domingo, 2 de febrero de 2025

Mi hermano mayor


Con “Telefito Aponte”, veterano empleado “multiutiliti” de “el negocio de papá”, marchaba a diario con mi hermano mayor Fernando al salir del kínder del Colegio del Pilar, e íbamos a pie por calles soleadas, rumbo a la Casa MacGregor en la Plaza Baralt. Es por eso es que ahora, puedo situar las calles que transitábamos y recuerdo pasábamos por El Salón Violeta que era la barbería donde nos cortaba el pelo, a mis hermanos y a mí, el señor Belarmino Guerra, el barbero.


 

En el Colegio de El Pilar era donde estudiamos kínder Fernando y yo, todo esto antes de pasar ya al primer grado de primaria para estudiar formalmente en un colegio que no estaba en el centro, sino en la avenida las Delicias. El “Gonzaga” estaba recién creado por los padres jesuitas. En aquel entonces si regreso a las calles del centro de Maracaibo, recuerdo a mi doctor “de la garganta” (el otorrinolaringólogo), por culpa de quien seguramente nos habían “sacado las agallas” en el Hospital Quirúrgico a mi hermano mayor y a mí. Durante años podía revivir el olor característico del éter de cuando me comenzaron la anestesia y solo me enteré al despertar que el helado de vainilla del Alfa, era muy sabroso, a pesar de haber padecido en manos de los cirujanos de una operación de “amigdalotomía”, pues supongo que el helado era un premio que valía también para enfriarnos la garganta.


El doctor Oropeza era frecuentemente visitado por mi persona como su paciente  y llegaba llevado por mi mamá, ya que “mis faringitis” eran un problema serio en una época cuando ya afortunadamente se había vencido la Difteria, pero donde había muchos males menores, desde los “catarros” alrededor de la rinofaringe, por lo que  de la consulta del doctor Oropeza, salíamos siempre con recetas de tocamientos de Solunovar y yo estaba medicado con unos granulados de “maleato de cloroprofenpiridamida” que ahora intuyo, serían para aplacar también algún tipo de rinitis alérgica.


Un par de años después, en el hotel Guadalupe de La Puerta corría el año 1950, y tendría yo casi 10 años cuando conocí a las hijas del doctor Oropeza, y recuerdo que unos años menor que yo era la mayor, Altagracia quien más tarde se casaría con mi amigo “el tacho” Orlando Arrieta. Ya cuando éramos colegas, fue una temporada en los inicios de la década de los 70, casi vecinos viviendo en Maracaibo en la misma calle que desembocaba hacia la Plaza del Indio Mara donde estaba “El Palladium”, sitio donde asistíamos en las noches decembrinas para escuchar al conjunto “Santanita” con la reina de la gaita Gladys Vera y con Astolfo Romero el parroquiano, quienes cantaban inolvidables gaitas con “los bocachicos” en los furros…

 

Cuando mi hermano mayor decidió, sin aviso previo, que estudiaría Medicina yo estaba finalizando mi vida de estudiante de bachillerato en el Gonzaga y había pasado al Liceo Baralt. Aunque compartíamos el cuarto, un radio y los numerosos libros, igualmente fui sorprendido como toda la familia por la decisión de mi hermano. ¡Medicina! Era una curiosidad, pero me imagino que no me parecería nada raro pues Fernando a quien sus compañeros apodaban “Chiva” y quien de por si era muy poco comunicativo, me impresionaba siempre pues era un gran filatelista que se carteaba con gentes alrededor del mundo y hasta estaba estudiando ruso…


La biblioteca con los grandes libros de historia del Mundo de Espasa Calpe -y recuerdo en particular el tomo de “la Edad Media hasta el final de los Stauffen”-, ante las dos camas muchos libros, el radio con sus programas, y el closet al lado lleno de secretos, el baño con dos ventanas que daban al lavadero y al patio central que lucía en la pared del garaje un hermoso mural en ladrillos representando la mexicana iglesia de Taxco. Recuerdo cuando nuestra prima Marina, venida del norte hablo con Fernando sobre Edgar Allan Poe, entonces me entere yo de “el Cuervo”… Poco comunicativo era Fernando definitivamente, tan introvertido, tanto que le decíamos “el cartujo”.

 

Curiosamente, al salir del Liceo también yo decidiría estudiar Medicina en la Universidad del Zulia. En aquellos días, me operaría de apendicitis el doctor Amado, y es que era aquella una época, cuando las cosas se sucedían demasiado apresuradamente, estábamos tan solo a varios meses de la caída del régimen del general Marcos Evangelista Pérez Jiménez y veríamos cosas interesantes sobre los cambios producidos en el profesorado universitario al salir de la dictadura, y ñas diferencias radicales que se produjeron en algunos profesores y cómo éramos tratados después de 23 de enero los estudiantes que habíamos iniciado los estudios en dictadura…

 

Bajo el chirrido de mis chicharras “tiníticas” quise analizar ahora otras cosas en la búsqueda de antecedentes de aquellas nuestras curiosas derivaciones médicas, que proseguirían su curso con nuestro primo-hermano Ernesto quien era por demás nuestro vecino, casi como un hermano y compañero de travesuras desde niño. No tuve que darle muchas vueltas a la cabeza, existían demasiadas evidencias para creer en las sencillas coincidencias y todo me lleva a hablar también de Ricardo, mi primo apodado “Rico”, el hermano mayor de Ernesto. Rico, había estudiado varios años de Medicina en la Universidad Javeriana del hermano país y al abandonar sus estudios y regresar a su ciudad natal, se había traído un cargamento de libros, y de huesos humanos…

 

Presiento que esta historia ya la he relatado antes, soy “cuentero” o suena mejor si me digo “cuenta cuentos” pero el asunto es que nosotros vivíamos en “Los Arrayanes” y la casa de mis primos era “La Alquería”, y nos separaba tan solo una estrecha calle de uso común que comunicaba BellaVista con SantaRita, curiosamente, y me consta que todavía existe, se mantiene detrás de una agencia de autos, ya arruinada como casi todo en este siglo XXI y atrás está bien preservada lo que ha quedado de “La Alquería”;  digo esto para recordar que no es un sueño, aunque todas las cosas se sucedieron cuando éramos unos niños o casi adolescentes.

 

Aprendimos muchas cosas sobre la medicina mirando reiteradamente los libros de mi primo Ricardo hasta olvidarnos del “Consejero Médico del Hogar” que era el único gran libro de la casa, lleno de enseñanzas sobre higiene y consejos de salud. Llegaríamos a reconocer de memoria las láminas en colores de las más variadas patologías y a familiarizarnos con personajes como Gregorio Marañón, Testut Latarjet, y E.Forgue. Siento que desde allí recibimos la inoculación primaria. Leíamos hasta el libro de un tal psiquiatra López Ibor, y sobre sobre el tema de los huesos, varios cráneos y muchos huesos largos hermosamente barnizados, y de lo que a la postre sucedería con ellos, es una historia que merecer relatarla aparte pues resultaría muy larga para contarla ahora.

 

Maracaibo, domingo 2 de febrero del año 2025

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