viernes, 22 de septiembre de 2017

… en La Habana…( III )



… en La Habana…

TERCERA PARTE

“Poco después rodábamos en el Volkswagen ruso hacia San Lázaro. Teníamos que visitar primero la casa del santón, del gran babalocha. Y lo increíble del asunto era el que ya yo no pensaba más en Natasha, y me decía a mí mismo que era mejor así porque me daba un pálpito de que con la bella rusa entre nosotros pudiera ser que se llevaran presos a mis amigos ecobios. No quería enredarme más la vida. ¿Qué tal si el adivino babalao nos revelaba que Anabella estaba enterada del secreto de los microfilms? Todo fluía de una manera tan natural que tampoco notaba ningún cambio en el ánimo de Eduardo, a pesar de su evidente interés por la rusa. El merequetén de los brincos del Volkswagentrosffky y la promesa de ver al gran Abakuá de nuestros dos nuevos amigos, parecía ser nuestro principal objetivo de esa noche. Pero antes teníamos que detenernos en el vecindario de San Lázaro, el patrono de todas las llagas, de la lepra y de los chancros sifilíticos, esos detalles no tenían que refrescármelos, los había leído un tiempo atrás... La casa del babalocha se estaba cayendo, como todas las de aquel vecindario. Afuera se reunían algunos negros ataviados con collares, todos iban de guayabera y en grupos por la calle, hombres y algunas mujeres casi todos bebiendo aguardiente. A lo lejos se escuchaba una radio con música de guaracha, en sordina. Todo será muy sencillo nos dijo el babalao quien era un negro calvo y muy gordo. Su guayabera blanca y sus collares no disimulaban el sudor y la agitación ante la oferta de dólares para conocer los designios de los Orishás. El gordo insistía en que teníamos que adaptarnos a todo lo que exigían las reglas de la Ocha. En una especie de canastillero adosado a la pared estaban los dieciséis dilingunes. El santón los tomó en su mano derecha. En el suelo divisé unos platos con sangre. Todo el rito fue similar al de la noche anterior, pero éste no precisó de semillas y tablero, leyó el destino con los caracoles y nos informó como Changó, la diosa de los siete rayos estaba con nosotros, nos habló a los dos, de los dos vengadores con la espada y la capa roja y nuevamente nos informó de la situación, estaba algo complicada. Para concluir afirmó que, aunque las alas de la noche se interpongan pesarán más las palomas sobre el comandante pero eso sí, no habrá escapatoria, caerá la espada de Changó y lloverá la sangre... Eduardo captó mis señales y nos salimos antes de que se diera el sacrificio de dos infortunadas palomas blancas, con las cuales quizás nos hubiese dado el gordo un baño de sangre. En la calle nos esperaba el Volkswagenosky con Enrique y Ramón quienes ya tenían una nueva botella, ahora de chipedrin. Sin hacer muchos comentarios salimos hacia los muelles y entramos en el reino de Yemayá. Era el barrio de la Virgen de Regla. Así después de dar vueltas y vueltas por calles desoladas oscuras y malolientes nos detuvimos ante una casa de dos pisos. Es el templo abakuá. Nos lo dijo Ramón. Enrique descendió de la máquina mientras nosotros esperábamos silenciosos y pasándonos la botella de chipedrin. Enrique regresó con buenas noticias. Había hablado con el egún  abakuá y nos permitiría pasar si antes hacíamos la ofrenda. Qué carajo, le dije a Eduardo, ya estamos sobre el burro y tenemos que arrear. Descendimos del Volkswagenoff. La casa parecía desolada, pero obvia mente estaba llena de cuerpos, era la materia no visible que se percibía en cada oscuro rincón. Escuchaba voces tratando de orientarme en la penumbra cuando nos detuvimos ante la puerta entreabierta de una habitación al fondo del caserón. Entramos y miré el suelo que era de cemento pulido con muchas líneas y trazos creando un dibujo difícil de entender. Había cuatro circunferencias de colores amarillo, rojo, azul y blanco, dibujadas en el piso. Los billetes verdes de no sé cuántos dólares de Eduardo fueron colocados en medio del círculo blanco y rápidamente fueron cubiertos con grandes hojas de malanga. El egún era un negro brillante de ojos saltones y miembros largos como patas de araña, el hombre de una edad difícil de definir, nos invitó a pasar con un murmullo ininteligible que prosiguió en un dialecto extraño y culminó con una serie de invocaciones, especie de letanía cuyo curso pude seguir cuando se transformaron en una mezcla de latín y español, hilando un santoral pleno de deidades y símbolos como el Arca de la Alianza, Salus Enfermorum y Regina Angelorum... Súbitamente se puso de pie y se dirigió a un gran armario de madera adosado a una de las paredes y abrió sus puertas. Por el resplandor del fuego noté que había una colección de velas que el hombre iba encendiendo ante un altar lleno de ídolos y de cromos de colores con imágenes de santos de la iglesia. Se volteó hacia nosotros y salió de la habitación. Eduardo y yo nos miramos. Frente al resplandor de las velas los noté a todos temerosos y de un color amarillento. Un instante después regresó el egún con un gallo debajo del brazo. El ave traía el cuello pelado y rojo como esos gallos patarucos, bueno para lanzarlo en un ruedo. El negro sacó del cinto un gran cuchillo y sin mediar palabras le dio un tajo vertical en el cuello de modo que el animal continuó vivo pero con cada estremecimiento sangraba a chorros. Nos miró entonces y aproximó la cabeza y el cuello sangrante a su boca, sorbió la sangre y la escupió hacia un lado. Estábamos los cuatro sentados rodeando al hombre cuando Enrique a mi lado me explicó en voz baja que tendría que lamer la sangre del gallo. Yo veía al babalawo y él lo hacía con un gusto tal que pronto estuvo pintado cara y torso con la sangre que brotaba espasmódicamente del cuello del gallo. Se colocó ante Ramón y extendiéndole el ave le presentó el pescuezo y éste lamió la sangre cerrando los ojos. Yo pensé que no sería capaz y en un pestañear de segundos tenía ante mí al negro sudoroso y ensangrentado, sin mirar el gallo noté cómo se escurrían hilos bermejos entre sus dedos y sobre sus grandes manos y entretanto fui admirando las plumas del gallo embadurnadas, hasta el momento cuando tuve el cuello y los cañones brotados ante mí, tenso, el cogote parecía un mecate empapado, y yo creía escucharlo decir, ¡chupa ya idiota! Haciendo de tripas corazón le pasé la lengua, no sin un estremecimiento y me quedé mirando cómo Enrique sacaba su lengua y se la pasaba de un lado al otro al pescuezo sangrante del gallo mientras el corazón quería salírseme del pecho. Cuando le tocó el turno a Eduardo, pensé que no lograría disimular su asco y por un instante me figuré que arrancaría a correr, apreté los ojos y al abrirlos lo vi sonriente con la nariz y la barbilla empapadas de rojo y con un guiño me miró como si quisiera decirme, ¡es cojonudo! Saqué el pañuelo disimuladamente y la mirada de Eduardo me contuvo, entonces lo mantuve en mi mano mientras el negro iba diciendo cosas y se iba restregando la sangre en el torso desnudo. Entonces en voz baja le pregunté a Ramón que cuándo sabríamos algo sobre los designios de los Orishás. Pensé si acaso podría ser posible esperar algo peor en el ritual que estábamos viviendo pero me contuve escuchando a Ramón, quien brevemente y muy serio me comunicó que ya habiendo bebido el ayé, era el momento de estar atentos. Cerré los ojos por un instante y no sé si lo imaginé pero presa de convulsiones como si estuviese en medio de un baile de San Vito apareció saltando un hombre de pequeña estatura vestido con un traje de paja y una máscara africana negra con rayas rojas, entró contorsionándose y bailando al son de un pequeño tambor, lo hacía sonar con sus manos des nudas mientras iba y venía sacudiéndose espasmódicamente. Al mirar a Ramón, él me informó en voz baja que no era más que el ireme quien auyentaría el maleficio, pudiera ser que existiese un aura maligna rodeándonos a todos los ecobios, un cierto aire de maldad.... Bastó con pestañear y el ireme danzarín desapareció. Entonces se hizo un instantáneo silencio y el egún comenzó a decir cosas, una detrás de la otra... -Por las siete potencias lucumies ahora es el momento de la verdad, por la virgen de las Mercedes, Obatalá, por Yemayá la virgen de Regla nuestra santa patrona, Oh, ven Yemayá y remueve los mares, Oh por Changó que sea bendita, Oh Santa Bárbara justiciera que se abran los cielos y que caigan sus rayos y sus centellas, que venga Ogúm y también San Miguel Arcángel, que descienda Orimilá, ay San Francisco y San Pedro, Eleaguá y San Pablo, que nos visite el Anima Sola, venga a nosotros Oshúm, Oh, qué grande y bendita es la virgen de la Caridad del Cobre... Yo a pesar del rito y de la circunstancia desagradable de estar embadurnado con la sangre del gallo, pensé en el chinchorro del rezandero y como en aquel cuento, me dije, si sigues metiéndole santos se te reventarán las cabulleras, pero en ese momento, no sé por qué, el oficiante se dio vuelta y extendió una esterilla ante él dejando ver un bulto negro sobre la misma. En la oscuridad parecía un feto deforme, pero pronto lo reconocí como un ídolo hecho de madera, el cual no podía ver bien, puesto que el hombre lo sobaba empegostándolo de sangre y haciendo una suerte de ruidos guturales. Entonces pensé que el aguardiente me estaba haciendo efecto, todo era demasiado disparatado y me sentí mareado, casi con ganas de echarme a dormir sobre la estera, allí mismo en el piso de la oscura habitación. Cerré los ojos y pensé que estaba muy cerca del mar, avanzaba por un camino desconocido, bordeado de ipecacuanas y caminábamos entre chamizos y grandes arbustos y a mis pies sentía como reventaba lianas de una maleza que imaginé era pura malanga enredándonos el paso. En un momento nos hallamos a la orilla del mar. A lo largo de la costa que terminaba perdiéndose a lo lejos en una bruma caliza, se esparcían entre miríadas de conchuelas marinas, numerosas medusas gelatinosas y cientos de camarones nadando en una espectral fosforescencia tachonada con las estrías bermejas de las algas filamentosas y los destellos nacarados de los caracoles fracturados por el constante batir de las olas. Desde allí podíamos escuchar el golpe del tambor y con el tucupucu de la kukurbata pensé en el taquititaqui sobre la mina. Ascendimos más allá de las dunas para llegar al sitio alrededor de una fogata, donde las mulatas batían sus faldones y se agitaban y sacudían sus enaguas fragosas y crujientes al menearse frenéticamente. Después suavemente, iban ondulando sus cuerpos rítmicamente con los golpes del tambor. Flotaba en el aire un vaho a hembra sudada y ellas iban y venían, empapadas en salitre mientras yo las observaba, untuosas e imaginaba una melaza almizclosa que embadurnaría sus tensos nalgatorios batiéndose sin cesar y presentía el calor de sus cuerpos, mientras giraban y se estremecían con el ritmo del guataque, ellas se agitaban a un lado y al otro, e iban y volvían revolviendo el aire y el polvo que levantaban sus pies desnudos con efluvios de especies y de brea, con un aroma a jengibre, clavo con azafrán y albahaca y un toque de menta, que nos embalsamaba eternizando el momento. Abrí entonces los ojos y observé el ídolo sobre la estera de espartilla. Eran dos figuras hechas de una sola pieza de madera negra. Cual siameses estaban unidos por el abdomen en tanto sus cráneos dolicocéfalos y sus bembas se proyectaban hacia fuera al igual que sus cortos brazos con toscas manos que parecían pedir misericordia, ellos se torcían girando de modo que cada uno quería como separarse del otro y ambos ostentaban un corto falo negro que parecían lucir en la raíz de sus cortas piernas terminadas en grotescos pies, como si fuesen simples apéndices complementarios de su monstruosa y desagradable apariencia. El rojo y el negro de la madera de la estatuilla y de la sangre se me confundían cuando el oficiante alzó el ídolo de los siameses y lo mantuvo en alto diciéndonos, cual si me leyese el pensamiento.
-Que el rojo y el negro de la bandera de la revolución los proteja. Los colores de Elleguá quien todo lo decide están diciéndonos la verdad. Elleguá les abrió las puertas de la felicidad y es Elleguá quien se las cierra. Todo está en marcha, habrá de llegar el momento de Changó y caerá su espada.
Cuando el hombre me miró, yo pensé en Natasha, ¿dónde estaría? ¿Por qué todos los Orishás se empeñaban en darnos un mensaje tan singular? ¿Dónde estaba yo sin la capacidad para captar la esencia del mismo? Presentía que el paquete del aeropuerto
y la desaparecida señora del cabello blanco tenían algo que ver en todo lo que decía el oficiante abakúa. Me bastó cerrar los ojos para verla amarrada en una silla, ella sudaba copiosamente, era la tía de la niña del aeropuerto y estaba bajo unos reflectores, ella lloraba y frente a la silla vestida de verde olivo estaba Natasha, de pie, se acercó, la tomó por el pelo y volteándole la cara le dijo. ¡Confiesa gusana! Confiesa... Abrí los ojos y Eduardo me estaba sacudiendo. ¿Qué te pasa Marcelo? ¡Somos unos ecobios cojonudos! Había concluido el rito. Estábamos solos y nuestros amigos del Volkswagenoffky al rato aparecieron. A tropezones nos condujeron a casa. Nosotros sin decir nada, sin preguntarles nada, todo era como una maldición y había que callar. Yo me sentía tan mal que no quise hablar en todo el trayecto, sin embargo recuerdo que pensé en cómo podría hacer para lograr levantarme y asistir a la visita guiada al día siguiente, tenía por delante la ida para conocer dos hospitales y las instalaciones científicas más prestigiosas de La Habana. Eran las cinco de la mañana cuando llegué a la casa de protocolo.

Fin de la 3era, y última parte …

Maracaibo 22  de septiembre del 2017
Las demoras han sido por fallas en internet ( se perdió la plataforma para todoo el Estado Zulia, por muchas horas...)

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