domingo, 21 de agosto de 2022

Recuerdos de el bar "La Loca"



La pared amarilla tenía una franja ocre sobre el enlozado de cemento pulido que brillaba reluciente con el sol del mediodía. Detrás de ella estaban los orates, docenas, cientos de ellos. Algunos eran ya locos viejos, presos desde la época cuando él era estudiante de Medicina, y él aún conservaba vivos los recuerdos de aquella larga y desquiciante pasantía por el manicomio; curas de sueño, catatonia espástica, rejas y más rejas, aullidos y excrementos lanzados una vez contra los bachilleres, en un paroxismo de furia incontrolable.

Muchos años habían transcurrido desde la época de estudiante, cuando él se interesó seriamente en aquellos extraños seres cautivos, y quiso saber más, escuchar sus curiosas aproximaciones al mundo de sus mentes y las diferencias con los que estaban afuera. Discurrir sobre la locura, para terminar con un temor larvado al mirar en los ojos de los demás, un cierto miedo por no saber detectar en ellos las desnudeces del alma que mostraban los seres del manicomio. Días de análisis y de silenciosa introspección en la búsqueda de interpretaciones para cada caso, y concluir con teorías banales sobre la herencia, la sífilis, las manías y las depresiones de los más accesibles, y siempre la impenetrable sordidez incomprensible de la esquizofrenia.

Las tapias estaban allí todavía, altas, eran las mismas paredes pintadas de amarillo, que separaban a los de adentro de los cuerdos de afuera, ellos; todos los que están, los que estuvieron, ¿cuantos habrían fallecido?, ¿no son todos los que están? y entre los de afuera ¿no están todos los que son? Muchos años atrás, como en una máquina del tiempo, allí estaba en diagonal el bar “La Loca” y detrás de las mismas tapias amarillas, existía el manicomio con el viento cálido soplando y nubes de polvo, en las inmediaciones del matadero municipal, aquel edificio siniestro, sangriento, rodeado de zamuros que parecían esperar olisqueando el vaho de la carroña, en el techo, y se les veía formando hileras sobre el borde de la cerca del manicomio… ¿Quizás olisqueando la carroña de alguno de los de adentro?


Ahora, él recordó el incandescente resplandor de las tapias, memoria un tanto absurda, sentado ante una botella de cerveza helada mientras escuchaba en la rockola un tango, y quizás por eso se acordaría del Bar “La Loca” en la mera esquina del manicomio, con aquello de, “descolado un mueble viejo y no tengas esperanzas en tu pobre corazón”... En esto estaba cuando en su mente, apareció la enteca figura de Akai Ishida... Son cosas locas, se dijo y sonrió pensando en los japoneses y la perrera de la policía frente a aquel botiquín en Altamira, en plena capital de la República. Lejos estaba del sol de la ciudad del lago y los palmares y más lejos del manicomio con sus altas tapias y sus locos adentro...

Akai des ka, kom ban guá, arigato gozaimas, si precisás un amigo, si te hace falta un consejo, acordate … Disparatados recuerdos llegaban a su conciencia, aunque fue cuando él estaba en un negocio de Altamira con sus amigos nipones y conversando había mirando una rockola gigante, tan grande como la del bar “La Loca”. Cenaron en “La casa del tempura” con pescado crudo y sushi, bebieron sake y comerían espaguetis japoneses, Después ellos lo habían llevado a ver un strip-tease en aquel socavón de luces rojas y azules, cerca de la plaza de Altamira. Así, él se encontraba bebiendo, no cerveza, sería whisky seguramente y yodificado mientras ellos decían coreando, ¡campai, campai!...

Era un ambiente extraño, para él, sin duda. Las cosas cambian con los tiempos, pensó mientras fundidas ya por el calor y el sol, la maraña de sus neuronas, le recordaron la esquina del manicomio y las cervezas de la ciudad de las palmas y del lago. Sonrió diciéndo para sí que los nipones parecían locos, ciertamente, pero aquello no era igual que estar en el bar “La Loca”. No es lo mismo, se dijo y pensó en “la enfermedad del lomo”, mientras sentado con sus amigos, entre el humo, efluvios de alcohol adulterado, y la gente que los empujaba para ver de cerca el show, proseguía la noche que se iba impregnando de pachulí y las mujeres circulaban restregándose y queriendo sentarse en las piernas de los chinitos. Así estaban las cosas cuando todo se oscureció.

Un chorro de luz lechosa atravesó el denso colchón de humo y muy pronto fueron surgiendo La Leona de Fuego, La Diosa de Oriente y La Salvaje Blanca que emergieron por una puerta mínima en el fondo del local. Al son de una música estridente las regordetas vedettes comenzaron a moverse cumpliendo con el ritual de ponerse en cueros. Los japoneses distendían sus pliegues epicánticos y reían diciendo cosas ininteligibles. Habían comenzado a alebrestarse y repetían, ¡mucha mujele! ¡Oishiii! ¡Ahhhhss!... Todo aquello era muy diferente al sol reverberante en el enlozado y a las tapias amarillas fosforescentes brillando al otro lado de la calle. Sin dudarlo así lo pensó él.

El calor del mediodía en “La Loca” era infernal y él recordó otro infierno, aquel que dibujaba un loco quien de jovencito decían que vivió con las monjas de clausura y era víctima de la parálisis general progresiva, atacado por el treponema pallidum, seguramente en alguna aventura amatoria de juventud en algún lupanar, cuando solapadamente a través de sus mucosas rosadas penetraron las espiroquetas, que habían destruido su sistema nervioso y solo le quedaba locura con ataxia, un andar vacilante, pero sentado plasmaba en hojas de papel sus delirios místicos de santos, ángeles en las nubes y demonios ardiendo en llamas multicolores, donde siempre dibujaba un ojo. Aquel que lo miraba a él y nos miraba a todos, dentro de un triangulito... Era un “ojo pelao”, no era rasgado como el de los japoneses que comenzaron a enseriarse…

El ojo que lo miraba a él y nos miraba a todos, dentro del triangulito... ¿Por qué de los locos y de la mirada de El Señor, pasaba a la mirada rasgada del amigo japonés? Serán puntos de vista, se dijo. El show terminó con revuelo de plumas, gritos y chiflidos de la concurrencia. Había llegado la hora de pagar. Los amigos sacaron fósforos y yeskeros mientras decían. Dele luz al señol Ishida y palsimoniosamente Ishida dijo: -Cleo lobalonme caltela. El captó la situación mientras Watanabe sencillamente sentenció: El Señol Ishida no tiene lial, le lobalon caltela cuando fue a mial… El negocio se está cerrando. ¡Caballeros por favor! No lial. Lobalono caltela... Se escucha decir: Estos chinos no quieren pagar la cuenta. La policía se hace presente. Cédula. Al amigo japonés se le perdió la cartera.

Cédulas en mano ciudadanos. Al chinito lo robaron. ¿No tiene papeles? ¡A la perrera! Lo aclara en la Jefatura. ¡Pero hey! ¡Cuño! ¡Que le robaron la cartera! Con el correr de los años, todavía él divisa nostálgico las altas paredes amarillas con su orla ocre estaban allí, brillando, con ese tono chillón bajo el sol inclemente del mediodía y se repite que sí, el bar “La Loca” es una buena “taguara”, la cerveza siempre estaba helada, como “siesoepinguino”... y volvió a recordar el lío vivido con sus amigos japoneses... Señot Ishida, estese quieto, déjeme a mí… A la perrera. ¡Hey, esperate! Dejame oime, hey, agente, perdón, señor agente, esperate, oime! ¿Pero cómo te lo vais a llevar? ¡Ve que molleja! Esperate, no entendéis que este es un señor extranjero, se te va a prender un mollejero en la Jefatura. ¿La cartera? ¡Miarma, sí, se la robaron! ¿Qué quién soy yo?

Decí si queréis que soy abogado. ¿De los chinos? No! Ellos son, ja po ne ses ¿Cómo va a ser la misma vaina, chico? ¡Qué extranjero voy a ser yo, chico! Bueno, sí del Zulia, sí. ¡A jaiba pues! ¡De Maracaibo chico! ¡Ajá sí! Tenéis que dejarlos ir, si no, viiirtica, va a ser un atropello. Qué clase de mollejero se les va a armar! Tendréis un peo internacional… A vaina, yo que se los digo, yo... Al fin se escucha una voz con la orden para poner el punto final a todo aquello. Suélteme a esos ciudadanos. ¡Sí vale! Son una cuerda de chinos rascaos y un abogado maracucho que habla puras pendejeras. Suelte a los chinos y al hijoesumadre ese, que anda jurando por una Chinita, y si no se va rápido me lo mete en la perrera.

¡Que se vayan pal carajo! ¡Desaparézcanse, ya, njoda! Antes de que nos termine de volver locos a todos. Locos a todos, sí, locos, y es que no están todos los que son, definitivamente... Él sentado en un taburete en el Bar La Loca, con el recuerdo de sus amigos, le dice a Luis. ¡Dame otra cervecita, que me tenéis a pan y agua, ve que me tenéis como a los locos, sí, vai haceme la caridad!

NOTA: éste artículo fue publicado en este blog en 2008 y luego en 2015.

Hoy lo escribo el domingo 21 con algunas variables desde Madrid en agosto del año 2022

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