En la Hamburgergasse, que es una calle perdida de un barrio aledaño de Viena, existía un local con el nombre de Macondo en el año 1987 cuando nos acercamos hasta aquel lugar y les puedo asegurar que no era otra cosa más que un pequeño establecimiento gris, con apariencia de restaurante, donde según el aviso sobre la puerta, “Macondo” decía, algo tendría que esperar por nosotros quienes llegábamos atraídos, no tanto por el recuerdo de los Cien años de soledad de García Márquez, sino porque allí debería esperarnos una “catirita simpática”.
Así fue como penetramos en aquel local con escasa luz que dejaba entrever varias mesas en un cálido ambiente de tonos ambarinos. Pronto comenzábamos a detectar grupos de jóvenes que imaginé, no sé por qué, estudiantes, tal vez de diversas nacionalidades, lo pensé o lo pensamos, y era que arribábamos a aquel sitio, mi amigo Hernando y yo, mientras como en un murmullo, todos parecían estar hablando y no en castellano ciertamente, quizás en alemán, o en inglés, francés y quien sabe en cual otra jeringonza, mientras nosotros avanzábamos pensando que estábamos en una especie de Macondo internacional. Fue entonces, cuando ¡sonó la música! Una guitarra nos dejaba escuchar su rasgueo y yo imaginé que Sevilla tendría que ser…
Hernando siempre inquieto, prontamente indagaría y se enteró de que el dueño del local era un chileno y ante nosotros apareció su hija con unos ojos muy grandes y muy negros y sus mejillas coloradas. Ella era Marisol quien sonreía constantemente y a pesar de la ausencia de la catirita Claudia Hirsch, era muy agradable ver sonreír a una joven de ojos muy grandes y muy negros en la Viena de Strauss… Ella, Marisol, sonríe bonito y su mirada parecía brillar, para mí… Entonces conversamos…
Varios meses atrás, su marido quien era un persa grandote, muy corpulento y bien parecido, un día descuidó su salud… Aquella historia que nos contaría Marisol, fue la del persa que tenía un furúnculo en la mano, y le dio mucha fiebre y se murió súbitamente... Nosotros, sorprendidos, ambos patólogos latinoamericanos nos dijimos, que era una curiosa patogenia y le aclaramos a la joven viuda que posiblemente Hazim hizo una endocarditis bacteriana y un shock séptico… Hernando y yo estábamos reorganizando la triste historia clínica del difunto persa cando le señalábamos a Marisol que no es lo mismo un furúnculo en una mano que en la nariz, donde el peligro es mucho mayor al no tratarlo a tiempo, es mucho peor…Así
fue como nos enteramos que, hora Marisol vive con sus padres y sus dos hijos, el
de año y medio parecido a su padre, pero con la mirada de la madre y el
pequeñín, la guagüita de tan solo de tres meses… Pero en Macondo, el
restaurante del viejo chileno, hay música todas las noches, aunque no son los
valses de Strauss, allí estaba un melenudo franchute, quien parecía intentar
hacernos sentir aquello que mentalmente yo tarareaba… están clavaitas dos cruces en el monte del olvido, por dos amores que
han muerto, sin haberse comprendido… Están clavaditas dos cruces, ay en el
monte del olvido, por dos amores que han muerto, que son el tuyo y el mío…
Marisol
sonríe entonces de nuevo e insiste en que el guitarrista melenudo no es el
único. Nos lo dice ella, la propia, quien nos aseguró insistiendo en que
siempre encontraremos algo especial en su Macondo. Ella habla como lo chilenita
que es, y nos aclara que no tiene ni idea de quien podría ser nuestra
misteriosa rubita, la Claudia que ha faltado a la cita. Conocís a una jovencita y criís que va a venir pues!, no seái bobo,¡ huy
no me vengai con cosas, pues!, y pucha ientoncis queriís decir que sois
doctores… ¿Sí? Huy papito, vengai a conocer los señores, que lis hubiera mostrado
el cabrito y la guagüita pues. ¡Puch qui honor! ¿Sí?
Era
esta la historia del Macondo mencionado,
en aquel barrio lejano de la Viena vieja de Johan Strauss, donde teníamos una
cita… Y allí estuvimos varias horas, no sé cuántas, tomando jarras de cerveza,
sin escuchar una cumbia, ni una quena, tan solo las cuerdas de la guitarra del
mechudo franchute quien intentaba hacerla sonar para decirnos cosas que nos
imaginábamos sobre el Barrio de Santa
Cruz con su lunita plateada…
En
realidad, estábamos citados por Claudia Hirsch, la jovencita catirrucia que
conociéramos en el viaje hasta a Budapest por un rio Danubio que no era tan
azul, pero sobre sus aguas cantamos, y una semana después, la catirita, añorada
nunca apareció en Viena, pero supimos que, en las otras noches de aquel Macondo
vienés, se escuchaba también la quena y el tamborcito del altiplano andino.
Entonces recordé unas palabras en quechua escuchadas en la boca de la muñequita
Claudia, nuestra guía turística, quien no apareció en Macondo...
Un
sorbito, y está helada, solo un trago, y pienso que aquel periplo austriaco, habría de cerrarse unos días después de lo
narrado, cuando en el salón inmenso del Palacio de los Habsburgos, el mismo
donde la emperatriz María Teresa recibía las delegaciones extranjeras, bajo una
treintena de lámparas con millares de lágrimas de cristal de Bohemia, sobre una
gruesa alfombra púrpura para proteger la madera del piso, entre columnas de
capiteles dorados, donde los profesores invitados, Karen Ireland, PepeNogales, el
profe Kostianovky y nosotros, Hernando y yo, presentamos nuestros casos y
entonces, todo fueron aplausos y un gran éxito, así muy satisfechos, pudimos decir… Misión
cumplida.
Para lapesteloca en Maracaibo,
muchos años después, ahora el martes 11 de noviembre del año 2025.
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