lunes, 7 de enero de 2019

En Nicaragüa, 1988



En Nicaragüa, 1988
Vos quien habías estado durante años buscando coincidencias entre tus inquietudes científicas, y las necesidades sociales para el desarrollo de la región zuliana y de su gente, te aparecerías en Managua en medio de una crisis económica con aires de guerra. Había todo tipo de carencias, me explicaste. Estabas arribando justamente coincidiendo con una de las feroces arremetidas de “los contras" y te tocó conocer personalmente a muchos hombres y mujeres sencillos de aquella nación centroamericana agobiada por asesinatos y masacres que aniquilaban a sus ciudadanos más jóvenes y desestabilizaban el país que ni tenía presupuesto para alimentar a su gente. La pobreza era extrema. Me comentaste que los hospitales, civiles y los de campaña, no estaban bien dotados. Había hambre y necesidades. No obstante, según me dijiste, te pareció que era grande la voluntad y la decisión de los nicas empeñados en una lucha titánica por ser libres y soberanos. Si habían derrocado a Somoza, bien podían ganar otra guerra, decían ellos, y estaban todos siempre soñando con la gigantesca figura del pequeño y esmirriado Sandino. Me hablaste entonces de Victoria con sus cabellos negros, sus crespos agitándose al viento y su charla incesante. Ella, me dijiste, había sido una jovencita del ejército de liberación a quien le habían asignado la tarea de cuidarte en un viaje que harías desde Managua hasta Masaya. Los baches en el camino les obligaban a aferrarse a la barandilla de un camión de volteo donde iban todos y vos veías el delgado cuerpo de Victoria, casi una adolescente, balancearse con los saltos que daban por la carretera empedrada mientras ella, riendo te decía. “Agarrate bien fuerte Rodrigo”, y vos le respondías a duras penas, diciéndole que estabas en eso, mientras escuchabas rugir el motor del camión en primera y luego los cambios con un trepidar de engranajes metálicos.
Me contaste que ibas mirando cómo a los lados del camión marchaban caminando largas hileras de hombres y mujeres, cargados con enseres de sus casas, entre borricos atiborrados de peroles, ancianos, mujeres y muchos niños quienes escapaban de una aldea destruida por el fuego después de un ataque aéreo. Todos en aquella larga fila, iban cubiertos de polvo y te pareció impresionante la cantidad de niños que llevaban en brazos. Vos consternado los miraste desaparecer tras un recodo de aquella trilla de arena y de piedras grises. Entonces me comentaste que te había parecido disparatado considerar a aquellos desharrapados ciudadanos, como los contendores de los yanquis de Ronald Regan quien era el presidente que apoyaban a los contras. Era una guerra de una desigualdad pasmosa, me dijiste. Los llamados contras tenían todo el apoyo logístico y material de los Estados Unidos y entretanto vos mirabas a los hombres que marchaban en fila portando un armamento muy rudimentario, y le preguntaste a Victoria, sobre la dotación en armas del ejército sandinista, porque te parecía precaria. Ella te explicó mientras seguían saltando detrás del camión, algunas cosas sobre la procedencia del armamento guerrillero. En medio de una nube de polvo era difícil hablar coherentemente, mientras la maquina se emprimeraba para ascender otra cuesta pedregosa. Me dijiste que en realidad no había oportunidad para hacer muchos comentarios pues saltaban como locos en la parte trasera del camión e iban todos envueltos en la nube de polvo que iba transformándolos en estatuas de gres.
Se detuvieron en un promontorio de piedras y al disiparse la niebla blanquecina divisaste en la distancia la humeante silueta del volcán Masaya. Entonces, ya con más calma, vos pudiste relatarle a Victoria quien eras y de donde venías. Maracaibo. “Me recuerda”, te dijo ella entornando sus ojos de cervatillo y agitando la cabecita, “a algo que he leído sobre unos piratas”. Vos, quien la mirabas, supongo yo que con tu ternura elipsoidal, pensaste que quizás había conocido al Corsario Negro de Emilio Salgari. Maracaibo es una ciudad grande, proseguiste relatándole, y en la época de la Colonia ciertamente estuvo asediada por piratas. Es la segunda ciudad de Venezuela y tiene un lago con palmeras y palafitos que le dieron el nombre al país, pero nosotros nos decimos maracuchos. Como caribeños podríamos igualmente llamarnos maracaibeños, pero somos muy regionalistas y además, también hablamos de vos, como ustedes. Me contaste entonces que Victoria sonreída parecía interrogarte con sus ojos rasgados de almendra tostada. Entonces vos, quien no perdías tus elípticas intenciones ni en las crisis más intensas, me relataste como te acercaste a ella para decirle casi al oído. ¿Sabéis que nunca creí conocer a una comandante guerrillera tan linda como vos? Solo por conocerte a vos ha valido la pena venir a tu patria, y te aseguro que esta guerra de los contras de Ronald Regan, ustedes la van a ganar. Me contaste que lo dijiste tratando de enfatizar tu acento vernáculo y lograste que Victoria se riese y echando hacia atrás su cabeza te dijese. “¡Ay mamita santa!, ¿qué me decís de vos? ¿Maracuchieño? Ojalá fuera yo una comandante guerrillera, jajaja”.
Ante el volcán divisaron un cráter inmenso, rodeado de vegetación en cuyo fondo había una laguna de un azul intenso. Victoria te interrumpió para decirte que la laguna en el cráter se había formado en un volcán apagado, que dormía desde hacía siglos, como dormían muchos nicas antes del triunfo de la revolución sandinista. Me contaste que acompañaste a Victoria caminando hasta la orilla de la laguna por una playa de piedras, sombreada por arboles retorcidos de ramas muy bajas, hasta una zona donde el agua rítmicamente parecía ir lavando las piedras blancas, grises y rosadas. Ella, quien no había cesado de hablarte te explicaría muchas cosas sobre el abastecimiento, la ubicación del destacamento, cuál era su posición personal en el regimiento, y mientras vos la escuchabas con arrobamiento, fingiendo atenderle a todos sus señalamientos, seguramente pensé yo que serían otros tus elipsoidales pensamientos. En realidad puedo asegurar, al escuchar tus comentarios,  que irías repasando cuidadosamente las expresiones de la jovencita, poniéndole atención a su boca, a su tibio aliento, sus orejas pequeñas, los huesos de su rostro, los gestos de sus manos, su sonrisa, y el timbre cantarino de su voz narrándote las vivencias de su infancia y sobre su padre quien había inculcado en ella sus sólidos ideales patrios.
Me dijiste que te habló entusiasmada sobre el sandinismo como norte, meta, religión y vida, y del yugo de los Somoza, y del imperialismo que siempre pesó sobre su país y del afán de sacudirse de las cadenas de los dictadores de turno impuestos por los intereses de las compañías bananeras. Te relató historias sobre los volcanes, del Momotombo y su importancia sobre la creación de un canal por el Río San Juan, de unas estampillas con el volcán que marcaron el rumbo de la decisión de cambiar el canal para Panamá. Te habló del filibustero Walker, en los tiempos del Reino de la Mosquitia, de los Somoza y de Sandino, siempre Sandino. Después, ya más pausadamente, me dijiste como te relató las escenas del terrible terremoto, cuando era una niña que vivía en Managua. Estaba muy orgullosa de su papel en unas acciones guerrilleras desarrolladas en las selvas de Zelaya norte y su rol en las campañas de alfabetización. Te dijo finalmente que después del triunfo de la revolución continuaban viviendo en medio de la guerra, ahora desatada por la subversión apoyada por los gringos. Todo para ella era guerra y muerte llevándose a los amigos queridos, a los familiares, y veía con dolor la deserción de muchos conocidos. Te habló de su entrenamiento militar en la costa Atlántica y a vos te pareció increíble que aquella endeble mujer-niña hubiese sido capaz de lanzarse desde un helicóptero en paracaídas en una zona de combate, porque así lo exigía la patria y aquello le parecía una tontería para quien aspiraba ver a Nicaragua libre. Patria o muerte, era la consigna. La luna aparecía en el horizonte muy roja cuando estuvo en Bluefields, te decía Victoria entornando sus ojos rasgados y vos, seguro imaginaste que aquella luna sangrienta que ella te describía, la luna roja de Bluefields en el país de la bandera rojo y negra, era la misma luna plateada que rielaba en los palafitos de Santa Rosa y de Sinamaica, la plácida luna de tu lago gentil, la luna de Maracaibo, la fúlgida luna del mes de Enero de la pacífica Venezuela, la de la pequeña Venecia del Lago de Udón Pérez, de Yépez y Baralt. Pero Victoria insistía en que era roja como la sangre, cuando emergía en Puerto Culebras y allí ante las aguas tranquilas del lago volcánico te relató la masacre que le había tocado presenciar en un pueblo de la costa Atlántica.
Habían sido cosas de la guerra, cuando la contrarrevolución de los contras avanzaba con el apoyo de la CIA, se había producido una matanza y a ella le tocó quedarse muy quieta entre los cadáveres de la población civil asesinada. Fingió estar muerta. Ella te dijo que pudo haberse movido, pero al delatar su presencia, hubiera sido capturada por los contras, pero ellos la dieron por muerta y escaparía después hacia la playa y luego por el mar. “Aquí estoy”, te dijo. Parodiaste entonces su hablar, cosa que me hizo gracia. “¿Vos me ves?” Te diría ella. “Nosotros, somos jóvenes nicas que siempre teníamos al terremoto como punto de referencia, pero con la guerra ya hasta esa referencia la hemos perdido y sin embargo aquí estamos, y seguiremos aquí, de pie, seguiremos hasta el final”. Victoria prosiguió su inalterable perorata y vos la escucharías, y me asombré de cuantos detalles eras capaz de guardar en tu memoria. Me repetiste casi textualmente cuanto te dijo Victoria. “Desde que era una chavalita siempre he luchado por mi patria; mi padre me enseñó desde chavala a querer a mi país”… Por un momento te quedaste pensativo, supongo que era la imagen de Victoria la que revivías, y luego, continuaste informándome que Héctor y el teniente Vigarny quienes llevaban terciadas al pecho las balas de mauser como si fuesen ristras de ajos, se acercaron a ustedes y el comandante del grupo guerrillero quien era el capitán Arguello te informó que todos querían mucho a Venezuela. Ustedes han ayudado mucho a nuestra revolución. Él luego te avisó que tenían que marchar de una vez para entrar en Masaya antes de que se hiciese de noche. Vos, que ya habías hecho acopio de algunas frases y palabras del argot, preguntaste súbitamente. ¿Ideay? Me dijiste entonces que Victoria riéndose te dijo así. “Con ese lenguaje repellado vos parecés pueta, ¡maracuchio!” A lo que vos presto le respondiste. A eso, los maracuchos lo llamamos, la mamadera de gallo. Victoria se llevó las manos a la cara diciendo. “¡Ay mamita santa que cosas decís!” Después, todavía riéndose te diría. “Mirá vos, de aquí vamos a Masaya y allí nos vamos a tomar esas cervezas que andás pidiéndome, cenaremos gallo pinto y antes de que vos podás darte cuenta estaremos de regreso en Managua”. Entonces sonriente vos le respondiste. ¡Chica, con mucho gusto, va pago!
Texto parcialmente modificado de mi novela “La Peste Loca” (1978).
Mississauga, Ontario, 7 de enero de 219

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