La Guaira de Rangel
Un rato después
caminaban todos por las calles vecinas a la Aduana. Tú marchabas con los
médicos y seguido por dos negritos de albo uniforme cargados con las cajas y
las jaulas. El doctor Cordero te había quitado la maleta y orgulloso la llevaba
personalmente. Tú le habías permitido ese gesto cordial, pues estabas
consciente de que la escasa ropa y algunos libros no hacían mucho peso.
Caminaste con ellos un par de cuadras por calles empedradas sintiendo el calor
del sol. Cerca se veían matas de uvas playeras y muchas piedras antes de llegar
a la arena de la playa. Las casas estaban de espaldas al mar. Finalmente se detuvieron en la puerta de un caserón grande de paredes
pintadas de azul. Desde el zaguán notaste como brillaba el sol en el patio
central, se veía lleno de luz y de plantas floreadas. Soplaba la brisa pero el
calor comenzaba a apretar inclemente. Los médicos señalaron la casa y te
informaron que esa habría de ser tu residencia. Luego de las presentaciones de
rigor y los saludos a Doña Alfonsa, pronto llegaría el momento de volver a
despedirte. Había que irse a examinar a los enfermos.
En compañía de los médicos, caminaste cuesta arriba por una
estrecha calle guarnecida por balcones de madera. Ibas con tus instrumentos en
un pequeño maletín; todos ascendían paso a paso penetrando en un laberinto de
callejuelas y el sol brillaba como una línea larga hendiendo sombras azules
entre las paredes encaladas. Al fin llegaron hasta a la iglesia. Existía un
pintoresco paisaje de casas apiñadas con techos de tejas y de paja y en algunos
parajes los balcones parecían enfrentarse de lado y lado. Las casas de paredes de
bahareque estaban pintadas con colores vivos o simplemente lechadas con cal y
en las calles escasos hombres y muchos niños y perros, amén de unos jumentos,
se movían entre una cantidad de mujeres del pueblo quienes iban y venían con
ropas en grandes cestas desde una acequia vecina. Las mujeres se reunían hasta
situarse bajo una arboleda en un recodo del riachuelo cantando, riendo y
cotorreando a la par que descendían a lavar sus ropas de múltiples colores e
iban extendiéndolas sobre las grandes piedras blancas entre las que corría
sinuoso el río bajo la sombra de los árboles.
Percibiste la brisa fresca en el verdor que rodeaba el arroyo y
miraste a las mujeres en su quehacer y a los niños que chillaban jugando en el
agua, y te pareció que sería poco probable que la peste se estuviese incubando
entre aquellas gentes. Desde la plazoleta de la iglesia el sol brillaba en la
media calle. En tu periplo ascendente continuaste detrás de los médicos. Subían
por una empinada callejuela bordeada de aguas negras. Notaste entonces como los
desperdicios se apilaban en algunas esquinas, sobre las aceras y despedían un
olor desagradable, ácido, acre... Al llegar a una esquina, viste como yacía
panza arriba a pleno sol y muerta, una gorda rata. Aguas negras emergían hacia
la calle desde algunas casas. Las piedras del pavimento habían sido remplazadas
por tierra que se apisonaba o se disolvía polvorienta con las carreras de los
niños en alpargatas o descalzos. Al mirar hacia atrás a lo lejos divisaste las
oficinas de la Aduana y más allá, pudiste ver un par de barcos fondeados en el
puerto. El mar era de un azul de Prusia intenso y el cielo a esa hora casi no
tenía color alguno. Mientras avanzabas, escrutabas con curiosidad el interior
de algunas de las viviendas pobres. En ese momento comenzaste a presentir malos
ratos futuros.
Experimentaste un dejo de preocupación al observar que no
mejoraban de apariencia las casas a medida que penetraban en aquel laberinto de
callejuelas. Detectaste muchas viviendas roñosas y no obstante, algunas estaban
pintadas de colores o encaladas y sus balcones coloniales de madera pulida
parecían pregonar la situación más holgada de sus habitantes. Ante una de estas
viviendas coloniales se detuvieron los médicos. Tú te quedaste admirando a una
linda jovencita quien canturreando barría la acera. Vestida con una bata blanca el vaivén de su cabecita
destacaba el negro de sus lacios cabellos. Fuiste entonces invitado a
transponer el umbral para visitar al señor José Antonio Ruiz quien tenía más de
dos semanas enfermo con una infección de los ganglios inguinales. Antes de
dejar la calle soleada, volteaste a mirar los ojos de azabache de la niña quien
levemente pareció sonreírte. En el
cielo algunas gaviotas aleteaban flotando hacia el mar. Tú, en el quicio de la
puerta, te detuviste a mirarla y la niña haciendo un mohín retiraría los
cabellos de su cara para verte mejor. Te estremecerás al comprender que han
llegado a tu mente recuerdos muy lejanos, casi olvidados en el tiempo...
Texto extraído de la
tercera parte de la novela “El movedizo encaje de los uveros”, Ediluz, 2003 https://www.amazon.com/movedizo-encaje-los-uveros-Spanish/dp/1520319088
Maracaibo, 16 de enero del 2018
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