viernes, 20 de marzo de 2015

Dos artículos del escritor nicaraguense Sergio Ramirez

Sergio Ramirez se  pregunta por Nicaragua
Por: Sergio Ramírez
sergio ramirez
La primera pregunta que escucho acerca de Nicaragua, es en qué se parece esta segunda etapa de la revolución a la primera. Es lo que he oído a los estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de Madrid, y a los de la Universidad de los Ozarks, en Arkansas, en los últimos días. Mi repuesta es que no hay tal segunda etapa de la revolución. La revolución comenzó con el derrocamiento de la dictadura de la familia Somoza en 1979, y terminó con las elecciones de 1990, que el Frente Sandinista perdió, hace ya veinticinco años, frente a una coalición de partidos de oposición que llevaba como candidata a doña Violeta Barrios de Chamorro.
La pregunta es justa, porque se basa en el hecho de que Daniel Ortega, presidente sandinista de los años ochenta, lo es hoy otra vez, a partir de las elecciones de 2006, cuando ganó por el 38 por ciento de los votos, y luego fue reelegido en 2011. Ahora no sabemos si será candidato de nuevo, o lo será su esposa, que gobierna junto con él.
El poder actual pretende envolverse en la misma retórica revolucionaria de aquellos años. Pero se trata de un discurso que suena a imitación, o falsificación. Imperialismo, burguesía, soberanía nacional, socialismo, son palabras de ese viejo diccionario que perdieron su significado, porque el mismo poder se lo ha quitado. O hay que leer ese discurso al revés, como si fuera todo lo contrario.
Lo que existe es un régimen familiar que busca perpetuarse de manera indefinida. Los pobres siguen igual de pobres, desorientados por las políticas populistas del gobierno. Hemos regresado al viejo caudillismo, que ha sido la tradición política de Nicaragua desde el siglo diecinueve, una sola persona en el poder que junto con su familia lo controla todo.
No hay ningún traslado real de la riqueza a manos de los más desamparados. El 48 por ciento de la población subsiste con menos de 2 dólares al día, y de entre ellos, la mitad subsiste con menos de 1 dólar al día. Nicaragua ocupa uno de los tres últimos lugares en los índices de miseria de América Latina, junto con Haití y Honduras.
El discurso de defensa a ultranza de la soberanía nacional en contra del imperialismo yanqui no es más que humo. Los intereses de la seguridad nacional de Estados Unidos en Centroamérica y el Caribe no tienen ya nada que ver con la antigua guerra fría, como lo demuestra el inicio de la normalización de relaciones con Cuba.
En un artículo publicado recientemente en Blomberg, se cita a William Brownfield, subsecretario de Estado para Narcóticos, diciendo que “los esfuerzos del gobierno de Nicaragua para proteger a su pueblo y su territorio de las actividades de los traficantes de droga han sido muy positivos”, lo cual es más importante, afirma, que los “diversos elementos complicados” en las relaciones de Estados Unidos con Nicaragua. La cooperación para detener cargamentos de drogas es lo estratégico en estas relaciones, no la democracia.
Esta posición demuestra que la progresiva desaparición del sistema democrático en Nicaragua no es motivo de preocupación de Estados Unidos, ni tampoco de ningún país relevante, en un mundo conmocionado por la amenaza del terrorismo yihadista y el Califato Islámico, igual que por el creciente poder de los carteles internacionales de la droga.
El credo del general Sandino, que inspiró la lucha del Frente Sandinista, estuvo basado en tres principios básicos: soberanía nacional, democracia, y justicia económica. En su resistencia contra las tropas de ocupación de Estados Unidos hasta que logró su salida de Nicaragua, la defensa de la soberanía nacional fue lo más relevante. Y ahora ha sido entregada a China.
La idea de la construcción de un Canal Interoceánico ha gravitado sobre nuestra historia desde los tiempos de la colonia, y Estados Unidos le impuso a Nicaragua un tratado en 1914 para construir ese Canal, algo que nunca hizo. Ahora, Wang Jing, un desconocido millonario de Beijing, cien años después, es el nuevo amo y señor de la soberanía nicaragüense, como concesionario del Canal a través del Tratado Ortega-Wang, con duración de cien años.
Ortega ha sabido tocar un resorte de esperanza muy antiguo en el alma de los nicaragüenses. Cuando la construcción del Canal se anunció en 2013, se prometió la creación de un millón de nuevos puestos de trabajo, una cifra estrafalaria.
Ahora ha sido reducida a 30,000 empleos de baja categoría, mientras los puestos mejor calificados serían para los chinos que llegarían masivamente al país para hacerse cargo de las obras.
La revista The Economist, en un análisis del estado democrático en el mundo, divide a los países entre democracias plenas e imperfectas, y regímenes autoritarios e híbridos. Nicaragua es enlistada entre los “regímenes híbridos”. En estos sistemas, afirma el análisis, existen irregularidades sustanciales en las elecciones que usualmente las alejan de ser libres o justas, y serias debilidades institucionales, mayores a las que tienen las democracias imperfectas. En este mismo grupo estarían también Ecuador, Honduras, Guatemala y Bolivia. Solo dos países de América Latina, Uruguay y Costa Rica, califican como “democracias plenas”.
Pero la frontera entre regímenes autoritarios y regímenes híbridos es muy tenue, y ya Nicaragua ha avanzado no pocos pasos para adentrarse en ese oscuro territorio de la ausencia de democracia. Ortega, o su esposa, se impondrán de cualquier manera en las elecciones presidenciales de 2016.
Pero los gobiernos familiares han terminado siempre en grandes desastres políticos. Las tensiones empezarán a manifestarse y crecerán en la medida en que las esperanzas creadas por el discurso populista de Ortega se agoten, sobre todo con el final de la cooperación de Venezuela, que debe enfrentar los bajos precios del petróleo, el desabastecimiento, la inflación, y una crecida deuda externa de corto plazo.
Y otro punto importante de inflexión será el fracaso del proyecto del Canal, percibido hoy como una gran esperanza, y que se convertirá en frustración cuando el tiempo demuestre que no era sino un invento desalmado.
El autor es escritor. Cartagena de Indias, marzo 2015.
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El poder incesante y soberano de la imaginación
Por: Sergio Ramírez

El Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria, que he recibido de manos del presidente Enrique Peña Nieto, pone al maestro delante de su discípulo, porque de Fuentes aprendí lecciones de escritura desde mis primeros viajes a México, cuando bajaba ansioso las escaleras de la librería El Sótano para encontrarme con sus libros.
Siempre admiré en él esa ambición ecuménica de tocar todos los temas y todos los registros, y ver siempre en la historia una fuente de imaginación que nunca se agota. Desde su investidura de novelista supo que la historia debe estar sujeta a una revisión crítica incesante. No solo exponer la realidad, también enfrentarla y juzgarla, nunca quedarse en testigo pasivo.
Desde La muerte de Artemio Cruz, a Los años con Laura Díaz, a La silla del águila, la historia de México vuelve siempre a ser expuesta con una calidad profética. Vio con lucidez que la historia de su país estaba compuesta por planos superpuestos: arriba la pirámide azteca de los sacrificios, el cuchillo de obsidiana y la sangre humeante en la piedra: abajo el oscuro inframundo que gobernaba las existencias, y donde el mal escondía sus dientes y sus garras; y luego, sobre las ruinas, los edificios coloniales, conventos y cabildos de la parafernalia virreinal, que también estaba hecha de las mismas piedras del poder.
Pero al pintar la historia de México con los colores de la imaginación, que nunca desprecia la realidad, pinta también a América Latina y nos enseña que somos un organismo vivo de vasos comunicantes, realidades compartidas, sueños y derrotas también compartidos, desilusiones y esperanzas. Que nuestra identidad está en la diversidad.
Compartimos la múltiple exploración de temas en los que nos descubrimos, la multiplicidad del lenguaje, la experimentación como un desafío de la escritura; las maneras en que cada uno de nosotros, como escritores, asume la realidad de su propio país, y convierte a la escritura en una permanente expresión de inconformidad y advertencia.
Antes, los temas literarios comunes de nuestra América fueron los dictadores engalonados, el infierno verde de los enclaves bananeros, las intervenciones militares, las revoluciones y las guerras civiles; y otro, aún hoy no dilucidado, el de la lucha permanente entre civilización y barbarie; y otro, tampoco dilucidado todavía, el de la marginación y la miseria, los abismos de la desigualdad que no terminan de cerrarse, y que llevan a la angustiosa odisea de las emigraciones masivas hacia la frontera con Estados Unidos.
En nuestro mundo contemporáneo real, del que la literatura no es sino un espejo irisado, las viejas parcas se visten hoy de sicarios. Vista en su conjunto, la anormalidad de nuestra historia es en el presente una macabra fotografía de cuerpos regados en un baldío, un titular en letras rojas sobre alguna masacre. Pero en la vida y en la muerte de cada uno de esos seres, hay una historia que contar. Y la novela es eso, descender al infierno de cada vida, de cada cuerpo mutilado, de cada cuerpo incinerado. Porque la literatura no se ocupa de lo general, como los titulares de los periódicos, sino de lo específico, que son los seres humanos, vistos en singular.
Hemos buscado siempre indagar en la sustancia de la realidad para nutrir la imaginación. Porque nuestra historia ha vivido en un estado de anormalidad permanente, y esa anormalidad se transmuta a la literatura. Las anormalidades varían, pero sus inclemencias persisten. Y nos fijamos en ellas porque asombran, y porque son, antes que nada, anormalidades éticas.
En América Latina sufrimos aún la incongruencia de que los principios que inspiraron las luchas por la independencia siguen escritos en la letra de las constituciones pero no terminan de abatir la desigualdad, allí donde el crimen y el terror, y también la demagogia, se incuban en la pobreza.
Los novelistas también hemos sido cronistas de la violencia de las revoluciones. Fui protagonista en mi patria de una revolución triunfante, y puedo decir que la de hoy no es una violencia que busca transformar la sociedad para hacerla más justa, sino una violencia criminal, para envilecerla. Pero tiene la misma raíz, porque se alimenta de la pobreza. Para entrar en el siglo veintiuno, debemos dejar atrás primero el siglo diecinueve.
Los escritores latinoamericanos somos cronistas de los hechos, y debemos registrarlos, exponerlos. Iluminarlos. Somos testigos privilegiados de la vida cotidiana trastocada por la violencia, el miedo, la corrupción, las grandes deficiencias del estado de derecho. Somos testigos de cargo. Mi oficio es levantar piedras, decía José Saramago; no es mi culpa si debajo de esas piedras lo que encuentro son monstruos que quedan al descubierto. El escritor no es otra cosa que un cazador de monstruos.
La palabra siempre ha luchado por defenderse de los autoritarismos mesiánicos, de los sectarismos religiosos, de los nacionalismos extremos, de las veleidades del poder económico, de las ideologías totalizantes que pretenden imponer un pensamiento único, lo que significa también imponer la mediocridad.
La literatura no existe para convencer a nadie sobre credos ideológicos, sino para hacer preguntas. Cuando el escritor se expresa como ciudadano desde la tribuna que le da la literatura, su voz se multiplica porque es escuchado. Está ejerciendo entonces su primer deber cívico, que es el de nunca callarse. Puede ser que un libro no cambie el mundo, pero sí que cambie a quien lo ha escrito, y que cambie también a quien lo lee, porque la imaginación tiene un poder soberano.
Pero un libro debe ser para un escritor un territorio libre de imposiciones, libre de la cobardía de la autocensura, y al mismo tiempo libre de la pretensión de imponer verdades. La verdad siempre estará sujeta a revisión, porque las creencias eternas se vuelven inmóviles, y la inmovilidad significa la muerte. La creencia de que el mundo puede ser cambiado desde los libros es una arrogancia. Más bien el mundo debe ser interrogado una y otra vez desde los libros.
Es allí donde reside ese poder incesante y soberano de la imaginación.
El autor es escritor. 
Ciudad de México, febrero 2015

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