lunes, 11 de febrero de 2019

El naufragio del Valleta



El naufragio del Valleta

La tempestad había sacudido inclemente la carraca veneciana. Durante la mañana uno de los marineros cayó al mar y no fue posible rescatarlo. Un joven grumete italiano había desaparecido en medio del oleaje y para el capitán calabrés, aquello era una desgracia. Era la primera vez que perdía a uno de sus hombres. Este trágico acontecimiento pareció impulsarlo a tomar una drástica determinación. Aprovechando que la lluvia había cesado y ya habiendo pasado el mediodía, convocó a los marineros, y les pidió reuniesen a todos los peregrinos en cubierta. Con varias teas encendidas, revisaron todos los recintos y sacaron a hombres, mujeres y niños del castillo de proa y de los camarotes improvisados en las bodegas. El espectáculo que hubo de presenciar Andrés, quien salió a cubierta para ser parte de un tumulto de gente que lloraba y dando gritos desesperados se abrazaban y se mesaban los cabellos fue muy triste. De la sentina retiraron el cuerpo amortajado de la niña muerta y hallaron igualmente seis cadáveres que fueron también colocados sobre el maderamen de la cubierta. Los marineros los envolvieron en trapos y fueron anudados con sogas. Pronto se transformarían en tres bultos a la vista de los aterrorizados peregrinos.

El viento arrastraba por encima del Valleta densos nubarrones oscuros que se movían tumultuosos restallando algunos relámpagos mientras una extraña lucidez se destacaba en el horizonte hacia el poniente. El capitán les informó a gritos que era necesario aligerar el barco de su pesada carga y que lanzarían una parte de ella al mar, principalmente serían toneles de vino que llevaban en las bodegas. Trató de serenar a la gente, explicándoles que estaban haciendo lo mejor que podían y les pidió encarecidamente que cesasen las lamentaciones y los llantos. Luego solicitó algún voluntario para decir un responso porque les avisó que se disponía a lanzar los cuerpos al mar. A partir de ese momento, la confusión se mezcló en la mente de Andrés con una extraña sensación de saber que se estaba cumpliendo algo que había de suceder y que nadie lograría modificar, pensó que se trataba de un déja vu, y observó cómo los tres bultos fueron colocados en una plancha y mientras un desgarbado y enteco individuo mascullaba a gritos una oración plagada de latinajos, los cuerpos fueron lanzados al mar. Luego el capitán a gritos logró impartir nuevas órdenes, y los pasajeros regresaron en tumulto al castillo de proa. Los toneles comenzaron a hacer su aparición acarreados por los marinos y tras rodar sobre la cubierta, eran echados por la borda para caer entre las olas, el cielo siguió haciéndose más denso y la oscuridad acompañó a la lluvia que apareció nuevamente apuñaleando la embarcación. Andrés Vesalio en el hacinamiento que existía en el castillo de proa, buscó un rincón entre un grupo de gentes que rezaban llorosas y trató de dormirse sintiendo los bandazos del Valleta. Después en la oscuridad de la noche, perdió la noción del tiempo.

Vicenzo Cattagno comprendió donde estaba y supo cuál era su real situación desde el día que arrojaron los difuntos al mar, hasta llegar al último momento. Durante toda la madrugada, después de haberse desembarazado de los cadáveres de los peregrinos fallecidos y de parte de su carga, maniobraría hábilmente con sus hombres al mando del Valleta. Supuso ilusionado que había detectado al amanecer una línea de tierra hacia el este y presintió que si su carraca aguantaba algunas horas más a flote, lograría contemplar los montes del Peloponeso tras la salida del sol. La furia del mar había hecho crujir la arboladura de la nao y sus hombres le avisaron que estaban llenándose de agua los pañoles de las bodegas. Vicenzo Cattagno calculó cuanto tiempo faltaba para que se disipara totalmente la oscuridad y decidió jugárselas si acaso le ayudaba el viento. Les dio instrucciones a sus hombres quienes treparon ascendiendo por los obenques y lograron a medias soltar el velamen del palo mayor de manera tal que el Valleta fue impelido por el viento y se disparó en una loca trepidante carrera e iba surcando las olas a gran velocidad. Algunos de los pasajeros que permanecían despiertos en la cubierta observaban la escena y era evidente que hacia el este se divisaba una tierra baja. 

Comenzaba a clarear el día cuando el viento amainó y la carraca medio hundida pareció detenerse. Andrés recordaría haber visto sobre la cubierta a todos los peregrinos y a los marineros, unos de pie otros de rodillas, oteando esperanzados una línea oscura en el horizonte hasta que detrás de ella comenzó a emerger el disco sangrante del sol. Las labores de descender varios botes y llenarlos con aquellos seres macilentos que desesperados pugnaban por ser los primeros, fue parte del desesperado intento del capitán Vicenzo por organizar algunas acciones para salvar a su tripulación, pero pronto comprendió que los peregrinos eran muchos más de los que podían caber en los esquifes de la nave y hubo de presenciar entonces la desesperación de la gente hasta llegar a voltear dos de los barquichuelos luego de estar repletos, todo esto iluminado por el sol naciente y por el resplandor bermejo de las antorchas ya moribundas que engastadas en la base de los mástiles habían estado encendidas durante la noche. Los marineros abrían los toneles de vino con golpes de hacha y mientras se creaban tonos sangrientos sobre la cubierta, despojos de la madera eran arrojados al mar con la esperanza de que algunos hombres pudiesen abrazarse a los restos de los mismos. Andrés Vesalio esperó hasta que la claridad del alba fue remplazada por la luz mortecina del sol que parecía decidido a iniciar el día escondiéndose detrás de densas negras nubes. Algunas gaviotas sobrevolaron al Valleta ya casi hundido. El capitán se mantenía al lado del timonel, allí, de pie, lo divisó Andrés en el último momento, cuando ya el viento no podía inflar el desgarrado velamen. El médico de Flandes esperó la salida de un nuevo lote de barriles que los marineros colocaban sobre la cubierta y destrozaban con las hachas y tras ver caer las maderas al mar se lanzó de pie para luego de salir a flote, lograr aferrarse a varios tablones. Mirando hacia el sitio por donde todavía brillaba el sol naciente comenzó a patalear con la intención de dirigirse hacia una línea imprecisa que pudiese ser tierra firme.
 
Texto extraído de mi novela “Vesalio, el anatomista”(2016).

Mississauga, Ontario, lunes 11 de febrero, 2019

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