jueves, 19 de diciembre de 2019

De Danielito y su familia…


De Danielito y su familia…

Cual si toda su existencia fuese una burla reiterativa del destino, el padre de Daniel había sido bautizado como Ezequiel y no podía desprenderse de las intromisiones constantes de situaciones de carácter bíblico en su vida. Siempre estuvo a la espera del Apocalipsis. Había vivido la segunda guerra mundial y estaba persuadido de que un holocausto atómico culminaría con la guerra fría. Desde joven se despertaba soñando con los siete caballos, las siete iglesias, las siete lámparas de fuego, los ángeles de las siete plagas, las siete copas de la ira de Dios, los siete candelabros, las siete estrellas y los siete sellos que el Cordero iba rompiendo lentamente...

Había tenido una vida errabunda por Europa y por los Estados Unidos, había cosechado éxitos y ganado dinero con su cámara fotográfica a cuestas. Desde el nacimiento de su hija Rebeca tomó una decisión expiatoria y dejó para siempre la fotografía; vendió sus equipos e invirtió el dinero de su arte en un pequeño restaurante en la Plaza Baralt. Sus trabajos fotográficos habían sido premiados en CentroAmérica, en Colombia, México y los Estados Unidos, pero él no quiso saber nada más del elón, la hidroquinona, el sulfito ni las sales de plata, no le interesó más el recordar los rostros en blanco y negro o en sepia, y sus habilidades en el laboratorio con los químicos y a oscuras, todas estas vivencias las quiso trastocar por vivir entre botellas de bebidas más o menos espirituosas, servidas en la concurrida barra de su restaurante familiar y rodeado de las más apetitosas comidas criollas usualmente preparadas con leche de coco.

Él era precisamente el único ser que nunca podía disfrutarlas, estaba condenado a jamás poder probarlas y todo debido a una dispepsia nerviosa, denominación que le endilgó a su quebranto gastrointestinal un médico parisino del hospital de la Salpêtrière el año 1942. Ezequiel atribuía su flacura a un desorden extraño, el cual era producto de su mala suerte y se comparaba con Job, repasando sus diálogos con Dios y con Elihú, en verso y en prosa, hasta llegar a aprenderse páginas enteras de memoria. El nacimiento de Rebequita había coincidido con los meses de su estadía en Europa durante la guerra. Una agencia internacional de prensa lo había enviado como fotógrafo a Francia donde le tocó vivir durante la ocupación de París por los ejércitos del Fürher. Desde entonces era un esqueletico viviente. Usaba tirantes en vez de correa, se vestía de dril blanco con ropas de poco peso y se alimentaba con sopitas coladas y atoles de ciertos cereales que él mismo se atrevía a preparar.

Su mujer Eufrosina, parió su último vástago precisamente el año cuarenta y dos; la niña Rebeca, su única hija después de tres varones, Elías, Isaías y Daniel. Eufrosina jamás volvería a ver al Ezequiel saludable que ella despidió, ilusionado al irse a trabajar como corresponsal en París. Con su última hija, la guerra le había deparado a un enfermizo, malgenioso y enteco individuo quien contradictoriamente la llevaría a meterse a la cocina de un restaurante familiar y a engordar sin restricción alguna. Para la época cuando Daniel Vargas conoció a Carmen Luisa Valbuena, los tres hijos de Ezequiel y Eufrosina estaban encaminados o finiquitando sus estudios universitarios. Elías era ingeniero agrónomo y estudiaba su postgrado en la Universidad de Wisconsin en los Estados Unidos, Isaías finalizaba sus estudios de Ingeniería Petrolera y Daniel estaba en la mitad de sus estudios de Medicina. Rebequita estudiaba Filosofía y Letras en la misma Universidad en Maracaibo.

Eufrosina alejada de la antigua paz del hogar, vivía entre cachivaches de cocina fregando y luchando con un personal cambiante quienes preparaban los mojitos en coco, las huevas de lisa y de corvina, el conejo en coco, o los platos más tradicionales como el pabellón que ella acompañaba con arepitas para recordar su origen andino. Los dulces de limonsón, de hicacos, los huevos chimbos y las conservas de leche, hacían las delicias de los muchos asiduos visitantes del restaura familiar El Zuliano, en plena Plaza Baralt.

Eufrosina nunca negó que su hijo preferido era Daniel. Ella lo esperó nueve meses confiada en que iba a ser su ansiada hija y su niña se trocó en un bello aunque enfermizo recién nacido rubio y de ojos grises como los suyos. Cuando nació Rebeca, en ausencia de Ezequiel, a ella le fue muy mal y casi se muere después del parto. Meses después cuando su marido regresó sobreviviente y maltrecho de la Europa de Hitler, todo fue muy triste, diferente, lleno de enfermedades, de sueños frustrados y de contrariedades y ella sólo volvió a atender a su hija casi después de que la niña cumpliera los dos años de edad, cuando ya el proyecto del restaurante El Zuliano era un hecho consumado. Para ese entonces, entre tantísimas calamidades Danielito había sido su refugio y su consuelo y en él siempre tuvo cifradas sus más caras esperanzas.

Ezequiel vivía en el bíblico mundo de sus Jobinianos padecimientos gastrointestinales, siempre pendiente de las noticias de los periódicos, de los rusos, de la salud del demoníaco camarada Stalin, de la tragedia de la guerra de Corea y de la proximidad del Apocalipsis y conversaba sobre estos tópicos con sus amigos, los parroquianos que lo visitaban mientras él, ante la caja registradora y detrás de la barra del bar, estaba como un ángel guardián, símbolo de la elegancia, de punta en blanco con sus tirantes rojos, al frente del negocio. Algunas veces el gordo Afranio, mientras picaba vegetales o desmenuzaba presas de pollo para preparar algún sofisticado ragú con bechamel, le relataba a Daniel las más disparatadas anécdotas sobre sus aventuras sexuales, transformándose por su cuenta en una especie de barón de Munchaussen del erotismo. Eran tan exageradas sus historias que algunas veces Daniel, neófito y todo, se negaba a darle crédito, pero siempre trataba de sonsacarle más información para aprender y al final oírle decir. Tú muchacho, siempre con la molbosidad purelante.

Cuando se dio la feliz oportunidad de visitar la casa de las hermanitas Villavicente, Daniel lo hizo en compañía de Régulo. Invitados a una fiesta en el apartamento del Barrio Obrero en La Pomona, los dos amigos se encontraron como cucarachas en baile de gallinas, de cachacos corregía Régulo. Fue allí, todos echando un pie en ese arrocito, cuando Nela bailó con Daniel por primera vez. La cumbiamba estaba tan candente como la noche. El pick up a todo volumen ponía a los vallenatos a vibrar en las cornetas del Hai-fai y el apartamento todo se estremecía ante la meneasón del gentío.

Nela comenzó a pulirle hebilla a Daniel, frenéticamente, y él preocupado por la presencia de Raimundo y todo el mundo, miraba de reojo a Chelita, alegre e inconmovible ante el swing de su hermanita quien no parecía experimentar más rubor que el de sus mejillas encendidas por el denso calor de la pequeña sala atestada de guapachosos bailarines. Entretanto, Daniel, ante aquel merequetén antes nunca visto, se sentía al borde de un reventón ininmaginado, hasta el punto de tener que salir corriendo a sentarse de emergencia en la cocina, con el pretexto de tomarse una botellita de Regional bien fría, ¡por el calor!, y dizque para conversar con la abuela de las niñas hijas de la casa.

La sorpresa de Daniel ante las solidarias actitudes de Nela y Chela, medio se disipó en la madrugada con las explicaciones de Régulo, ¡siempre tan sabido!, existía un punto de comparación entre las acciones fraternales en la fiesta de las Villavicente con el pacto de sangre que ambos hicieran en tercer grado, dedo pulgar cortado y cruces en el pecho para entrar en la secta del Dragón. Puede que las hermanitas no hayan superado esos juegos infantiles, le decía Régulo. A las dos pasadas son una vaina así como los tres mosqueteros, todas para uno y uno le cae a todas, ¿me entendéis? Estamos en un mundo de féminas y nosotros, sigamos el ejemplo, todo lo debemos compartir también, ¿no es verdad?, seamos sinvergüenzas, actuemos sin vergüenza. Esas cosas las decía Régulo adoptando un aire de catedrático y ambos se doblaban riéndose a carcajadas.

 NOTA: El texto fue extraído del Capítulo VII de mi novela “Para subir al cielo…” Premio Mención Narrativa en la  Bienal de Literatura Elías David Curiel, 1997, Instituto de la Cultura del Estado Falcón. Editada en Maracaibo: (ArsGráfica 1998); Segunda Edición (AstroData 2016).
Maracaibo, jueves 19 de diciembre, 2019

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