En 2015, como parte de mis “Relatos
siniestros” publiqué “Las Ordalías” en este blog. Hoy en 2025 me atrevo a
mostrarlo con “Ordalías” en lapesteloca.
Este es también uno de mis “cuentos” o “ejercicios narrativos” publicados en el
libro “Trípticos” que está en Amazon. Lo traigo de nuevo, ahora dividido en dos
partes para los lectores del blog.
Bocanadas grises de vómito descendían del cielo salpicando la tierra e
impregnando las piedras porosas del campanario. Los prebendados en el
refectorio pugnaban por olvidar las siete cabezas de la bestia asomadas entre
la espuma del mar y se entretenían saboreando las aceitunas rellenas, husmeando
las lonjas de carne de ovejo, revolviendo con sus manos desnudas los palominos
al salmorejo y dispersando descuidadamente los granos del arroz con ají,
pimientos, almendras y perejil.
El ventanal empañado por el aroma burbujeante de la espesa salsa que
hervía en el caldero, trepidaba con los embates de la lluvia. Silenciosos, los
clérigos escanciaban botellas de licor de toronjil y garrafones de vino de
ciruela de hueso, sin prestarle mucha atención a las monsergas que desde la
cabecera de la mesa repetía el obeso prelado envuelto en el muaré
purpurinoescarlata de su fino balandrán. Empecinado en recordar para todos los
singulares poderes de simulación que caracterizan al Maligno, la voluminosa
figura lograba estremecer a los menos distraídos, quienes de reojo le veían
orlado por sangrientos destellos, entre el parpadear de los candiles frente a
él y el brillo helado de los trazos que surcaban de un lado a otro el vitral a
sus espaldas.
En el sótano maloliente no se sentía la tormenta. El viejo bergante,
prior del Santo Oficio, miraba a las negras recorriendo calenturiento sus
redondeces; iba de las ancas a las nalgas calipígicas, pasaba de las tetas a
las piernas y a las entrepiernas y regresaba lúbrico el tonsurado, a los ojos
brillantes, a las blancas dentaduras, los gruesos labios entreabiertos, el
aliento tibio, las lenguas rosadas. Su braga goteaba un semen tibio y espeso
como el del mismísimo diablo. Envuelto en su jubón que olía a macho cabrío,
mezcla de ajos y chorizo rancio, emanaba un hálito de carroña y almizcle. ¡Qué
rico sabor debe tener tu leche y como ha de ser espesa tu miel, mambisa! Con un
tremor fino, las manos del viejo somormujo llenas de tofos gotosos y bubas
sarmentosas tomaron el látigo.
Miraba oblicuamente a las niñas, a las zambas jovencitas, a las mulatas
carnosas, a todas ellas, apelmazadas, semiocultas entre los cimarrones
corpulentos, capturados todos durante la interminable madrugada de aquel
ansiado sabath. Ahora en el foso pestífero, donde no se escuchaba el fragor
lejano de la tempestad, tan solo rumoroso se sentía como un eco, congolá,
congoró, ae, otalám ochúm, obalá, batubáeaee. Los esclavos que lograron
escapar, seguramente se escondieron en sus cumbes...
Los mofletudos monaguillos y los pajizos sacristanes escuchaban de pie,
recostados a la pared de piedra del refectorio el sartal de anatemas
teologales, mezcla de zalemas y charadas crípticas, sobre la conjura de los
cimarrones y la señal ominosa del Maldito amenazando el orbe desde la orilla del mar. El estridor de un
trueno lejano hizo temblar los vitrales y Monseñor elevó el tono de su voz
evacuando horrores sobre súcubos y cambiones, profiriendo airados improperios,
vituperios y vitriólicas imprecaciones contra Lucifer y sus huestes mandingas.
Por un instante se detuvo para tomar aire y en aquel momento de suspenso, todos
pudieron reconocer lejano el golpe de la kukurbata. Crujieron goznes y
postigos, se santiguaron los sacristanes, cerraron
sus párpados los monaguillos y con los ojos en blanco, los prebendados oyeron
el estruendoso crujido del ventanal golpeando contra las piedras y el viento
helado que espasmódicamente traía el tam tam, tam tam, impregnado de una lluvia
espesa como mazamorra.
Foete en
mano el anciano inquisidor aullaba vociferante, él estaba persuadido de que ese
era el día y esa la hora, pues la luna llena tenía que estar saliendo roja como
una inmensa gota de sangre y las ordalías se estaban dando sin detenerse y no
importaba que vientos de galerna parecieran agitarse por encima de la abadía
encrespando el incienso de los aquelarres.
-Por Lucifer y sus mil demonios, os digo que
hay un cimarrón que tiene a todos estos grifos endiablados y no está aquí, es
lo que presiento. ¡Coños! ¡Hallázdmelo! Revolved cielo y tierra si es necesario,
pero traezdlo aquí. ¡Encended los candiles, triglifos! Es la hora del conjuro.
¿A quién ofreceréis vuestros bebedizos? Mandingas cachidiablas. ¡Mojigatos!
¡Granujas! Cimarrones sediciosos, brujas, negras brujas...
Tam tam,
tam tam, tam tam a lo lejos, tam tam como un eco, tam tam la plegaria, tam tam
libertario, tam tam arrullante, tam tam filtrándose en las piedras porosas
hasta el tuétano, hasta el fondo del foso...
Cerraron
las hojas de roble, los truenos se aletargaron y en sordina se dejó oír el
lamento vibrante de los cumbes lejanos. Los acólitos trajeron nuevas botellas
de licor, mientras imperturbable el prelado proseguía su perorata aleccionadora
sobre la lujuria y las triquiñuelas de Asmodeo. Salmodiando les informaba sobre
los estigmas de las huestes de Belial, piernas de grifo, grandes manos negras
de seis dedos, mandingas del color del infierno, salamandras de cuero
cambiante, el olor de la peste, el color del ojo de los escorpiones venenosos,
negros...
Rebosante
en las jícaras, el manjar blanco era cuchareado y degustado con deleite por los
calóndrigos que se chupaban los dedos empingorotados de grasa y volvían a meter
la mano en el vientre de los corderos rellenos con pasas y picadillo de carne
de cerdo y esculcando el interior de los cabritos de carapacho rosado y
humeante desbordaban el guiso con desparpajo desparramándolo sobre las
bandejas...
El obeso
príncipe escarlata mascullaba sobre felones abyectos e impúdicos faunos del
Averno, deteniéndose tan solo para propinarle voraces dentelladas a su pata de
chivo asado que deglutía con sorbos de vino desde el borde mismo de su gran
copa dorada.
NOTA: Este relato continúa y finaliza mañana.
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