Gracias a la astronomía sabemos que hace unos 4,5
miles de millones de años se formó nuestro sistema planetario y con él el
planeta Tierra, el cual, en aquel momento, tenía unes características muy
diferentes a las que presenta en la actualidad. La Tierra era algo pareciendo a
un océano de lava que durante miles de años se fue enfriando, cristalizando su
superficie hasta que las propiedades terrestres hicieron posible la
condensación de la atmósfera, dando lugar a una lluvia intensa y continuada.
El
resultado de este cambio físico atmosférico de gas a líquido es lo que hoy
conocemos como los océanos. Las particularidades de la Tierra fueron
modificándose con el tiempo hasta llegar a ser las idóneas para poder
engendrarse la vida. Pero, para hablar del origen de la vida primero hay que
considerar qué entiende la comunidad científica como entidad dotada de vida. Se
trata de un compartimento permeable que contiene un sistema bioquímico -el
metabolismo- en su interior y es capaz de reproducirse. Por lo tanto, algo pasó
en aquella Tierra primitiva y propició que se formara el primer individuo, al
que los humanos hemos bautizado con el nombre de LUCA, del inglés, last universal common ancestor, y a partir del cual
hemos evolucionado el resto de seres vivos.
Durante
la primera mitad del siglo XX, Aleksandr
Ivánovich Oparín, un bioquímico ruso y evolucionista convencido, hizo
tambalear las ideas de estos científicos mediante una reflexión simple, pero no
obvia: no era posible que el primer ser fuera autotrófico, si se atiende a la
complejidad metabólica de este tipo de organismo. Para Oparín, el metabolismo
más temprano tenía que ser heterótrofo -tomar las sustancias orgánicas del
ambiente, en vez de crearlas por sí mismo- puesto que resulta más sencillo
y haber sufrido una evolución gradual hasta llegar a un ser más complejo.
Además,
con la misma línea argumentativa de la simplicidad, Oparín pensaba que LUCA
debía ser anaeróbico -utilizar rutas fermentativas para vivir en ausencia de
oxígeno- dada la persistencia en la que esto aparece en todos los seres
posteriormente evolucionados. El hecho de que todos los organismos
evolucionados a partir de LUCA, sean fermentativos o no, traen inherentemente a
su metabolismo la capacidad de hacer la fermentación, fue traducido por Oparín
como un indicio de que todos ellos vienen de un único organismo fermentador. El
bioquímico también sugirió que para que todo esto ocurriera era indispensable
que la atmósfera del momento estuviese formada por gases reductores.
El primer
científico que consiguió una representación empírica de los postulados de
Oparín sobre el origen de la vida a la Tierra fue Stanley L. Miller, nacido en Oakland, California el 1930. Ya
hablamos ayer de Stanley Miller de cuando se licenció en ciencias rurales en
1951 en la Universidad de California -Barkeley, y ya tenía muy claro que quería
realizar una tesis en química, por lo tanto, tenía que decidir qué proyecto
desarrollar. Mientras barajaba diferentes opciones, asistió a una conferencia
sobre el origen del sistema solar impartida por el reconocido científico y
premio Nobel Harold Urey. En aquel
seminario Urey habló, entre otras cosas, sobre las condiciones que debía tener
la atmósfera de la Tierra primitiva, muy diferentes de las de la actualidad.
Urey
explicaba que, quizás, la atmósfera terrestre primitiva se asemejaba más a la
de Júpiter que a la actual y que, probablemente, estaba formada esencialmente
por gases reductores (cómo ya había apuntado Oparín) como el metano, el
hidrógeno molecular, el agua y el amoníaco. Urey incidió en que esta atmósfera
reductora sería muy favorable para la síntesis de compuestos orgánicos, y que
le parecía imprescindible que alguien se encargara de intentarlo en un
laboratorio.
Un año
después de aquella conferencia, en septiembre de 1952, Miller estaba llamando a
la puerta de su despacho, ofreciéndose para hacer aquel experimento. Urey no
estaba nada convencido de esta oferta, hasta tal punto que le sugirió
amablemente a Miller que se buscara otro proyecto para desarrollar su tesis.
Sin embargo, el joven científico fue perseverante hasta lograr su objetivo. Eso
sí, con una condición por parte del premio Nobel: tenía seis meses para
conseguir algún resultado que generara la suficiente confianza en el proyecto
como para seguir con la investigación.
Miller y Urey diseñaron un aparato que simulaba las condiciones de la Tierra
primogénita. Recrearon literalmente un mar y una atmósfera y construyeron un
condensador para simular también la lluvia. El aparato consistía en dos
recipientes conectados entre ellos. En el primero encontraríamos los gases
atmosféricos reductores (metano, hidrógeno molecular y amoníaco) y en el
segundo sencillamente agua calentada para que, al evaporarse, se incorporase el
vapor de agua a la atmósfera artificial del primer recipiente. Además, en el
tubo conector de los dos recipientes estaba el condensador, que generaba la
lluvia mediante el calentamiento de “la atmósfera” para que esta precipitara y
cayera en forma líquida, de nuevo al “mar”. La recreada atmósfera llevaba
acoplado un espiral de Tesla para generar descargas eléctricas que simulaba
rayos.
Así,
estuvo todo listo para demostrar el primer paso de la teoría de Oparín: la
síntesis de moléculas orgánicas a partir de moléculas simples inorgánicas.
Pusieron en marcha el experimento y, pasada una semana, encontraron el
artefacto lleno de un material marrón de aspecto aceitoso. Miller analizó aquel
mar y aquella atmósfera con unas pruebas específicas para comprobar si se
habían generado las moléculas que él esperaba. El investigador encontró por un
lado la solución acuosa -diferentes ácidos (fórmico, glicólico, lácteo y
propiónico) y algunos aminoácidos (glicina, alanina, beta-alanina, ácido
alfa-aminobutírico)- y por otro lado, en el recipiente simulador de la
atmósfera se encontró monóxido de carbono y nitrógeno, además de los gases de
partida. Adicionalmente el científico comparó las condiciones del gas metano
antes y después del experimento y determinó que alrededor del 60% del carbono
presente en el metano inicial, ahora formaba parte de los compuestos orgánicos.
Miller,
lejos de asemejarse al joven estudiante de medicina Víctor Frankenstein, no
había creado vida aquella semana, pero sí había creado las bases orgánicas del
que sería el primer organismo vivo de la Tierra. Después de repetir el
experimento con unas pocas variaciones, en diciembre de 1952 Miller ya tenía
unos resultados muy prometedores, solo tres meses después de comprometerse con
Urey. Mientras continuaba la investigación, Stanley Miller decidió escribir un
artículo breve con los resultados que tenía por el momento. Este se publicó en
la ya prestigiosa revista científica Sience el 15 de mayo del 1953, y no pasó
desapercibido para la sociedad científica del momento, como para ustedes la
entrevista que publicamos ayer.
Si nos
paramos en este punto de la historia, justo en el momento donde se generó la
vida, la pregunta, casi inevitable, que cualquiera se podría plantear es: ¿cómo
pudo generarse materia viva a partir de materia inerte? Algunos
científicos destacados intentaron dilucidar este misterio proponiendo
diferentes explicaciones. Entre otros, aportaron sugerencias personajes tan
conocidos como Svante Arrhenius, R.B Harvey o Hermann J. Mujer. Sin embargo,
sus ideas no se sostenían, o más bien se sostenían sobre un pilar carcomido,
puesto que la óptica predominante de estas teorías era que LUCA tenía las
características propias de un organismo autotrófico, es decir, era
metabólicamente completo y con la capacidad innata de combinar agua y CO2 de la
atmósfera, convirtiéndolos en compuestos orgánicos. Pero además, ninguno de
estos científicos avalaban sus teorías con experimentos empíricos.
La exploración de los dos científicos Miller y Urey
prosiguió y ellos fueron perfeccionando el experimento hasta que, después de muchos
cambios y repeticiones, detectaron finalmente más de 20 compuestos producidos
en el ensayo. También constataron que las reacciones de síntesis de aminoácidos
y de Urea eran las descritas 100 años antes por los científicos Strecker y F.
Wöhler, respectivamente.
Durante los siguientes años el principal obstáculo
que presentaba este trabajo, y que impedía aceptarlo como válido por completo,
era la duda de si, efectivamente, las características empleadas por Miller eran
realmente las que presentaba la original Tierra primitiva. Sin embargo, el 29
de septiembre de 1969 cayó un meteorito en Murchison (Australia) poniendo punto
y final a este debate, debido a que los análisis de la composición de
aminoácidos de este trocito de cielo coincidían, en gran parte, con los resultados
del trabajo de Miller. No solo eso, sino que el científico pudo identificar
nuevos aminoácidos de su propio experimento como consecuencia de verlos
descritos en las observaciones del meteorito, esta vez con técnicas de análisis
más avanzadas que las empleadas anteriormente.
Maracaibo,
jueves 7 de noviembre del año 2024
No hay comentarios:
Publicar un comentario