Al
final de este articulo aclaro que este largo texto no es mío (de Jorge Garcia Tamayo), pertenece a David Pérez Vega (Madrid,
1974), y fue publicado en su Blog “Desde la ciudad sin cines” el año 2014.
En
febrero de 1996, tras acabar los exámenes universitarios del primer parcial,
compré en La Casa del Libro de Gran Vía Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera
Infante (1929, Gibara, provincia de Oriente, Cuba-2005, Londres). Por
entonces estaba inmerso en mi gran época lectora de los autores del boom hispanoamericano,
y Tres tristes tigres me parecía uno de los libros
míticos que había que leer. La verdad es que me llevé una decepción. La novela
no proponía una trama envolvente ni nada por el estilo, recuerdo escenas inconexas
de juerga en La Habana, con profusión de juegos de palabras; unas páginas que
no consiguieron engancharme, pese a que, como siempre, acabé el libro.
Bastante
tiempo después me comentaron que La Habana para un infante difunto era
un libro menos experimental, sobre un escritor en busca de sí mismo, que es un
tema que siempre me ha gustado. Decidí leerlo durante las vacaciones de las
pasadas navidades, porque empecé a sentir el deseo de leer libros que me
hablaran de La Habana, como en otros momentos he sentido el deseo de leer
libros que hablaran de Buenos Aires. Lo saqué de la biblioteca Eugenio Trías, abierta en
2013, que queda dentro del parque de El Retiro y bastante cerca de mi casa.
Aunque he estado trabajando bastantes días en sus mesas (sobre todo durante el
último verano), nunca había sacado un libro (precisamente libros no es lo que
me falta). Así que estreno la biblioteca Eugenio Trías con este libro de
Cabrera Infante.
La Habana para un
infante difunto recrea los recuerdos de niñez y adolescencia
de un narrador siempre innominado, pero que es fácil identificar con Cabrera
Infante ya desde el guiño del título. Más de un elemento de la biografía del
narrador coindice con la del autor; incluso alguna descripción física, por
ejemplo, al contarnos que le apodaban “el chino” por la forma de sus ojos,
aunque, que el supiera, no corría sangre oriental por sus venas. Así que voy a
hablar de este libro como si tratase de unas memorias de Cabrera Infante, o al
menos así lo he leído yo. El tiempo narrativo abarca dos décadas: concretamente
desde 1941, año en que la familia del narrador se instala en La Habana, tras
emigrar de un pueblo cubano de la provincia de Oriente (de nuevo, coindicen
autor y personaje); hasta 1959, cuando Fidel Castro llega al poder. Aunque este
punto final del libro no se cita expresamente, como ocurría con el de partida,
el lector siempre lo siente como una barrera natural. De hecho, el narrador
evita en casi todo momento hacer comentarios políticos, y sólo he encontrado
una referencia directa a Fidel Castro; está en la página 222: “Franqui y yo y varios más dejamos lo que
había sido casi una hermandad prefidelista, convertida ahora en una
organización pantalla comunista”. Podemos encontrarnos con algún comentario
más en el que veladamente se alude a cómo cambió esta o aquella persona después
de 1959, pero la intencionalidad del libro no es política; o no lo es si
consideramos que no lo es que un escritor exiliado en Londres, que nos mira
desde la solapa de libro, emergiendo de algún momento de los años 70, está
haciendo latir sobre el papel sus vivencias de la ciudad a la que ya no puede
volver: no existe ya La Habana de los años 40 y 50, igual que no existe su
niñez y su juventud, pero aquí están sus recuerdos para atestiguarlo todo. Yo
no puedo volver allí, parece decirnos, igual que nadie puede quitarme los
recuerdos de lo que allí viví. Díganme si esto no es un libro político.
En la
primera y segunda página de la novela, el narrador sube una escalera en La
Habana, recién llegado del pueblo: “No
sólo era mi acceso a esa institución de La Habana pobre, el solar (...), sino
que supe que había comenzado lo que sería para mí una educación” (pág. 12).
En la página 14 se nos dan a conocer las intenciones narrativas del libro: “Pero no es de la vida negativa que quiero
escribir (aunque introducirá su metafísica en mi felicidad más de una vez),
sino de la poca vida positiva que contuvieron esos años de mi adolescencia,
comenzada con el ascenso de una escalera de mármol impoluto, de arquitectura en
voluta y baranda barroca”. Como vamos a comprobar, no sólo la escalera de
mármol era de arquitectura en voluta y baranda barroca, también lo
va a ser el estilo narrativo. Un estilo que siempre juega con el lenguaje, que
recrea palabras que el adolescente descubre en La Habana y que no existían en
el pueblo del que viene, como si el comienzo de su educación en la capital
empezara con la adquisición de un nuevo lenguaje para describir una nueva
realidad. El lenguaje en muchos casos es creado por el autor cambiando una
letra, o unas pocas letras, de una palabra para significar otra cosa por
asociación, o se usan palabras que suenan de forma parecida. Entre los juegos
de palabras he señalado, por ejemplo, estos: “Camarada sin cama” (pág. 23); “columnas,
más toscas que toscanas” (pág. 27); mi
pene y yo –socio sucio–” (pág. 47). Las aliteraciones también son
frecuentes (“le dio un vuelvo veraz a su
voz”, por ejemplo), y las paradojas: “No
sé cómo mi timidez se atrevía a tanto: creo que de no haber sido tan tímido no
habría sido así de atrevido” (pág. 180).
Además
de la exuberancia del lenguaje recordado o inventado, es destacable también el
sentido del humor. Más de una vez me he encontrado riendo ante un juego de
palabras; y en este sentido el libro es profundamente literario, ya que no nos
reímos de las situaciones propuestas, de las interacciones cómicas entre los
personajes (aunque esto también abunda en la novela), de lo que podría ser con
facilidad transferible a una pantalla de cine, sino de la forma en la que la
escena está creada, de la forma de expresarlo, de lo que sólo pueden crear las
palabras como arte independiente del cine. En este sentido, en lo irónico y en
lo ingenioso de la frase, podríamos hablar de la de Cabrera Infante como de una
literatura cervantina. Y esto no deja de ser curioso si conocemos las pasión
del autor por el cine: serán muchos los cines que visite el narrador en estas páginas,
y su primer trabajo estable será (igual que ocurrió con el autor) el de crítico
de cine en una revista. “Mi amor fugaz
por las mujeres se alió a mi pasión eterna, el cine” (pág. 126).
La Habana para un
infante difunto recorre durante dos décadas el aprendizaje
sexual o amoroso del narrador; más o menos desde que tiene doce años hasta que
alcanza los treinta. Los capítulos son de muy variada extensión: desde dos
páginas hasta más de cien; y existen dos premisas lógicas bajo las que están
construidos: o bien se narra todo lo que sucedió (relacionado con el amor y el
sexo) en un lugar (o lugares); o bien se narra todo el tiempo que dura una
relación con una mujer en concreto.
Creo que
el capítulo inicial, titulado La casa de las transfiguraciones, es
el más largo del libro; en él la familia del narrador se instala en un solar de
La Habana, al que él empezará a llamar “falansterio”. En este edificio de
pobres se comparte el baño y casi la vida con los vecinos, puesto que en muchos
casos sólo una tela hace de puerta. El narrador nos hará un recorrido por su
falansterio al albor de haber tocado un pecho aquí, haber visto unas nalgas
allá... Algo parecido ocurrirá más avanzado el libro, cuando ya el protagonista
alcance la adolescencia, y sea en la oscuridad de los cines donde pretenda
conocer (en sentido bíblico) mujeres, mediante la técnica de sentarse cerca y
rozar.
Me
gustan más, en todo caso, los otros capítulos señalados, aquellos en los que la
presencia de una mujer toma la suficiente importancia en la narración como para
que el autor nos hable de su relación con ella durante, por ejemplo, cincuenta
páginas. La Habana para un infante difunto gana en estos
pasajes, porque las memorias de este Don Juanito de La Habana (como se hace
llamar con comicidad el narrador a sí mismo, burlándose de su enclenque
presencia física) fluyen mejor en el tiempo; y los otros capítulos, como el
primero, donde se hablaba de todas las chicas y mujeres del solar, por ejemplo,
se hacían algo pesados porque las situaciones se volvían más reiterativas, y al
leerlas pensaba que me habría gustado que estas memorias tuviesen una temática
más amplia: me habría gustado que la educación recordada fuese más integral,
que incluyera una descripción del colegio, de la familia... y no haberse
quedado en una mera descripción de momentos más o menos eróticos, que son
simpáticos, sin duda, pero que acaban, en algún momento, por hacerse
repetitivos.
La Habana para un
infante difunto me ha gustado bastante más que Tres
tristes tigres (aunque es posible que este sea un libro que
debería releer); y pese a que a veces, como ya he comentado, la narración tenía
el defecto de hacerse un poco reiterativa en aquellos capítulos que evocaban
lugares; y que yo habría deseado leer unas memorias sobre los años 40 y 50 en
La Habana que no sólo hablasen de relaciones sexuales o amorosas, también he de
decir que en más de una de estas páginas me he emocionado al enfrentarme con
los recuerdos de mi propia historia sexual o amorosa, y que si bien no todas
las páginas avanzan con la fluidez deseada (en todo caso, debo apuntar que hay
aquí capítulos que podrían ser novelas cortas en sí mismas con un ritmo
admirable), no se puede negar que el ingenio de Cabrera Infante a la hora de
usar (o crear) el lenguaje hace que cada página de este libro contenga más de
un hallazgo que celebrar.
Tomado del Blog de David Pérez Vega “Desde la ciudad sin cines” del año 2014 para
publicarlo, sin haber sido autorizado -por eso explico aquí la situación- y lo publico nuevamente, hoy en
este mi blog lapesteloca.
En Maracaibo, el día viernes 4 de octubre del año 2024
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