miércoles, 5 de junio de 2024

El incendio…


El repiqueteo del teléfono lo sacó de una horrible pesadilla. Su esposa estaba inmóvil a su lado y lo miró levantarse refunfuñando. Tras apartar la hamaca que cruzaba la habitación de un lado a otro él desapareció en el rectángulo negro de la puerta. Ella se incorporó. Todavía repicaba el timbre cuando encendió la lámpara en la mesita y mirando el reloj murmuró, las tres y veinticinco. Trató entonces de escuchar atentamente pero no entendió lo que decía su marido decía en el fondo del pasillo. Seguramente es por el ruido del aire acondicionado en el cuarto de la niña, pensó ella y decidió levantarse para echarles una mirada a los dos niños quienes dormían en el cuarto de enfrente y segurito que ya se habían desarropado…

 

Al llegar a la puerta lo vio. Él venía regresando del teléfono y una aureola que a ella le pareció como de susto envolvía su figura. Mirando sus pupilas negras, todavía dilatadas por la penumbra, su mujer lo detuvo y sin pedirle ninguna explicación, cariñosamente le pasó el brazo por la espalda. Él le explicó con una mal disimulada angustia que la llamada había sido desde el Centro de Investigaciones. Déjame prender la luz, le susurró ella. Hay un incendio. Él se lo dijo y ella con más miedo que asombro le preguntó. ¿Incendiaron el Centro? Me tengo que ir, tengo que ver qué pasa, murmuró él. Ella sintió como las lágrimas inundaban sus ojos y él la miró preocupado, pero trató de tranquilizarla diciéndole quedamente. Esto estaba previsto, me imagino de donde viene, pero amor, no te pongas así, no estés nerviosa, no va a pasarme nada, y no despiertes a los niños, en cuanto pueda avisarte, yo te llamaré.

 

Se había ajustado los pantalones sobre el pijama de rayas azules y mientras se calzaba sus mocasines sin ponerse las medias, a duras penas lograba abotonarse una guayabera gris. Con solo cuarenta años, sus cabellos eran negros y lucían despeinados, tal vez por ello y por su escaso bigotico ralo, en aquel momento de la madrugada no lucía la imagen del carismático investigador de las enfermedades tropicales, idealizado por algunos jóvenes estudiosos de la Facultad de Medicina quizás más que por su apariencia o que por su prestigio como científico, por el verbo encendido de su lengua, considerada un azote feroz de las autoridades universitarias blandengues. Con una palidez de rabia mezclada con el temor de lo que podría hallar, el director se sentía en ese instante jugando un papel de tonto, torpe e indeciso y ante lo que había presentido, sentía una especie de temor furioso. Se despidió de su mujer con un breve beso en la mejilla y tintineando las llaves de su Volswagen penetró en la oscuridad de la casa en busca de la puerta del garaje.

 

En la oscuridad de la madrugada, ante el volante de su escarabajo, él pensó de nuevo en la pesadilla sin poder recordarla bien. Ahora iba a encontrarse con el fuego y recordaba los días del agua. Fuego y agua, esa era la pesadilla. ¡Qué cosa! Fuego y agua. No tenía ni seis años, pero él lo recordaba todo perfectamente… Le encantaba la lluvia, aguaceros, chaparrones, chubascos y ocasionalmente vientos huracanados, en los tiempos cuando se extasiaba viendo descender los hilos de agua desde el zinc acanalado, creando una cortina de plata en el frente de su casa. Los hilos giraban chorreando y lo salpicaban mientras él estático, sentado en el piso de cemento pulido, oliendo la humedad matutina, se distraía percibiendo el viento frío de los temporales. Aún recordaba el eco de los truenos en las noches de lluvia, interminables, y en la mañana él veía nacer los ríos, las cañaítas en el barro, los riachuelos, los afluentes, los torrentes de lodo, los lagos y más atrás un mar que se insinuaba costeando las raíces del tamarindo inmenso...


 

Se imaginaba la lluvia, repiqueteando en el techo, sobre su hamaca de niño, escuchando los sapos croar en el jagüey... Sabroso era irse a dormir arrullado por ellos, sin soñar con espantos, ni brujas, ni ciempieses, escuchando el sonido musical de los sapos y la lluvia, un concierto de la mejor sinfónica. Los sapos del jagüey siempre lo hacían soñar, entonces volaba por el aire y conversaba con ellos quienes lo llevaban hasta el fondo, bajo el mantel de limo, desde donde podía mirar a algunos niños flotando en sus bateas, y descendía suavemente hasta tocar con los pies el barro gredoso, atisbando como brillaba el agua, cabrilleando allá arriba, hasta sentirse atascado en el fondo, otra vez, anclado en la arcilla para encontrarse un ratico después en la orilla y sentarse entonces a jugar. Hacer la fila larga de bolitas de barro muy redondas, para usarlas con la honda. Después, acostado en el piso de cemento helado, ante el cielo sin nubes, admirar el encaje verdoso de los cujíes luciendo gotas en cada una de sus hojas partidas, sin que pudieran ellas mismas saber que iban a hacer, si decidían quedarse allí, secándose, tal vez para morir, o si iban a evaporarse antes de llorar hacia el suelo...

 

Llegó y el resplandor crecía con tonalidades malva y fucsia; más cerca destacaban las luces rojas de algunas patrullas. Las llamas se alzaban con destellos anaranjados, lengüetas bermejas y torbellinos de humo negro que ascendían entre crujidos, chasquidos y pequeñas explosiones. ¡Los frascos! Él pensó en los animales de sus experimentos. ¡Se producía otra explosión! Los bomberos recién llegaban preparando las mangueras. Arribó un camión cisterna. Las dos hermanas sus cercanas colaboradoras se acercaron a él, ambas llorosas. Su investigador más activo estaba realmente furioso ante el incendio y daba órdenes; les planteaba si acaso se podrían recuperar algunos microscopios en la parte trasera, pero ¿cómo llegar hasta allí? Más explosiones, los ojos claros de una de sus investigadoras eran un mar de lágrimas. Otro de los jóvenes investigadores estaba indignado y se acercó hasta su atribulado Jefe y conteniendo la furia le dijo, que algo sabia y que las cosas no se iban a quedar así... ¡Lo juro!  Él lo miró abatido y tan solo musitó. No jures en vano muchacho...


Entonces fue cuando él quiso pensar en su esposa y en sus tres hijos, y repasó en segundos su niñez en la Cañada y su vida en Palmarejo, mirando las luces de Maracaibo, revivió sus estudios de Medicina en la Central, y los años de médico rural, y recordó de la dura adaptación de su mujer, la dulce niña bien, a la medicatura en el monte, a la vida rústica. Ella, su dulce esposa, era la niña de sus ojos. Otra explosión y lenguas de fuego lo estremecieron y pensó nuevamente en ella; se casaron en contra de sus padres, es que él siempre había sido tan pobre, tan solo contaba con la gran riqueza de su espíritu y con su Universidad. Cuando pudo habitar en la ciudad de las luces, la que él llamaba su “ciudad de fuego” la misma donde durante años él se entregó a la Universidad. Instructor, profesor Asistente, y viajaron y regresaron después de que la democracia renaciera en el país, y ya era profesor Agregado, antes de tener treinta años era un investigador nato que estimulaba a sus discípulos para expandir su sed de conocimientos con publicaciones serias.

 

El poseía el tesoro de aquel selecto grupo de jóvenes médicos que lo rodearon para crear el Centro que se transformaría en un Instituto, pero había un problema, se lo dijeron, tenían que definirse. El humo negro cambiaba con el viento y era sofocante... ¡Hay que estar en el güiro de la política, de la politiquería, porque si no, se los lleva quien los trajo! Fue en ese entonces cuando él, quien no aceptaba a priori la obligación de mezclar la gimnasia con la magnesia, decidió hablar con la crudeza que le caracterizaba.

 

“Los profesionales universitarios egresan para mantener el estado de dependencia que nuestra sociedad exige, por ello no estimulamos la investigación ni la creatividad, ni el juicio, formamos masa para los poderosos quienes son cultural y tecnológicamente dependientes..."… "Cuando les reclamé a las propias autoridades de esta mi Facultad, cuando les llamé la atención sobre este hecho que es una vergüenza, cuando les dije, señores, aquí entonces la ley no se cumple, me dijeron: en este país la ley sólo se hizo para los pendejos. Si señores míos, con esas palabras, las propias autoridades en el recinto del Consejo de la Facultad, y coreados por algunos Consejeros, el mismísimo Decano me espetó de frente. ¿Y es que usted acaso no sabe que la ley es lo que menos importa en este país?"

 

Después se produjo el incendio...

 

NOTA: con modificaciones puntuales, el texto es extraído de mi novela “La Peste Loca” (Maracaibo, 1997).

 

En Maracaibo, el  miércoles 5 de junio del año 2024

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