miércoles, 6 de enero de 2016

Apuntes de viajero IV. Madison, Wisconsin.




            APUNTES DE VIAJERO EN TIERRAS       
 LEJANAS   IV
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MADISON, WISCONSIN

Desde el avión todo es blanco, y él piensa en el helado de vainilla del Alfa, tan blanco, y allá abajo debe estar igualmente tan frío. El compromiso estaba hecho y se acercaba a su destino. Desde la tierra del sol amada haber ido a sobrevolar las planicies heladas de Wisconsin, en aquel febrero del año 1964, es una situación totalmente novedosa. Así deberá su futuro cercano. Lo piensa, mira de nuevo por la ventanilla y cree sentir que el aparato ha iniciado su descenso, hay nubes bajas que ocultan por momentos las capas de helado de vainilla…
Brilla y refulge con un tono blanco grisáceo el sendero helado que conduce al edificio Mac Ardle en el campus de la Universidad. La nieve cae en grandes copos sobre el resbaladizo camino, y desde allí pueden verse los ladrillos rojos de la pared lateral del hospital, brillan con el mustio sol que se refleja en las ventanas cerradas a doble vidrio. La protección invernal y los destellos solares no logran impedirle observar desde la calle una luz ambarina, arriba, en la ventana del laboratorio 207.  

Embozado en su bufanda gris, él se acerca a la gran puerta negra y al empujarla penetra en el recinto sofocante de los grandes radiadores metálicos. Su nariz enrojecida aún, gotea helada por la caminata de ocho cuadras, interminables, a veinte grados bajo cero. Restriega sus zapatos húmedos en el felpudo...  Se dijo a sí mismo por enésima vez: gracias a Dios que este congelamiento del carrizo es tan solo una situación temporal, si creyera que no voy a regresar más nunca a mi tierra, no sé lo que haría, pero sin duda no soportaría este clima de osos polares con tanto entusiasmo. Se despoja del gorro de lana y sacudiéndose el pelo sube paso a paso por la escalera de metal. Sus pisadas resuenan y su juvenil figura aparece encogida por el frío, tiritando bajo la tenue luz amarillenta que nace de los bombillos en el techo y se cuela por los pasillos. Se arranca su bufanda y se frota las orejas casi insensibles y enrojecidas. Está ante la puerta del laboratorio. Mira los percheros en la pared. Sin desprenderse aún de sus guantes de cuero forrados con piel de conejo, comienza a desabrocharse el grueso abrigo...
La puerta del laboratorio está entreabierta. Él finalizó su desvestimiento y calcula que ya ha llegado la señora Schaeda. Ella con su voluminosa pinta de sueca de película de Bergman debe estar en el bioterio alimentando a los acures. Él lo piensa, sonríe y se estremece e inicia el lento proceso de colgar en el perchero sus múltiples trapos, el paltó, un sweater una franela gruesa y al final, apoyándose en uno de los radiadores, fastidiosamente comienza a sacarse las botas de goma que protegen sus zapatos...   

El cielo gris ha comenzado a clarear y todavía continúa nevando. A través de la ventana el paisaje es blanco, inmaculado, tan solo los faros amarillentos de los coches brillan sobre la helada superficie de la calle Mound.  La robusta señora Schaeda hace su entrada triunfal en el laboratorio y lo saluda amigablemente. Sus acuritos ya están preparados. A los acures, también les dicen cuyis, conejillos de india y guinea pigs, son casi todos muy blancos, peludos como motas, otean con sus ojitos rojos y moviendo los bigotes sonríen pelando los incisivos. Él los mira imaginando que ellos presienten su próximo final y se figura que por eso están inquietos en sus jaulas. La gorda Schaeda sonríe mientreas él revisa sus anotaciones.
Decide entonces él, que ha de sentarse para leer una separata reciente sobre las alteraciones de las grasas en el alvéolo pulmonar de los acures cuando viven sometidos a bajas presiones de oxígeno. Mira su reloj y recuerda que después de sacrificar a los animalitos tendrá que ir a controlar varios casos con la baronesa...    Con el zumbido de la campana extractora para protegerse de los vapores del osmio, comienza el proceso de anestesiar a los animales, luego tendrán que perfundirlos, luego la disección del peto y la parrilla costal, tomar las muestras de los pulmones, el corazón, el hígado, los pequeños fragmentos seleccionados para su procesamiento y próximo estudio con el microscopio electrónico. Cuando ya están finalizando la tarea, llega Enrique Valdivia. 
Entra sacándose los guantes y arrojando su chaqueta de cuero sobre el escritorio. ¡Pucha como hay de frío afuera! Lo dice entre dientes y en castellano y Rodrigo observa sus pequeños ojos negros moviéndose con rapidez, su nariz aguileña y oscuros cabellos le dan un aire latino inocultable. Inquisitivo examina los frascos con el material en fijación. Rodrigo le muestra sus notas pero Enrique insiste en controlar el pH de nuevo. Quiere constatarlo personalmente, es crucial en este experimento, masculla. Después, ya convencido, le propone ir por una taza de café caliente. Lo beberemos antes de la incubación en el medio de Gomori, le dice él y luego añade mirando el reloj, es que la baronesa me espera antes de diez minutos.  

Un rato después, ambos entran con sus jarras de café aguado al laboratorio de Neuropatología. La adusta figura de Gabrielle Zurehin mira complacida el reloj que lleva con una cadena plateada sobre el pecho y sonríe al comprobar que falta medio minuto para la cita acordada. Enrique le pide que al terminar el control le envíe de vuelta a su asistente, lo necesita en su laboratorio.   Tarareando una tonada de los Beatles, por el pasillo amarillo, como en un yellow submarine,  se alejará Enrique con su jarra de café americano y mientras lo ve irse, él apura el último trago de su café de agua turbia para sentarse ante el microscopio de frente a la baronesa.
 Gabrielle es la personificación del orden y de la disciplina. El inquiere sobre los más nimios detalles de todo cuanto ha visto en las láminas de vidrio y ella va respondiendo a todas sus preguntas y aclarándole sus dudas. Mientras toma notas, él a su vez contestará una por una las preguntas con las que a su vez la chief neuropatóloga, lo va bombardeando en su inglés prusiano. Por segundos él piensa si acaso ¿serán ciertas las historias que repiten sobre ella?, su imponente castillo en las riberas del Rhin, las laderas boscosas de la selva negra alemana, ¿soplará el cierzo entre los pinos en las posesiones de la baronesa?, ¿será verdad? Su prestigio como investigadora y neuropatóloga es internacional…
Él entiende lo increíble de su suerte, la importancia de aprender con ella los secretos del estudio de la patología del sistema nervioso. Ni sabe él cuanto influirá en su destino. Es alemana, cuarentona o más y con una ilimitada capacidad para el trabajo. ¡Gabrielle es brillante!  Ahora él se atreve, y la mira directamente a sus ojos. Ella aprieta sus labios de un rojo intenso. Sonríe y le pregunta. ¿Es Lavanda verdad? Me gusta como hueles... Él siente como se le ha subido la sangre al rostro y llevándose el pañuelo de regreso al bolsillo se sumerge en las preparaciones de Klüver para visualizar la mielina y toma otras láminillas teñidas con Holtzer para detectar los astrocitos reactivos. Cuando la mira nuevamente es para preguntarle sobre unos núcleos muy azules que parecen curiosos oligodendrocitos en otros preparados teñidos con hematoxilina-eosina. Es con el “echení”, como le dicen ellos a la coloración de rutina, como debe acostumbrarse a hacer los diagnósticos neuropatológicos.
       En el laboratorio de Enrique le esperan los trocitos de sus acuritos incubándose en unos platos de Petri para detectar luego con el microscopio electrónico las enzimas lisosomales. Por la ventana se ve el cielo de un azul muy pálido. Ya hace rato que cesó de nevar. Con ansiedad, él siente que se acerca la hora del mediodía, es su oportunidad diaria de sentarse en el microscopio electrónico, estará desocupado por dos horas y cada vez es mayor el número de cosas que observa y la cantidad de información que incorpora a su joven cerebro. Todavía faltan dos días para mi turno semanal de autopsias. Lo piensa y recuerda que antes de la guardia le dará tiempo de revelar y copiar todas las fotografías que irá tomando en el microscopio.  Si logra terminar de copiarlas en la tarde, tendrá un tiempo libre para estudiar los casos de la reunión de biopsias. Eso piensa él… 

      Antes de penetrar en la oscuridad del laboratorio que alberga el microscopio electrónico, se detiene un instante y recuerda los cadáveres de los dos niños que acaba de ver al atravesar la sala de autopsias. Una leucemia aguda y un tumor de Wilms decían sus records clínicos. Estaban muy pálidos los pequeños, y él se preguntará si serán acaso serán agentes virales los que de veras provocan las enfermedades neoplásicas. Hay un profesor loco que así lo cree, para él son solo conjeturas, y aunque él no ha hablado personalmente con Temin, si lo ha escuchado en sus conferencias. ¿Por qué les dirán lectures? Él se pregunta a sí mismo muchas cosas... Los patólogos pudieran ser portadores sanos... ¿Qué tal yo, llevando los virus de los cadáveres hasta los humanos? ¡Que locura! Entonces recuerda a sus dos hijos pequeños, en la casa rodeada de nieve y de árboles pelados. El mayorcito ha estado con fiebre, ¿quizás será gripe? Tendré que irme un poco más temprano a casa, lo dice para sí y luego recapacita. Cuando lo haga, ya el sol habrá desaparecido y la temperatura deberá estar por los veinte bajo cero. Al entrar en el cuarto oscuro piensa. ¡Ojalá que vuelva a nevar!, me encanta ver caer los copos blancos en la noche... 


Con algunas modificaciones puntuales, extraído de “La Entropía Tropical”, novela, Ediluz 2003.
Maracaibo, 6 de enero del año 2016

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