jueves, 5 de septiembre de 2019

Edgar Allan Poe ( 5 )



Edgar Allan Poe
5-En su final…
Al principio fue el miedo. Se sabe que Edgar le temía a la oscuridad, que no podía dormir, que “Muddie” debía quedarse horas a su lado, teniéndole la mano. Cuando se apartaba al fin de su lado, él abría los ojos. “Todavía no, Muddie, todavía no...”. Pero de día se puede pensar con ayuda de la luz, y Edgar es todavía capaz de asombrosas concentraciones intelectuales. De ellas va a nacer Eureka, así como del fondo de la noche, del balbuceo mismo del terror, rezumará la maravilla de Ulalume.  El año 1847 mostró a Poe luchando contra los fantasmas, recayendo en el opio y el alcohol, aferrándose a la adoración espiritual de Marie Louise Shew, que había ganado su afecto durante la agonía de Virginia. Ella contó más tarde que Las campanas nacieron de un diálogo entre ambos. Contó también los delirios diurnos de Poe, sus imaginarios relatos de viajes a España y a Francia, sus duelos, sus aventuras. Mrs. Shew admiraba el genio de Edgar y tenía una profunda estima por el hombre. Cuando sospechó que la presencia incesante del poeta iba a comprometerla, se alejó apenada, como también lo había hecho Frances Osgood.

Entonces entra en escena la etérea Sarah Helen Whitman, poetisa mediocre pero mujer llena de inmaterial encanto, como las heroínas de los mejores sueños vividos o imaginados por Edgar, y que además se llama Helen, como se había llamado su primer amor de adolescencia. Mrs. Whitman había quedado tempranamente viuda, pertenecía a los literati y cultivaba el espiritismo, como la mayoría de aquéllos. Poe descubrió de inmediato sus afinidades con Helen, pero en su creciente desintegración, en 1848, mientras por una parte mantiene correspondencia amorosa con Mrs. Whitman, que todavía conmovía a los entusiastas del género, por otra parte conoce a Mrs. Annie Richmond, cuyos ojos le causan profunda impresión y de inmediato la visita, gana la confianza de su esposo y de toda la familia, la llama “hermana Annie” y descansa en su amistad, encuentra ese alivio espiritual que requería siempre de las mujeres y que una sola era ya incapaz de darle.

Los movimientos de Edgar en estos últimos tiempos son complicados, fluctuantes, y a veces desconocidos. Dio alguna conferencia. Volvió a “su” Richmond, donde bebió terriblemente y recitó largos pasajes de Eureka en los bares, para estupefacción de honestos ciudadanos. Pero también en Richmond, recobró la normalidad, y pudo vivir sus últimos días felices porque tenía allí viejos y leales amigos, familias que lo recibían con afecto mezclado de tristeza, y quedan crónicas de paseos, bromas y juegos en los que “Eddie” se divertía como un chico. Asoma entonces, en una de sus conferencias, la imagen de Elmira, su novia de juventud, que había quedado viuda y no olvidaba al hombre de quien la apartara una conjura familiar. Edgar debió de verla y pensar en ella. Pero Helen lo atraía mágicamente y volvió al Norte con expresa intención de proponerle matrimonio. Helen era incapaz de resistir la fascinación de Poe, pero no se sentía dispuesta a casarse de nuevo. Prometió reflexionar y decidirse. Edgar se fue a esperar su decisión a casa de Annie Richmond, lo cual es perfectamente característico.

Todo se vuelve cada vez más brumoso; Poe recibe una carta indecisa de Helen y, entretanto, su afecto por Annie parece haber aumentado, tanto que, al separarse de ella, le arrancó la promesa de que acudiría a su lecho de muerte. Desgarrado por un conflicto entre lo imaginario y lo real, Edgar partió dispuesto a visitar a Helen, sin llegar a su destino. “No me acuerdo de nada de lo sucedido”, diría luego en una carta. Pero él mismo narra su tentativa de suicidio. Compró láudano y bebió la mitad del frasco en Boston. Antes de tener tiempo de tomar la otra mitad (que lo hubiera matado) sobrevino la reacción de su organismo ya habituado al opio, y Edgar vomitó el exceso de láudano. Cuando más tarde llegó a casa de Helen tuvo lugar una escena desgarradora, hasta que ella consintió en el matrimonio si Edgar le prometía abstenerse para siempre de toda droga o estimulante. Poe lo prometió, volviendo al cottage de Fordham, donde Mrs. Clemm lo esperaba angustiada por su larga ausencia y los rumores que llegaban sobre las locuras de “Eddie”.

Esos días se ven reflejados en la correspondencia enviada en aquel momento a Helen, a Annie, y a algunos amigos; por la miseria, la inquietud, y una angustia que la promesa de Helen no alcanzaba a borrar, y que por el contrario, configuraba el clima indefinible de las pesadillas. Edgar sabía que los literati batallaban para disuadir a Helen y que la madre de ésta temblaba por las consecuencias del matrimonio. Le disgustó que en la redacción del contrato de bodas los escasos bienes de Mrs. Whitman fueran puestos deliberadamente a salvo de su alcance, como si le creyeran un aventurero. En vísperas de la boda pronunció una conferencia que fue aplaudida con entusiasmo, pero simultáneamente Helen se enteró de las visitas de Edgar a la casa de Annie, rumores, por demás falsos, que circulaban al respecto. Edgar había bebido con unos amigos, aunque sin embriagarse. Todo ello provocó a último momento la negativa de Helen. Edgar le suplicó pero en vano. Ella volvió a decirle que le amaba, pero se mantuvo firme, y el poeta retornó a Fordham en un infierno de desesperación.

Quizá este mismo infierno le ayudó a levantarse una vez más. Sería la última. Asqueado por los rumores, la maledicencia, la sociedad de los literati y sus mezquinas querellas, se encerró en el cottage con Mrs. Clemm y luchó con los restos de su energía para salir adelante, editar, por fin, su nunca olvidada revista y reanudar el trabajo creador. De enero a junio de 1849 pareció agazaparse y esperar. Pero hay un poema, Para Annie, en el que Poe se describe a sí mismo muerto, feliz y abandonadamente muerto, por fin y definitivamente muerto. Era demasiado lúcido para engañarse sobre la verdad, y cuando iba a Nueva York se entregaba al láudano con desesperada avidez. Un admirador le escribió entonces ofreciéndole financiar la revista que tanto había deseado. Era la última oportunidad de su vida. Pero Edgar, perdía siempre en el juego y también perdió esta vez.

El final comprendió dos terribles etapas con un interludio amoroso. En julio de 1849, Poe abandonó Nueva York para volver a la ciudad de Richmond. No se sabe por qué lo hizo, quizás movido por un oscuro instinto de refugio, de protección. Lleno de presentimientos, se despidió de la pobre “Muddie”, que no volvería a verlo. De una amiga se separó diciéndole que estaba seguro de no regresar; lloraba al decirlo. Era un hombre con los nervios a flor de piel, que temblaba a cada palabra. No se sabe cómo llegó a Filadelfia, interrumpiendo su viaje al Sur, hasta que a mediados de julio, probablemente después de muchos días de intoxicación continua, Edgar entró corriendo en la redacción de una revista donde tenía amigos y reclamó desesperadamente protección. La manía persecutoria estallaba en toda su fuerza.

Estaba convencido de que “Muddie” había muerto; probablemente quiso matarse a su vez, pero “el fantasma” de Virginia lo habría detenido... La alucinante teoría duró semanas enteras hasta que Edgar empezó a reaccionar. Entonces pudo escribir a Mrs. Clemm, pero el párrafo central de su carta decía: “Apenas recibas ésta ven inmediatamente... Hemos de morir juntos. Inútil tratar de convencerme: debo morir...” Sus desolados amigos reunieron algún dinero y lo embarcaron rumbo a Richmond; durante el viaje, sintiéndose mejor, escribió otra carta a “Muddie” reclamando su presencia. Lejos de ella, lejos de alguien que lo acompañara y cuidara, Edgar estaba siempre perdido. El más solitario de los hombres no sabía estar solo. Apenas llegado a Richmond escribió otra vez. “Llegué aquí con dos dólares, de los cuales te mando uno. ¡Oh, Dios, madre mía! ¿Nos veremos otra vez? ¡Oh, ven si puedes! Mis ropas están en un estado tan horrible y me siento tan mal...”

Los amigos de Richmond le proporcionaron sus últimos días tranquilos. Bien atendido, respirando la atmósfera virginiana que, después de todo, era la única verdaderamente suya, Edgar nadaba una vez más contra la corriente negra, como había nadado de niño para asombro de sus camaradas. Se le vio de nuevo paseando reposadamente por las calles de Richmond, visitando las casas de los amigos, asistiendo a las tertulias y a las veladas, donde, claro está, lo asediaban cordialmente para que recitara El cuervo, que en su boca se convertía en “el poema inolvidable”. Y luego estaba Elmira, su novia lejana, convertida en una viuda de respetable apariencia, y a quien Edgar buscó de inmediato como quien necesita cerrar un círculo, completar una forma imperfecta. Luego se diría que Edgar no ignoraba la fortuna de Elmira. Sin duda no la ignoraba; pero es gratuito y sórdido ver en su retorno al pasado una maniobra de cazador de dotes.

Elmira aceptó de inmediato su compañía, su amistad, su pronto galanteo. En la adolescencia había prometido ser su mujer; los años habían pasado y Edgar estaba otra vez ahí, fatalmente bello y misterioso, aureolado por una fama donde el escándalo era una prueba más del genio que lo provocaba. Elmira aceptó casarse con él, y aunque hubo una etapa de malentendidos y algunas recaídas de Edgar, hacia septiembre de 1849 el matrimonio quedó definitivamente concertado para el mes siguiente. Decidió Edgar viajar al Norte en busca de “Muddie”, y para entrevistarse con Griswold, quien había aceptado ocuparse de la edición de las obras del poeta. Edgar pronunció una última conferencia en Richmond, repitiendo su famoso texto sobre El principio poético, y la delicadeza de sus amigos halló la manera de proporcionarle el dinero necesario para el viaje.

A las cuatro de la madrugada del 27 de septiembre de 1849, Edgar se embarcó rumbo a Baltimore. Como siempre en esas circunstancias, estaba deprimido y lleno de presentimientos. Su partida a hora tan temprana (o tan tardía, pues había pasado la noche en un restaurante con sus amigos) parece haber obedecido a un repentino capricho suyo. Desde ese instante todo sería niebla, que se desgarra aquí y allá para dejar entrever el final. Se ha dicho que Poe, en los períodos de depresión derivados de una evidente debilidad cardíaca, acudía al alcohol como un estimulante imprescindible. Apenas bebía, su cerebro pagaba las consecuencias. Este círculo vicioso debió cerrarse otra vez a bordo durante la travesía a Baltimore. Los médicos le habían asegurado en Richmond que otra recaída sería fatal, y no se equivocaban. El 29 de septiembre el barco atracó en Baltimore y Poe debía tomar allí el tren para Filadelfia, pero se hacía necesario esperar varias horas. En una de estas horas se selló su destino.

Se sabe que cuando visitó a un amigo ya estaba ebrio. Lo que pasó después es sólo materia de conjeturas. Se abre un paréntesis de cinco días, al final de los cuales un médico, conocido de Poe, recibió un mensaje presurosamente escrito a lápiz, informándolo de que un caballero “más bien mal vestido” necesitaba urgentemente su ayuda. La nota procedía de un tipógrafo que acababa de reconocer a Edgar Poe en un borracho semiinconsciente, metido en una taberna y rodeado por la peor ralea de Baltimore. Eran días de elecciones, y los partidos en pugna hacían votar repetidas veces a pobres diablos, a quienes emborrachaban previamente para llevarlos de un comicio a otro. Sin que exista prueba concreta, lo más probable es que Poe fuera utilizado como votante y abandonado finalmente en la taberna donde acababan de identificarlo. La descripción que más adelante haría el médico muestra que estaba ya perdido para el mundo, a solas en su particular infierno en vida, entregado definitivamente a sus visiones.


El resto de sus fuerzas (vivió cinco días más en un hospital de Baltimore) se quemó en terribles alucinaciones, en luchar con las enfermeras que lo sujetaban, en llamar desesperadamente a Reynolds, el explorador polar que había influido en la composición de Gordon Pym y que misteriosamente se convertía en el símbolo final de esas tierras del más allá que Edgar parecía estar viendo, así como Pym había entrevisto la gigantesca imagen de hielo en el último instante de la novela. Ni “Muddie”, ni Annie, ni Elmira estuvieron junto a él, pues lo ignoraban todo. En un intervalo de lucidez, parece haber preguntado si quedaba alguna esperanza. Como le dijeran que estaba muy grave, rectificó: “No quiero decir eso. Quiero saber si hay esperanza para un miserable como yo”. Murió a las tres de la madrugada del 7 de octubre de 1849. “Que Dios ayude a mi pobre alma”, fueron sus últimas palabras. Más tarde, biógrafos entusiastas le harían decir otras cosas. La leyenda empezó casi en seguida, y a Edgar le hubiera divertido estar allí para ayudar, para inventar cosas nuevas, confundir a las gentes, poner su impagable imaginación al servicio de una biografía mítica.

F I N
Mississauga, Ontario, jueves 5 de septiembre, 2019

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