domingo, 28 de abril de 2019

¿Hay tracoma en Saimadoyi?



¿Hay tracoma en Saimadoyi?

Lejanas están la Sierra de Perijá y los Montes de Oca, lejanos, sí. ¿Y uno? Uno con afición a la investigación. Uno, resulta que se encuentra aspirando encontrar el virus del tracoma en las ulceradas córneas de los indios motilones, y esto espera lograrlo más allá del Aricuaizá, cerca de la frontera con el denominado hermano país, en lo que llaman la sexta sierra...

Uno se encuentra soñando con meter bajo el lente del microscopio el exudado fibrinopurulento extraído de los ojos de los indígenas motilones, y espera ver los cuerpos de inclusión que identificar al germen del tracoma. Sí, y más aún, uno está considerando la posibilidad de examinar con el microscopio electrónico las muestras de las conjuntivas y de los raspados corneales, o las muestras de la linfa de nuestros motilones...

Tal vez bastará con la linfa, sí… Uno piensa... La linfa… Como la que rezumaba en la oreja de aquel árabe… Una oreja perdida en la bruma del tiempo. Oreja anécdota, escuchada en boca de mi padre varias veces… Entretejida historia que viene con recuerdos de mi infancia, sobre aquel amigo, su coterráneo, el doctor Arquímedes, con ese nombre griego de maracucho autóctono, Arquímedes Fernández, siempre con una lanceta en la mano y la oreja del árabe… ¿El año? 1923. El sitio. Una de las salas del hospital La Salpêtrière, en París, ciudad luz, pero fría y distante del suelo marabino. Entonces uno, que es niño aún, cree escuchar al galeno, el avezado clínico de la ciudad del lago y las palmeras, uno cree oírle contradecir al famoso Professeur Tellier, e insistir que aquel paciente berebere, con las córneas ulceradas por las arenas del desierto, por el sol y la infección con el microbio del tracoma como decían todos, es otra cosa… Se hace silencio y uno casi le oye las explicaciones al morenito galeno maracucho, ante las ventanas, de pie, frente la cama y al profesor Tellier. Él está mirando a sus colegas y a los estudiantes...

-Es un leproso, monsieur le professeur. Así veía él al árabe, con sus orejas gruesas, la faz leonina, con aquella frente nodular y prominente. Un leproso. Era un enfermo fácil de diagnosticar para le docteur extranjero. Él había visto muchos en el ejercicio de su apostolado, en la isla de Providencia, un pedazo de tierra frente a la ciudad de las palmeras azules, en aquel leprocomio conocido como la isla de los Lázaros, un islote de tierra flotando entre Palmarejo y Maracaibo, en la mitad del lago de cristal, el mismo sitio frente a la ciudad donde yo había nacido, sobre la misma tierra, la del doctor Fernández y la de mi padre, quien tenía todo el crédito de la historia, pues era él mismo quien se la había relatado a uno…

Uno se lo imagina… Es fácil entender la curiosidad, el asombro, la risa, la incredulidad de los colegas y estudiantes parisinos, todos situados alrededor del árabe enfermo y del terco, pequeño morenito galeno marabino. Allí, atentos todos, atisbando risueños la cara del berebere leonino, y uno hasta sonríe, pues le es fácil escuchar en un francés de intenso acento maracucho, sus palabras… ¿Aguántense un momento? O quizás diría… ¡Deteneos! Todos estaban asombrados cuando escucharon al peculiar galeno pedir los colorantes, solicitar unas láminas de vidrio, y preguntar por una lanceta.

 Él tomó la lanceta con la diestra y con la izquierda presionó el lóbulo de la oreja para luego provocar un fino corte, superficialmente, y haciendo suave expresión esperó que fluyese la linfa... Entonces secó la oreja y luego como si fuese un malabarista, se dio vuelta y tiñó las láminas con los colorantes y… ¡Voilà!  El asombro de los franceses fue genuino. Atónitos quedaron ante el microbio colorado quien les miraba desde el microscopio. El bacilo de Hansen, pululando en la linfa de aquel árabe, hospitalizado por tracoma, en la sala 8 del Hospital La Salpêtrière. En el mismo sitio donde las grandes histèrie hicieran muy famoso al maestro Charcot, era el mismo escenario, pero ahora con aquel paciente africano con úlceras corneales que todos creían afectado por el microbio del tracoma, y era tan solo un leproso.

Hay un frío otoñal que estremece la capital francesa, y casi que nos enfría el relato... Arquímedes Fernández, tan lejos de su tierra, le docteur extranjero por su acierto diagnóstico, ganó prestigio y reconocimiento. Por eso, uno recuerda el final de la historia, y casi puede escuchar los pasos del morenito médico, sobre las hojas secas, frente a la puerta del hospital y percibir cuando él se acerca y se detiene al escuchar la voz del viejo portero, saludante… Bonjour monsieur le professeur Fernadés…

Así pues, uno, con estos recuerdos en el subconsciente se encuentra ahora, pensando en las córneas de los motilones, a más de noventa y cinco años de aquel episodio, regresa otra vez para discurrir sobre el microbio del tracoma. Otra vez con los recuerdos de aquel deseo de mirar a través de un microscopio. Pero no estábamos en la ciudad luz, en aquel otro entonces se trataba de ascender a la sexta sierra, para conocer a los feroces salvajes motilones, los pobladores de una lejana misión de frailes franciscanos capuchinos, una aldea motilona con el nombre musical de Saimadoyi… Uno que no ha ido más allá del pueblo de Machiques, uno que ni siquiera conoce la misión del Tukuko, uno que pocas veces se ha adentrado en la selva, recuerda como soñaba y divagaba, antes de decidirse, pensando en motilones ciegos, en motilones feroces que flechan a los blancos, en motilones tuertos con úlceras corneales y leucomas en el blanco del ojo, y uno siempre pensando en las muestras que habría de tomar…

Luego, uno pensaría si acaso podría hacerles la tinción negativa y mirar las muestras con el ojo mágico que dispara electrones y detectar la ultraestructura del virus del tracoma, y uno quizás podrá decir, no es ese un virus, y preguntarse si será una bacteria, es un microbio raro, y en realidad uno no sabe ni como es, pero confía en hallarlo, porque a uno la idea le ha calado y la roe día tras día y hace planes, construye imágenes con sus amigo José Luis el fotógrafo de verborragia incontrolable e ímpetus juveniles, y con Nerio, oftalmoscopio en mano, el colega que dice ser experto en ojos… 

Uno, al final se convence de que somos tres socios en una aventura proyectada a corto plazo, en una expedición ya programada, en un viaje hacia la selva, para hallar algo desconocido. Uno sueña con ubicar un foco infestado de tracoma en las montañas de Perijá, en los Montes de Oca, en la vecindad con la frontera del país hermano, en la sexta sierra, en Saimadoyi...
   
Con algunas modificaciones, texto parcialmente extraido de mi novela "La entropía tropical"(Ediluz:2003)

  Hoy en Mississauga, Ontario, Canadá, el 28 de abril de 2019

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