Mi
casa
Hace 80 años yo
vivía en una casa muy grande en Maracaibo en esta dirección: Avenida 8 (Santa
Rita) No 82B-85. Mis padres me llevaron, a la casa recién nacido quizás en
diciembre del año 1939… Hoy día, ya en el siglo XXI y en el año 2019 vivo en la
misma Avenida 8; Santa Rita pero algo más lejos del sitio original, la casa de
la 82B-85, la casa grande ya no existe… Al fallecer mi padre, a comienzos de
los 70 fue derruida y en el terreno creció un edificio, así que ahora, vivimos todavía,
pero en un edificio, a unas 12 cuadras del sitio, en la esquina de la calle 69
y de la misma Avenida 8, Santa Rita…
Cuando comienzo a contar
esto, no será fácil para mí y trataré de manejarme con la terminología que
usábamos en aquellos años de mi lejana infancia. Al llegar a habitar la casa,
la avenida 8 era de todavía de tierra, pero mi padre había decidido que
tuviésemos casa propia, y había planificado para ella hasta su nombre, “Los
Arrayanes”; “nombre de un arbusto y también de uno de los hermosos patios de La
Alhambra de Granada”; así
decía un pequeño cuadro (con una foto
del patio de Granada), en la pared de un área especial de la casa que nosotros
(cuatro hermanos varones) le decíamos “el bar” y donde recuerdo había una copia
de un cuadro al óleo de Fran Hals “El bebedor alegre”...
“Los Arrayanes” se
construyó en un terreno extenso, y desde el frente de la casa se podía ver “la
bola del gas” (actualmente sigue allí, a una cuadra de la avenida Falcón) y en
las esquinas de la casa que estaba techada con tejas, crecieron cuatro pinos,
árboles grandes sembrados al frente y crecerían sombreando un amplio “patio”
con grama, hecho como para correr sin detenerse… En uno de los frondosos pinos,
era posible trepar (encaramarse) y allí jugábamos a Tarzán, recreando
imaginarias aventuras desde lo alto, entre sus ramas. Así como el patio qje se
ocultaría cercado de cayenas nos ofrecía espacio para correr y jugar… Recuerdo que
también la casa por dentro, tenía sus ambientes, personalizados…
Existía un
“pórtico” en el área frontal, con baldosas rojas, siempre pulidas, y al frente,
en sus blancas paredes había una imagen en mosaicos de la “Virgen del Perpetuo
Socorro”. A un lado dejaba ver la gran puerta de entrada que se abría a “el
recibo”. Bastaba entornarla para ver al frente una chimenea con troncos que de
noche simulaban estar encendidos con “una tarabita” que al calentarse giraba
dando una ilusión de que el fuego chisporroteaba. Viviendo en la ciudad más
calurosa del país, ahora que lo pienso era, sin duda, disparatadamente
original.
Una de las
habitaciones al lado del “recibo” tenía puertas de vidrio porque daba acceso a
un salón con cortinas verdes, alfombrado y con un aparato de aire acondicionado
Carrier que enfriaba muy bien. Aquella era “la sala”, donde estaba el piano
Wurtlitzer. Los muebles eran de mimbre y acolchados, y había un par de lámparas
de pie y de mesa y un aparato de radio con su pick-up y espacio para albergar
muchos discos de pasta, aquellos los antiguos long-plays. En la pared frente al
piano existía una acuarela con un paisaje de Venecia, regalo de mi profesor de
piano, el maestro Albino Solivo (un año tan solo aguanté porque, a la edad de
10 años, no estudiaba…). Recuerdo a mamá al piano, tocando La Polonesa de
Chopin...
En el polo opuesto
a la sala, estaba un área donde con los años se ubicaría un gran televisor;
pero en ese espacio nacía y crecía todos los diciembres, el pesebre, con sus
figuras celosamente guardas, con sus musgos, y telas para las montañas, además
siempre rodeado de toda una tradición familiar con procesión el 25 para traer
al niño Dios. El centro de la casa era el comedor que se comunicaba con estos
ambientes, con el cuarto de mi madre, y con un “pasillo” que daba a otra
puerta, lateral que venía a ser la segunda entrada a la casa y que estaba al
lado de la cocina, más adelante allí estaban las puertas de el “cuarto de
huéspedes”, de la despensa y de tres grades habitaciones con dos baños, que
eran los cuartos de los dos hermanos menores, de los dos mayores (me incluyo )
y el de mí padre.
Si uno salía por
aquella puerta lateral que estaba al lado de la cocina, había un gigantesco
limonero siempre cargado y se podía pasar a un patio central con nardos muy olorosos
en las esquinas; allí se encontraba “el lavadero”, y al frente estaban “el
cuarto del servicio” con su baño y “el cuarto de jugar”. La pared frontal del
patio central lucía un gran paisaje en mosaicos de la iglesia de Taxco muy
barroca y detrás de esa pared se hallaba “el garaje” que albergaba el Chysler
del 48 de mi padre. Arriba del garaje existía una gran habitación que era “el
cuarto del jardinero” a la que se accedía por una escalera en lo que llamábamos
“el gallinero” donde podían criarse gallinas bajo un gran níspero que daba grata
sombra y siempre estaba cargado de frutos muy dulces.
Al lado de Los
Arrayanes mi tío José había adquirido un gran terreno y decidió construir una
mansión de dos pisos que nombraría como “La Alquería”. (Persiste parcialmente
detrás de donde estuvo la KIA). Ya en 1942 estaría lista la casa donde vivirían
años más tarde, al regresar de sus viajes, mis primos García MacGregor; quienes
para la época eran Belén y Ernesto, los de “la casa de al lado”. Ernesto
crecería como si fuese otro hermano más de nosotros, los 4 García Tamayo, los primos vecinos, apodados “los báquiros” por mí
padre. “La Alquería” sería testigo de incontables aventuras protagonizadas por
nuestro ingenioso primo hermano.
El cuarto de mi
padre tenía una hamaca grande que lo cruzaba diagonalmente, y era un privilegio
mecerse en ella; existía la cama y un closet donde estaban algunos libros que
leería y devolvería puntual (recuerdo las “Memorias de un venezolano de la
decadencia” y “Una aureola para Gómez”). También había un escritorio, un
chifonier para la ropa y un armero, para los viajes a Perijá de cacería. El
baño de mosaicos rojos tenía regadera, bañera, y hasta un bidet y podía ser
usado por cualquiera en la casa. Mis hermanos menores tenían sus camas y sus
cosas en el cuarto al lado, pero el nuestro, de los dos mayores, tenía una
biblioteca repleta de libros, un pequeño radio y daba a un baño pequeño.
Siempre usamos aire acondicionado.
Acepto la
observación de que éramos privilegiados y que sin haber viajado a otros países,
tuvimos una infancia con reglas muy estrictas pero con la posibilidad de
educarnos, tanto en un colegio de jesuitas como en casa ya que nos dejarían un
gran espacio para la lectura y para poder estimular la imaginación. Añado para
finalizar que a dos cuadras teníamos el Cine Landia y del otro lado a dos
cuadras también estaba el Cine Venecia, y nos permitían ir al cine con
frecuencia por lo que para mí en particular, creo que el cine formó parte del
aprendizaje de mi vida, como ciudadano, médico y escritor, y así, colorín
colorao, este cuento aquí, se ha terminao.
Maracaibo,
domingo 2 de febrero del año 2020
Es inevitable pensar en la casa de nuestra infancia cuando uno lee La Casa de Jorge. Pero en mi caso, yo tendré que escribir "Las Casas", porque mi padre era un nómada y en Los Haticos y en Maracaibo, pasamos de Orense a Yuma a Alaska a Las Mercedes y terminamos en España, muy cerca por cierto de "la bola del gas". Todo eso sin salir de Maracaibo. Muy buen cuento Jorge.
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