa el costillar del gran ejército del rey de Babilonia, acicateen sus ijares, destrocen sus carnes, porque os protegerá Nejo el gran faraón. De tal magnitud era la desesperación del pueblo de Judá que los sacerdotes y los escribas llegaron a poner todas sus esperanzas en las tropas del ambicioso faraón Nejo.

Atrás iban quedando, purpurinas en cada atardecer las riberas del mar Rojo y azules se veían las arenas del desierto. El ejército egipcio avanzaba logrando alianzas con las tribus de beduinos e iba creciendo como un simún. Se acercaban las tropas en sus carros de guerra aniquilando a quienes se atreviesen a hacerles frente, venían aproximándose al día del encuentro final. El ejército del gran faraón de Egipto poco a poco iba circundando el reino de Judá.
(Continuara mañana)

Maracaibo, miércoles 15 de febrero del año 2023

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