lunes, 29 de abril de 2019

Rumbo a Saimadoyi (II)


Rumbo a Saimadoyi (II)

La trocha verde se va cerrando y la maleza cada vez más intrincada se abre a golpes de machete. Machetazos a la derecha y a la siniestra. El baquiano los descarga sin consideración. ¿Por qué tenerla? Los árboles inmensos se enredan muy arriba oscureciendo el terreno y la luz penetra solamente a través de pequeñas hendiduras. Rayos del sol descompuestos en sus colores pincelan los troncos cubiertos de parásitas, los bejucos retorcidos, la superficie aterciopelada de musgos y líquenes e innumerables hojas con los más variados tonos de verde  ondulan, se van moviendo. Las mulas avanzan otra vez, van descendiendo montaña abajo y entonces tienes que afincarte en el pomo de la silla.

Ya se acercan a otro río donde la tierra es blanda y el capitán que va adelante ha decidido bajarse y llevar a su mula. No anda, y él la arrea, la toma del cabestro, suavemente lo tironea y sus botas se hunden en el fango. El barro muy gredoso es amarillo, y crees ver desaparecer al hombre. Se hunde hasta las rodillas. La mula de José Luis parece querer sentarse a cada rato sobre el terreno embarrialado. Se levanta, piafa y se sienta de nuevo, relincha y continúa después marchando. Desciende al lado de la mula de Nerio pero súbitamente ésta se le adelanta rompiendo la fila india. Entonces te tropieza, golpea tu espalda, sientes húmedo el morro del animal, te salpica en el rostro. A lo lejos lograrás divisar al colombiano. A los guardias que se han adelantado, se les oye gritar. Están bastante más abajo, ya casi van llegando al río.

Era algo inevitable, Nerio no puede dominar la prisa de su mula mañosa y ves cómo va tropezando y  te rebasa. Cuando se le desliza la silla de montar, la cincha cede y Nerio cae arrastrando sobre si al animal. En un instante los dos están chapaleando en el barro, hasta que se incorporan ambos, bufando. Los ves embarrialados hasta los ojos mientras escuchas los gritos de los hombres. Andan buscando un vado, y tú los oyes, los percibes cada vez más lejanos, se confunden sus ecos con el ruido del agua, y el graznido de aves entre el follaje y más lejano aun, crees percibir gruñidos, quizás fieras ocultas... Ahora es el sol. Ves como penetra a raudales, brilla en el agua, desciende y baña las piedras gigantescas, las enciende de luz. Más allá la corriente es cristalina, muy suave, con tonos helados de azul aguamarina y de esmeralda. En un remanso se dibujan patas arriba los inmensos árboles.

Te has mojado ya hasta la cintura, que remedio te dices, cruzar el río era necesario. Preocupado, revisas el envase con el fijador, lo aprietas con cuidado, sin él no  habrá como captar los soñados microbios. ¿Vivirán en los ojos de los motilones? Un estruendo sobresalta a tu mula. Es uno de los guardias, ha resbalado en una piedra revestida de limo y ha caído en el agua. El máuser se le ha disparado. El capitán lo mira explotando y cientos de imprecaciones llueven sobre su humanidad, del hombre que está emparamado, el barro de sus botas y de los pantalones se ha lavado en el río. Después el militar te dice que tan solo faltan tres montañas y vadearán dos ríos más. Ves cómo se ríe el colombiano quien te dice. Despreocúpese compa, la última vez, se ahogó un guardia viniendo a Saimadoyi, y uno de los baquianos en el último paso se nos fue con la carga, pero eso fue tan solo, purita mala suerte. Luego se voltea y grita. ¡Upa mula! Seguimos avanzando…

Desde la cima de la sexta sierra y entre el follaje de los inmensos árboles, al fin logro ver lo que nos señala el baquiano. Allá abajo, me dice, allá está Saimadoyi. Yo sólo diviso en el azul lejano, unas chozas y cuatro bohíos que lucen gigantescos. Descansan como monstruos rectangulares, grises dinosaurios de paja, están petrificados, parecen carapachos lanudos echados sobre la tierra y circundados por un halo de turgente verdor. Desde el centro del sitio, diviso una columna de humo que se eleva y me doy cuenta de que uno puede ver como hormiguitas a los indios que se mueven entre los bohíos.

Poquito a poco, inadvertidamente las mulas comienzan el descenso y entretanto yo repaso en mi mente toda la información acumulada desde mi niñez. Está codificada en mis neuronas, y todo se refiere a los indios motilones. Hago cortocircuitos eléctricos, ellos vienen estimulando una súbita activación de las sinapsis, mis neuronas, supongo van vomitando impulsos que ensamblan con la nueva información, son datos que penetran por los ojos, los oídos y hasta el olfato. Mi conciencia las registra, asimila y las coteja con recuerdos y con ideas perdidas en la maraña dendrítica. La imagino fluyendo entre una estopa de astrocitos, los impulsos me imagino se imbrican y se van tejiendo, entrelazándose, como las trenzas de las botas de cuero de mi padre.

Botas de cacería, las botas de ir a Perijá. Mis impulsos eléctricos las registran con mirada de niño y están llenas de barro. Súbitamente se hace presente el olor a loción mentolada, puedo ver a mi madre, sus manos delicadas, frotándole el mentol en las picadas. Es por las garrapatas. Lo sé, y las miro hinchadas por la sangre. Barro seco, trenzas, mentol y garrapatas muy gordas. Las garrapatas de Perijá, fueron las compañeras inseparables en los viajes de cacería de mi padre. Todo regresa en la distancia a mi infancia lejana. Viajes a las haciendas de sus amigos, y mientras descienden las mulas montaña abajo yo percibo como un olor a moho, a cordón franciscano, ¿acaso las visitas a los capuchinos?, o más bien huele a incienso, un olor religioso…

En mi cabeza se mezcla todo con las historias sobre los motilones… Cuentos de tierras muy fértiles, perdidos y feraces valles entre las montañas, con temperaturas increíbles, lo que la gente llama un clima de montaña, más allá del río Negro, muy lejos del Tukuko, y sobre el lomo de mi mula revivo algunos cuentos. Rememoro la expresión adusta y arrugada del viejo obispo de Machiques, el día de la sonora cachetada, el anciano con su luenga barba y uno esperando recibir aquella bofetada confirmadora antes de irse de regreso a la casa.  Me confirmaron, en la iglesia de los capuchinos, un templo gótico, bóvedas ojivales, nunca terminaban de construirlo, como las catedrales medievales, eternamente, y así, siempre recuerdo la barba gris de fray Cesáreo…
( Continuará mañana)

Mississauga, Ontario Canadá, el lunes 29 de abril del año 2019

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