La Guaira de Natalia
Natalia se fue
mimetizando entre cujíes y tunas, cardones, abrojos, ramas de bora, nenúfares,
trillas y dunas. Ella se convirtió en una baquiana y conocía palmo a palmo el
terreno, era capaz de orientarse en lo más intrincado de un manglar y más que
una socióloga comenzó a transformándose en una parasitóloga experta en
artrópodos. Él insistía en que eran sus conocimientos de sociología los que la
habían compenetrado tan exageradamente bien con los ecosistemas y que muy
pronto se iba a transformar en una consumada patóloga-experimental. En ese
entonces y era de esperarse, del cariño y del desempeño mancomunado en el
trabajo rudo del campo pasaron a las confidencias. En las noches, con la luna
cabrilleando en los manglares como espejos de celofán, rodeados de cálidas
charcas englobando en emanaciones oscuras y salobres a cientos de insectos y
orillando el susurro de animales salvajes, él le habló de las desdichadas
experiencias de su vida, de la esperanza depositada en sus hijos, de sus amigos
y del pasado, ya casi olvidado, pero sobre todo del futuro y sus obsesiones
sobre la peste loca, de los mosquitos, del cáncer, del virus de la rabia y los
vampiros. Natalia, perdida la mirada tras las cejas gruesas, no permitió que él
hallara en el fondo de sus ojos ninguna respuesta; su juventud le escuchaba y
tan solo parecía decirle: adelante.
Entre los encajes y
las filigranas de la maleza contra el cielo lunar, ella también le confió
historias extrañas sobre su abuelo don Sebastián. Aquellas eran curiosas
aventuras vividas en las callejuelas del viejo puerto de la Guaira. Le relató
la pelea que don Sebas personalmente emprendiera contra la policía de Estrada y
sus hombres de la Seguranal, una guerra a muerte en tiempos del perezjimenismo,
llena de allanamientos y de persecuciones, una lucha que cesaría el año
cincuenta y ocho y que luego él por su cuenta recrudecería en los sesenta. Una
mescolanza de novelescos eventos plenos de acción y rebosantes de sol, de
barcos, de intentonas y de fracasos, de esfuerzos para cambiar las injusticias
del mundo, donde la gallardía y el amor de don Sebas era lo más pintoresco,
pues él pasaba de prófugo a héroe y de perseguido a comandante de guerrillas
urbanas. Los relatos de Natalia resumían una inconformidad ancestral contra la
opresión de diferentes gobiernos, donde al final de todos los inverosímiles
cuentos, aparecía ella, joven, morena, la nieta que relataba todas aquellas
vivencias de su abuelo, a través de la figura de su madre, conversándole, de
pie ante una mesa acolchada, planchando eternamente. Así ella conoció desde muy
niña a su abuelo Sebastián, el increíble aventurero, el intrépido justiciero,
don Sebas. En ocasiones, a ella le era
difícil asociar al Martín Valiente de las historias maternas, con el viejito
del sombrero de paja y del tabaco, con su carterita de caña blanca, su eterna
sonrisa y la mirada llena de amor, siempre en la cocina donde su madre
planchaba y planchaba ropa por encargo y especialmente su almidonado uniforme
blanco, inmaculado, para asistir sin faltar a la escuela por encima de
cualquier contingencia.
Creció sin saber por
qué llevaba en ella ese sentimiento contestatario que la mantenía en una eterna
confrontación, en la escuela y en el liceo, leyendo y haciendo periódicos y
cartas murales para expresar sus ideas y el sentir de sus compañeros. Cuando ya
era bachiller, muy joven, pronto destacaría entre las mejores. Así entró en la
Universidad, en Sociología y se graduó
cum laudem, uno de esos galardones apreciados por muchos; pero en su caso, lo
ostentaba sin ninguna jactancia, pues no podía ser el caso para quien venía
desde muy abajo. Quizás por ello, o tal vez por su sed de aprender y su
espíritu indómito, estaba viviendo algo que nunca soñó y además muy lejos de su
teatro de operaciones. Había asumido con entusiasmo aquel extraño trabajo en
otras tierras, al occidente del país, con otras gentes.
Él le pidió un día,
acompañarla e ir a visitar a su madre, él quería conocerla, en su casa, y
juntos viajaron desde Maracaibo hasta Maiquetía. Sin subir a la capital se
fueron directamente desde el aeropuerto al puerto de la Guaira. Un taxi los
dejó más allá de la casa de la Compañía Guipuzcoana, cerca de la iglesia. A pie
ascendieron por calles estrechas y empinadas llenas de basura, moscas, perros
realengos, negritos barrigones y olores ácidos. Cerca de la casa ya estaban
rodeados por un tropel de niñas con pelos entorchados llenos de tiras de papel
y de tela y varones de cabezas encrespadas o luciendo una mota lanuda y
sudorosa. Entre ellos, los perros y un bullicio de gritos interrumpido por la
música de salsa estridente que emergía a través de los ventanales de las casas,
fueron ascendiendo a pie. Al final de la calle Palma Sola, cerca del cerro,
estaba la casita de la madre de Natalia. Desde la puerta se divisaba el mar
brillando contra los edificios del puerto y hacia el infinito, el horizonte se
perdía en una bruma rosada. La madre y las hermanas de la joven socióloga
salieron a recibirlos. Todas eran alegres, dicharacheras, llenas de color y de
risa, con ese dejo en el hablar tan característico de las guaireñas. Así
pasaron el día riendo a carcajadas, entre bromas y cerveza fría, con los golpes
de brisa fresca que en el patio trasero les traía la música continua de la
salsa caribeña. La música desgranada en añil inundaba todo el vecindario…
Texto
con mínimos cambios extraído de la novela “La Peste Loca” http://www.amazon.es/Peste-Loca-Jorge-Garc%C3%ADa-Tamayo-ebook/dp/B00887NN8I
Maracaibo, 16 de enero del 2018
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