domingo, 12 de abril de 2020

De vampiros, y de virus… (1)


De vampiros, y de virus… (1)

…Todo aquello se daba precisamente en la época cuando habían localizado un foco de rabia paralítica bovina en una finca en las inmediaciones de El Laberinto. El Consejo Técnico del Instituto de Patología Tropical había recibido la denuncia y envió al sitio a un competente grupo de investigadores. Viajaron hasta allá para tomar muestras de la piel y de los tejidos en los sitios donde los vampiros habían dejado sus huellas en algunas vacas enfermas. Llegaron a sacrificar algunos becerros que comenzaban a manifestar signos de parálisis. Cuando el médico veterinario le llevó las muestras y las miraron el un microscopio, él comenzó a sentirse realmente interesado en la investigación de aquel problema. El virus de la rabia se encontraba presente en los tejidos y él estaba seguro de la positividad para rabia porque habían utilizado anticuerpos específicos marcados con inmunofluorescencia. Ubicaron el virus en los nervios y en los músculos cerca de las mordeduras dejadas por los vampiros con en el ganado, era como tantas muestras en perros y en humanos que ya habían examinado con el microscopio electrónico y fue entonces cuando se lo ocurrió utilizarlo para detectar las partículas del virus rábico en el cuerpo mismo de los vampiros.
 
Diseñaron los experimentos para precisar la patogenia de la infección en los vampiros, utilizando anticuerpos monoclonales contra diversas cepas de virus rábico. Él pensó que sería sencillo demostrar en esos animales, mamíferos alados, el mecanismo de penetración, incubación y salida del virus de la rabia. Ellos son los reservorios, le comentaba él a Natalia con entusiasmo. ¡Es que nadie ha demostrado que existan los virus en esos animales! Pronto supieron a través de una exhaustiva investigación bibliográfica que se conocía muy poco sobre estos fenómenos. La febril rutina de la peste loca y de la rabia paralítica, pareció amainar para asimilar la obsesionante idea de localizar en los nervios, en las glándulas salivales, en el cerebro o en la grasa de los vampiros, el mortífero virus de la rabia.

Una buena parte del tiempo fue dedicada a meterse de nuevo al monte, y así volvieron a hallarse entre pastizales y cujíes en los alrededores de El Laberinto para luego dirigirse hacia el sector del Cotufí y por el río Socuy hacia la región del Guasare. La modalidad ahora era más peligrosa, tendrían que trabajar de noche. Dondequiera que existiesen potreros acechados por los vampiros y evidencias de rabia paralítica bovina, allí llegaban ellos, tendiendo sus redes, en la oscuridad de la noche, e iban desplegando sus mallas como una neblina para atrapar los quirópteros, explorando troncos huecos, buscando cuevas en las formaciones rocosas, hurgando en los bosquecillos, penetrando hacia la serranía, luchando por hallar grietas o cavernas en el terreno irregular y al llegar la tarde, todos se encontraban mirando al cielo, acechando desde el atardecer los signos que en el vuelo de las aves nocturnas y del rumbo de los murciélagos, les señalaran sus probables madrigueras. Palmo a palmo fueron estudiando la zona, mapearon los focos enzoóticos, contrataron a Yoleida y a Nelson, una pareja de biólogos expertos en taxonomía de murciélagos y fueron tomando muestras y triangulando los mapas hasta encontrarse insensiblemente cerca del desespero.

Sin haberlo pretendido estaban nuevamente desandando los parajes del Paso del Diablo examinados en detalle al buscar infructuosamente los reservorios de la peste loca. Se organizaron en equipos y grupos de trabajo para poder sistemáticamente colocar las mallas en estacas de madera flexibles y en las madrugadas atendiéndole a las fases de la luna, rodeaban las cuevas y los potreros con aquellas mallas transparentes que simulaban una niebla artera y que habrían de cuajarse de vampiros. Natalia y los demás aprendieron el difícil trabajo con el auxilio de Yoleida. En la vecindad de los potreros atacados por los vampiros, separaban bajo la luz de la luna, los murciélagos y los vampiros de las redes. Yoleida era una experta, capaz de arrancar y clasificar, rotulándolos en la pata derecha con un anillo de metal y luego enjaulándolos, a más de setenta vampiros en una sola jornada.

Al comienzo confundieron los Demodus rotundus con otras especies y hasta con los murciélagos frugívoros y los insectívoros, ellos caían en las redes indistintamente, así como los mochuelos y otros pájaros nocturnos que en ocasiones se volvían un ovillo en las mallas. Todo aquello en penumbras, era una ruda labor para los investigadores no acostumbrados a ese trabajo. Pero pronto fueron capaces de tomar por las alas a los grandes vampiros, algunos de más de un metro de largo con las alas extendidas, muchas hembras preñadas, otros machos feroces, algunos de pelaje platinado, la mayoría brillando como el azabache. Mirando en la oscuridad a sus captores ellos mostraban sus afilados colmillos. Los investigadores aprendieron a protegerse de sus dentelladas feroces. En la negrura de la noche supieron como reconocer los ruidos de los insectos, de los roedores y de mamíferos más grandes, pero sobre todo afinaron la atención para detectar el cascabeleo en la cola de las serpientes y el suspiro de la tierra cuando es removida por el serpenteo de las culebras.

Fue en una de esas esperas matutinas cuando los investigadores del Instituto se tropezaron por primera vez con un grupo de hombres armados hasta los dientes. Natalia desprendía los murciélagos de las mallas en compañía de Yoleida cuando un reflector las encandiló sin permitirles ver otra cosa que no fuese el halo de luz incandescente. El sonido de las armas largas al cargarse hizo que el corazón se les helara de pavor. Los compañeros pronto ingresaron al círculo y fueron echados por tierra de un empujón. El único hombre visible era un gigantón armado con una metralleta luciendo pesadas botas militares y una boina terciada. Su rostro frente al reflector no era muy evidente. Su voz emitió órdenes, no eran sugerencias. No podrían ni meter las narices en cien kilómetros a la redonda, especialmente de noche, o les iba a costar muy caro. Que se están salvando de pura vaina, así les dijo, pero no habrá una próxima oportunidad. Desde ese momento las cosas comenzaron a ensombrecerse. Los pelotones vestidos de camouflage obedecían órdenes superiores y supuestamente custodiaban los alrededores de las minas de carbón del Guasare.

El encuentro era una señal premonitora de lo peligrosa que era aquella zona para el personal del Instituto. La decisión de paralizar la investigación sobre la rabia paralítica no se hizo esperar. La rabia se mezclaba con el asombro y cada vez parecían paralizarse más y más las acciones como si los investigadores fuesen becerros mordidos por vampiros en el lomo y giraran en círculos concéntricos y todo parecía detenerse alrededor de la figura de un misterioso individuo, médico extranjero, ubicado en el país como asesor internacional, en una Oficina del Ministerio de la Salud quien parecía estar al tanto de cuanto sucedía alrededor del Paso del Diablo y en la Sierra que ascendía desde las minas del Guasare, o en las tierras llanas de El Laberinto, el Cachirí, el río Socuy y más al norte aún. Era evidente que existía una compleja mezcla de intereses que apuntaban hacia grandes negocios de contrabando fronterizo y por otra parte todos sabían de las siembras de hectáreas de amapolas y demás hierbas no precisamente aromáticas en las montañas de la serranía. Allí todo hubo de detenerse, paralizarse, rabiosamente…
Maracaibo, domingo 12 de abril de 2020
Continuará mañana en De vampiros, y de virus… (2).

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