martes, 16 de enero de 2018

La Guaira de Rangel




La Guaira de Rangel

Un rato después caminaban todos por las calles vecinas a la Aduana. Tú marchabas con los médicos y seguido por dos negritos de albo uniforme cargados con las cajas y las jaulas. El doctor Cordero te había quitado la maleta y orgulloso la llevaba personalmente. Tú le habías permitido ese gesto cordial, pues estabas consciente de que la escasa ropa y algunos libros no hacían mucho peso. Caminaste con ellos un par de cuadras por calles empedradas sintiendo el calor del sol. Cerca se veían matas de uvas playeras y muchas piedras antes de llegar a la arena de la playa. Las casas estaban de espaldas al mar. Finalmente se detuvieron  en la puerta de un caserón grande de paredes pintadas de azul. Desde el zaguán notaste como brillaba el sol en el patio central, se veía lleno de luz y de plantas floreadas. Soplaba la brisa pero el calor comenzaba a apretar inclemente. Los médicos señalaron la casa y te informaron que esa habría de ser tu residencia. Luego de las presentaciones de rigor y los saludos a Doña Alfonsa, pronto llegaría el momento de volver a despedirte. Había que irse a examinar a los enfermos.

En compañía de los médicos, caminaste cuesta arriba por una estrecha calle guarnecida por balcones de madera. Ibas con tus instrumentos en un pequeño maletín; todos ascendían paso a paso penetrando en un laberinto de callejuelas y el sol brillaba como una línea larga hendiendo sombras azules entre las paredes encaladas. Al fin llegaron hasta a la iglesia. Existía un pintoresco paisaje de casas apiñadas con techos de tejas y de paja y en algunos parajes los balcones parecían enfrentarse de lado y lado. Las casas de paredes de bahareque estaban pintadas con colores vivos o simplemente lechadas con cal y en las calles escasos hombres y muchos niños y perros, amén de unos jumentos, se movían entre una cantidad de mujeres del pueblo quienes iban y venían con ropas en grandes cestas desde una acequia vecina. Las mujeres se reunían hasta situarse bajo una arboleda en un recodo del riachuelo cantando, riendo y cotorreando a la par que descendían a lavar sus ropas de múltiples colores e iban extendiéndolas sobre las grandes piedras blancas entre las que corría sinuoso el río bajo la sombra de los árboles.

Percibiste la brisa fresca en el verdor que rodeaba el arroyo y miraste a las mujeres en su quehacer y a los niños que chillaban jugando en el agua, y te pareció que sería poco probable que la peste se estuviese incubando entre aquellas gentes. Desde la plazoleta de la iglesia el sol brillaba en la media calle. En tu periplo ascendente continuaste detrás de los médicos. Subían por una empinada callejuela bordeada de aguas negras. Notaste entonces como los desperdicios se apilaban en algunas esquinas, sobre las aceras y despedían un olor desagradable, ácido, acre... Al llegar a una esquina, viste como yacía panza arriba a pleno sol y muerta, una gorda rata. Aguas negras emergían hacia la calle desde algunas casas. Las piedras del pavimento habían sido remplazadas por tierra que se apisonaba o se disolvía polvorienta con las carreras de los niños en alpargatas o descalzos. Al mirar hacia atrás a lo lejos divisaste las oficinas de la Aduana y más allá, pudiste ver un par de barcos fondeados en el puerto. El mar era de un azul de Prusia intenso y el cielo a esa hora casi no tenía color alguno. Mientras avanzabas, escrutabas con curiosidad el interior de algunas de las viviendas pobres. En ese momento comenzaste a presentir malos ratos futuros.

Experimentaste un dejo de preocupación al observar que no mejoraban de apariencia las casas a medida que penetraban en aquel laberinto de callejuelas. Detectaste muchas viviendas roñosas y no obstante, algunas estaban pintadas de colores o encaladas y sus balcones coloniales de madera pulida parecían pregonar la situación más holgada de sus habitantes. Ante una de estas viviendas coloniales se detuvieron los médicos. Tú te quedaste admirando a una linda jovencita quien canturreando barría la acera. Vestida con una  bata blanca el vaivén de su cabecita destacaba el negro de sus lacios cabellos. Fuiste entonces invitado a transponer el umbral para visitar al señor José Antonio Ruiz quien tenía más de dos semanas enfermo con una infección de los ganglios inguinales. Antes de dejar la calle soleada, volteaste a mirar los ojos de azabache de la niña quien levemente pareció sonreírte. En el cielo algunas gaviotas aleteaban flotando hacia el mar. Tú, en el quicio de la puerta, te detuviste a mirarla y la niña haciendo un mohín retiraría los cabellos de su cara para verte mejor. Te estremecerás al comprender que han llegado a tu mente recuerdos muy lejanos, casi olvidados en el tiempo...

Texto extraído de la tercera parte de la novela “El movedizo encaje de los uveros”, Ediluz, 2003       https://www.amazon.com/movedizo-encaje-los-uveros-Spanish/dp/1520319088
Maracaibo, 16 de enero del 2018

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