jueves, 19 de junio de 2025

Ordalías (1)


En 2015, como parte de mis “Relatos siniestros” publiqué “Las Ordalías” en este blog. Hoy en 2025 me atrevo a mostrarlo con “Ordalías” en lapesteloca. Este es también uno de mis “cuentos” o “ejercicios narrativos” publicados en el libro “Trípticos” que está en Amazon. Lo traigo de nuevo, ahora dividido en dos partes para los lectores del blog.

 

Bocanadas grises de vómito descendían del cielo salpicando la tierra e impregnando las piedras porosas del campanario. Los prebendados en el refectorio pugnaban por olvidar las siete cabezas de la bestia asomadas entre la espuma del mar y se entretenían saboreando las aceitunas rellenas, husmeando las lonjas de carne de ovejo, revolviendo con sus manos desnudas los palominos al salmorejo y dispersando descuidadamente los granos del arroz con ají, pimientos, almendras y perejil.

 

El ventanal empañado por el aroma burbujeante de la espesa salsa que hervía en el caldero, trepidaba con los embates de la lluvia. Silenciosos, los clérigos escanciaban botellas de licor de toronjil y garrafones de vino de ciruela de hueso, sin prestarle mucha atención a las monsergas que desde la cabecera de la mesa repetía el obeso prelado envuelto en el muaré purpurinoescarlata de su fino balandrán. Empecinado en recordar para todos los singulares poderes de simulación que caracterizan al Maligno, la voluminosa figura lograba estremecer a los menos distraídos, quienes de reojo le veían orlado por sangrientos destellos, entre el parpadear de los candiles frente a él y el brillo helado de los trazos que surcaban de un lado a otro el vitral a sus espaldas.

 

En el sótano maloliente no se sentía la tormenta. El viejo bergante, prior del Santo Oficio, miraba a las negras recorriendo calenturiento sus redondeces; iba de las ancas a las nalgas calipígicas, pasaba de las tetas a las piernas y a las entrepiernas y regresaba lúbrico el tonsurado, a los ojos brillantes, a las blancas dentaduras, los gruesos labios entreabiertos, el aliento tibio, las lenguas rosadas. Su braga goteaba un semen tibio y espeso como el del mismísimo diablo. Envuelto en su jubón que olía a macho cabrío, mezcla de ajos y chorizo rancio, emanaba un hálito de carroña y almizcle. ¡Qué rico sabor debe tener tu leche y como ha de ser espesa tu miel, mambisa! Con un tremor fino, las manos del viejo somormujo llenas de tofos gotosos y bubas sarmentosas tomaron el látigo.

 

-Negras, peste maldita. ¡Venid a mi follones! Azotazdlas. ¡Fueteazdlas sin compasión! Ha dado la orden, y los azores están enjaulados y los altanares confiscados y ya cercados estaban los mandingas, pues habían hecho presos a casi todos los esclavos. Aquella jauría de podencos que el capitán de los arcabuceros arrojara sobre los negros, latía afuera bajo la lluvia. La soldadera los había convertido en un amasijo de carne, estropajos y ahora era él mismo quien los retenía. Estaban a la orden del prior...

 

Miraba oblicuamente a las niñas, a las zambas jovencitas, a las mulatas carnosas, a todas ellas, apelmazadas, semiocultas entre los cimarrones corpulentos, capturados todos durante la interminable madrugada de aquel ansiado sabath. Ahora en el foso pestífero, donde no se escuchaba el fragor lejano de la tempestad, tan solo rumoroso se sentía como un eco, congolá, congoró, ae, otalám ochúm, obalá, batubáeaee. Los esclavos que lograron escapar, seguramente se escondieron en sus cumbes...

 

Los mofletudos monaguillos y los pajizos sacristanes escuchaban de pie, recostados a la pared de piedra del refectorio el sartal de anatemas teologales, mezcla de zalemas y charadas crípticas, sobre la conjura de los cimarrones y la señal ominosa del Maldito amenazando el orbe desde la orilla del mar. El estridor de un trueno lejano hizo temblar los vitrales y Monseñor elevó el tono de su voz evacuando horrores sobre súcubos y cambiones, profiriendo airados improperios, vituperios y vitriólicas imprecaciones contra Lucifer y sus huestes mandingas. Por un instante se detuvo para tomar aire y en aquel momento de suspenso, todos pudieron reconocer lejano el golpe de la kukurbata. Crujieron goznes y postigos, se santiguaron los sacristanes, cerraron sus párpados los monaguillos y con los ojos en blanco, los prebendados oyeron el estruendoso crujido del ventanal golpeando contra las piedras y el viento helado que espasmódicamente traía el tam tam, tam tam, impregnado de una lluvia espesa como mazamorra.

 

Foete en mano el anciano inquisidor aullaba vociferante, él estaba persuadido de que ese era el día y esa la hora, pues la luna llena tenía que estar saliendo roja como una inmensa gota de sangre y las ordalías se estaban dando sin detenerse y no importaba que vientos de galerna parecieran agitarse por encima de la abadía encrespando el incienso de los aquelarres.

 

-Por Lucifer y sus mil demonios, os digo que hay un cimarrón que tiene a todos estos grifos endiablados y no está aquí, es lo que presiento. ¡Coños! ¡Hallázdmelo! Revolved cielo y tierra si es necesario, pero traezdlo aquí. ¡Encended los candiles, triglifos! Es la hora del conjuro. ¿A quién ofreceréis vuestros bebedizos? Mandingas cachidiablas. ¡Mojigatos! ¡Granujas! Cimarrones sediciosos, brujas, negras brujas...

 

Tam tam, tam tam, tam tam a lo lejos, tam tam como un eco, tam tam la plegaria, tam tam libertario, tam tam arrullante, tam tam filtrándose en las piedras porosas hasta el tuétano, hasta el fondo del foso...


Cerraron las hojas de roble, los truenos se aletargaron y en sordina se dejó oír el lamento vibrante de los cumbes lejanos. Los acólitos trajeron nuevas botellas de licor, mientras imperturbable el prelado proseguía su perorata aleccionadora sobre la lujuria y las triquiñuelas de Asmodeo. Salmodiando les informaba sobre los estigmas de las huestes de Belial, piernas de grifo, grandes manos negras de seis dedos, mandingas del color del infierno, salamandras de cuero cambiante, el olor de la peste, el color del ojo de los escorpiones venenosos, negros...

 

Rebosante en las jícaras, el manjar blanco era cuchareado y degustado con deleite por los calóndrigos que se chupaban los dedos empingorotados de grasa y volvían a meter la mano en el vientre de los corderos rellenos con pasas y picadillo de carne de cerdo y esculcando el interior de los cabritos de carapacho rosado y humeante desbordaban el guiso con desparpajo desparramándolo sobre las bandejas...

 

El obeso príncipe escarlata mascullaba sobre felones abyectos e impúdicos faunos del Averno, deteniéndose tan solo para propinarle voraces dentelladas a su pata de chivo asado que deglutía con sorbos de vino desde el borde mismo de su gran copa dorada.

 

NOTA: Este relato continúa y finaliza mañana.

 

En Maracaibo, el jueves 19 de junio de 2025 

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