martes, 24 de julio de 2018

“50 vacas gordas” de Isaac Chocrón




“50 vacas gordas” de Isaac Chocrón

Isaac Chocrón Serfaty (Maracay,1930Caracas,2011). Fue un dramaturgo, traductor, ensayista y narrador venezolano; Premio Nacional de Teatro en 1979. Nacido en el seno de una familia sefardita, estudiaría en un colegio católico, bachillerato en una institución protestante en Nueva Jersey; Literatura Comparada en la Universidad de Columbia, un BA de la Universidad de Siracusa, con máster en Relaciones Internacionales de la Universidad de Columbia y doctorado en Desarrollo Económico de la Universidad de Mánchester. ​Se definía a sí mismo como “zurdo, judío, homosexual y escritor”. Con José Ignacio Cabrujas y Román Chalbaud, Isaac Chocrón representó la excelencia de teatro Venezolano del siglo XX. En palabras de Rodolfo Izaguirre “La obra más densa, profunda, la más reflexiva es justamente la de Isaac, porque es la única que no se sujeta a las contingencias ni históricas ni políticas del país sino que profundiza en la condición humana”.
 
Aprovecho para mostrar algunos fragmentos del primer capítulo de  su exitosa novela del año 1982, “50 Vacas Gordas” (Monte Ávila Eds)

Mire usted; sí, ya sé que me está leyendo. Quise decir: présteme atención. A ver qué pasa. Al menos conocerá mi versión (la más auténtica, se lo aseguro) del estrangulamiento de la secretaria en el Parque Arístides Rojas, ese crimen que hace menos de un mes apareció por cuatro días seguidos en las últimas páginas de los diarios y luego desapareció, como si ya no interesase la fallida búsqueda del asesino. Suelto debe andar, escondido debe estar, y confieso mi temor de que alguien pueda decirle en cualquier momento que fui yo quien llamó a la policía, que fui yo quien me presté para describir su cara redonda, su tez morena, su nariz como una papa, su corpulencia de oso oscuro, camisa amarilla clara, pantalones azules, zapatos de suela espuma, y cada detalle que yo añadía se convertía en otro trazo del joven dibujante, quien viéndome a mí, lo pintaba a él. Yo describía y él dibujaba hasta que “el retrato hablado” se llenó de detalles...

Me recordaba a Marcos, inerte en aquella cama blanca de la clínica; tubos transparentes metidos por la nariz y por la boca, y la gorda bombona a su lado que parecía más un poste de luz que una fuente de vida. Poco le sirvió chupar tantos tubos. Murió y lo lloramos y lo enterramos y dejamos de acordarnos de él, casi igual a como los periódicos dejaron de acordarse del crimen, porque no descubrieron al asesino. No iban a estar todos los días repitiendo el mismo cuento: que por la tarde, casi a la hora de cerrar, uno de los jardineros fue quien la encontró; que mucho antes ese mismo jardinero y otro más la habían visto de lejos, tendida en la colina de grama, con su vestido rosado y descalza, sus sandalias blancas a un lado, y pensaron que dormía. 

Desde las siete de la mañana, cuando pasan estos carcamales, hasta las siete de la noche, cuando las últimas parejas, ajadas de tantas caricias, se incorporan y salen hasta de que el guardia venga a echarlas, todo es amor. Siempre lo expresan a través del contacto físico, y si es amor romántico, se limitará a manitas agarradas y besitos de mejilla, mientras que si es amor deseoso y deseado, no tiene límites. He visto parejas (hombres con mujeres, pero también hombres con hombres y mujeres con mujeres) que arrebatadas, se arrancan las ropas, se desnudan y se agreden más que se acarician como si fueran animales enfermos de rabia en vez de amantes afiebrados por el deseo. ¿Tenía o no razón en pedirle que me preste atención? Son cosas divertidas, titilantes…

Así se comportaban el moreno y la occisa, como la llamaron los periódicos. Irene Pimentel era su nombre, ¿no la recuerda? Tampoco yo la hubiera recordado sólo por el nombre; si la conozco es porque la vi tantas veces, casi desde el comienzo de su prolongada relación con el morenote. Era rubia, chiquita, no estaba mal de cuerpo, aunque el trasero le había crecido desproporcionadamente. Tendría unos treinta años y él no creo que llegara a los cuarenta. Irene, llamémosla así, aunque al principio yo me refiriera a ella como “la putica” debido a la rapidez en que se transformó de niña recatada a vampira voraz, hambrienta de comerse al morenote, Irene tenía una cara totalmente inmemorable. Todos sus rasgos eran pequeños: ojitos, naricita, boquita roja; todo nimio, como una ratita o como cualquier cajera de supermercado.

Yo en su situación, hubiera traído muchas otras cosas más aunque significase cargar con una cartera más grande: agua de colonia (¡cómo refresca cuando hace calor!, especialmente si se frota alrededor de la nuca y él gustosamente se la hubiera frotado); un atomizador para refrescar el aliento, de esos que saben a menta o a canela; cepillo y pasta de dientes porque ha podido entrar al sanitario que queda en el medio del parque, para acicalarse; polvo para quitarse el brillo de la cara, causado por el sudor del forcejeo; gotas para los ojos porque la tonta Irene siempre lloriqueaba, bien por placer o por dolor placentero, o bien por malcriadez para darle otra excusa al morenote de morderle las mejillas o de introducirle la lengua en la oreja, como si fuera un taladro de dentista. 

Me alejaba de la ventana y me iba a ver que estaba haciendo Berta o encendía la televisión para enterarme de las noticias del mediodía —era al mediodía cuando los tórtolos se encontraban, seguramente a la hora del almuerzo de sus respectivos trabajos. No siempre estaba a la disposición de ellos; a veces me llamaban por teléfono y cuando terminaba de hablar, me asomaba y veía que se habían ido. Otras veces tenía simplemente que salir a hacer cosas. “A vivir mi vida”, como suele decir Elena, acompañando sus palabras con un gesto desafiante que es casi una bofetada: cuello alargado, cabeza hacia arriba y entonces un cuarto de vuelta de la cabeza que parece añadir: “¡Mía y de nadie más!”.

Maracaibo 24 de junio, 2018

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