domingo, 29 de junio de 2014

Clausura Semana Zuliana de la Narrativa 28 de junio, 2014



Discurso de clausura Primera Semana Zuliana de la Narrativa
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Quiero agradecer al Movimiento Poético de Maracaibo por haberme ofrecido este inmerecido protagonismo, dentro del programa de la Semana Zuliana de la Narrativa. Igualmente le doy las más expresivas gracias a La Alcaldesa y a las autoridades de la Alcaldía de Maracaibo por prestarnos los espacios del Museo de Artes Gráficas para haber podido desarrollar aquí las actividades de este evento.

Quise aprovechar esta oportunidad, para atreverme a relatarles como y por qué, un médico-anatomopatólogo llega a transformarse en “escribidor” de novelas. Este es un hecho raro, ciertamente, por eso quiero explicarles como he venido cumpliendo ininterrumpidamente, una actividad que para mi ha sido muy satisfactoria. Durante 31 años he redactado, corregido y borroneando palabras para escribir varias novelas, ocho en total, y debo informarles que disfruto este trabajo como un verdadero oficio. Escribir literatura, no obstante, no ha significado para mi abandonar el ejercicio de mi especialidad como diagnosticador e investigador de enfermedades, ni he dejado la redacción y publicación de manuscritos de carácter científico, los llamados trabajos de investigación. Aunque alguien pudiese plantear paralelismos o similitudes entre redactar artículos de ciencia y escribir literatura, quiero enfatizar que existe una división marcada entre esas dos formas de escribir. La literatura es algo totalmente diferente a la pasión por la verdad que implica el ejercicio de mi especialidad. Cito a Don Pío Baroja, escritor gipuzkoano quien también era médico y una vez señaló que “…en literatura, el rigor científico no puede existir”.  Escribir novelas no tiene mucho que ver con la verdad, es siempre un reto a la imaginación, es querer ser invencionero de cosas que asedian los muros de nuestra conciencia. Escribir una novela puede parecerse a componer música, la novela debe poseer un tono, y un ritmo, al final deberá acoplarse todo lo planeado en palabras como si fuese una sinfonía, solo que el instrumento no viene a ser otro sino, el lenguaje.

Comencé a escribir relatos inventados cuando era niño. En aquel entonces, es bueno decirlo, leía bastante. Entre los 9 y los 16 años escribí muchas cosas y aún guardo algunos cuentos y esbozos de novelas de esa época, ¡hasta poesía escribí!, y al revisarlos compruebo que no me traiciona la imaginación. Existieron. En mi casa, en Maracaibo, puedo volver a verme, sentado, niño, o casi adolescente, leyendo a “Miguel Strogoff” de Verne, a “El último de los Mohicanos” de Fenimore Cooper, o ”Los verdes años de AJ Cronin, al “El Corsario Negro” de Emilio Salgari, o releyendo a “David Coperfield” y a “Oliver Twist” de Dickens, y recuerdo que en esos años, me ilusionaba pensando en que cuando fuese grande, sería escritor. El amor por la literatura se afianzó en mi infancia. Mi padre era comerciante con el negocio en la Plaza Baralt y mi mamá era de SanCristóbal. Ambos nos llenaron de libros. Ella leía de todo, tocaba el piano, y puedo recordar, hace muchos años, niño, en mi casa escuchándola interpretar La Polonesa de Chopin, en los tiempos cuando la avenida Santa Rita aún era de tierra. En mi habitación compartida con mi hermano mayor existía una biblioteca presidida por los 12 tomos de la Historia Universal de Espasa Calpé y una colección de libros de Monteiro Lobato un escritor brasileño, el libro de Oro de los Niños, y muchos otros libros y novelas algunas de las que leía mi madre y creo que todas estas cosas despertaron en mi el amor por la lectura. Debo añadir que desde antes de los 8 o nueve años iba mucho al cine. Teníamos de un lado de la casa el CineLandia y del otro lado estaba el Venecia, solo a una cuadra. El cine fue un estímulo creativo desde mucho antes de que llegase la televisión. Bajo el cielo estrellado del Venecia pude admirar las películas de la Nouvelle vague francesa y el cine del neorrealismo italiano, películas que sin duda llenaron muchos  recovecos de mi subconsciente. Estudié primaria y la secundaria con los jesuitas y tuve la suerte de tener como profesor de literatura a Mariano Parra León, un obispo siempre combativo muy recordado por todos en Maracaibo. Crecí teniendo una muy clara la situación de nuestro pueblo depauperado, siempre ilusionado ante las frustrantes promesas de los políticos y nunca dejé de creer en que podríamos cambiar las injusticias sociales que veíamos, algún día… La realidad actual es muy triste y aunque que no es éste el momento para abordar el tema, tengo la convicción de que tenemos que seguir luchando hasta volver a ser un país sano. Vivimos una crisis nacional lamentable, con inseguridad, desabastecimiento e inflación, con un gobierno sin separación de poderes, que arremete contra quienes piensan diferente violentando la Constitución sin ningún pudor. Estoy convencido de que nosotros como ciudadanos pensantes, estamos llamados a revertir los desafueros de quienes están en el poder desde hace más de una década.
Pero…
Mejor regreso a mi historia…

Fui al Liceo Baralt y luego a nuestra Universidad del Zulia. Estudié Medicina entre los 16 y los 21 años. Al graduarme en LUZ el año 1963, me fui a especializar en Norteamérica. Luego, todo aquello de la literatura pareció nublarse en mi mente. La Medicina, la patología y la investigación sobre la ultraestructura, los tumores y los virus, absorbieron mi espíritu durante muchos años, creo que hasta un grado de fanatismo extremo. Después de cuatro años de pasar fríos inviernos y aprender muchas cosas, cuando regresé a mi ciudad natal trabajé en el Sanatorio Antituberculoso y estuve directamente vinculado con el genial doctor Pedro Iturbe, mi padrino de promoción, quien lograría un microscopio electrónico y de la mano del doctor Fernández Morán me conduciría para instalar un laboratorio que en siete fructíferos años llegaría a publicar más de 25 trabajos de investigación en revistas indexadas. Aquella fue una etapa decisiva en mi carrera como investigador.
En 1975, me vi obligado, digamos que por razones personales, a abandonar el productivo laboratorio creado en mi tierra para irme a la capital del país. En una de mis novelas, “La entropía tropical”, me refiero entre otras cosas a esa situación que terminó en mi prolongado exilio… Nuestro poeta, el príncipe del soneto, Idelfonso Vásquez quien era médico y quien también tuvo que exilarse, escribió algo que aproveche para plasmarlo en, mi novela:
“Adiós, adiós, inculto paraíso
do el goce halló mi juventud dichosa!
…hoy otro campo más estéril piso
por otra senda voy más enojosa.
Cruzo el triste sendero de la ausencia
Trillo el árido campo de la ciencia.”
Durante más de 25 años estuve trabajando en un Instituto de la UCV formador de patólogos. Me tocó dirigirlo durante más de 12 años y me mantuve al frente de un laboratorio de investigación, inventando lo que denominamos la patología ultraestructural y produciendo más de un centenar de publicaciones. Iniciándose la década de los ochenta, con cinco hijos creciendo debí comenzar a re estudiar el bachillerato, y ayudándoles, regresaría a la literatura. Reincidí en mi pasión por la lectura y hube de reconocer al Gabo y sus cien años, a Vargas Llosa y los perros de su ciudad, y después, tras leer La Muerte de Artemio Cruz me entusiasmé con Carlos Fuentes, y luego, Rayuela, y detrás de Cortazar llegaron Borges y Rulfo, Cabrera Infante y Arguedas, Asturias y Donoso, y así regresé a la literatura, especialmente a la de Latinoamérica, que además, en aquellos días estaba haciendo, ¡boom! En ese entonce, a comienzos de los 80,  me supe hipertenso y al creer que estaba gravemente enfermo, recordaba mi historia de los 7 años en Maracaibo intentando hacer investigación sin ser aceptado por mis colegas, y la veía como una situación que nadie habría de conocer, y eso me dolía, por lo que pensé que debería escribirla. Creo que es cierto lo que dice Eduardo Liendo, de que el mayor desafío del escritor “es vencer a la muerte con el filo de la palabra. Quizás con un deseo larvado de trascender, escribí un manuscrito que por su nombre resumido la gente confundía con el extraterrestre. No con Alf, con i-ti, porque en la portada decía ET, las siglas de la Entropía Tropical. Una expresión, que le escuché decir al Dr Humberto Fernández Morán quien la utilizó para describirme ese desorden tropical que nos caracteriza. El manuscrito de ET, estaba escrito en maracucho, pero me decían que tenía “malas palabras”, y ¡me querían acentuar las esdrújulas!, por lo que cuando intenté publicarlo, fue varias veces rechazado. Esperé 20 años, desde 1983 hasta el año 2003 cuando aproveché que un compañero de promoción era el Rector de LUZ y entonces sí, me editaron la novela “Entropía Tropical”, en Ediluz. 
Pero:
No quiero hablarles de mis novelas, ya hemos tenido oportunidad de revisarlas y hablar de ellas durante esta semana. Debo decirles, que transcurrirían más de 25 largos años, en lo que denominé “mi exilio capitalino”, para lograr, al fin, regresar a mi tierra. Recuerdo que el año 1991, en un discurso durante un evento de mi especialidad dije, para preocupación de mis amigos, que ya tras 13 años de estar viviendo en Caracas, debería pensar en regresar, quizás buscando, “esa luna que se encumbra y un cielo azul de porcelana alumbra, o tal vez para saber si en el lago, la onda medio caliente, entumecida, coronada de espuma, acaso aún continuaría, soñando melancólica”… En aquel mes de diciembre del 91, reflexionaba sobre estas ideas, y las hice públicas preguntándome, si acaso en ese andar cotidiano por el trillado sendero de la ciencia, no habría llegado para mí el momento de regresar pues resonaban en mi mente las estrofas del bardo guariqueño aprendidas en mi bachillerato caletrero :
Es tiempo de que vuelvas
Es tiempo de que tornes…
Pero el tiempo siguió su curso inexorable y con el correr de los años me convencieron de que ET en su manuscrito, era una novela, por lo que decidí seguír escribiendo, de manera que tras jubilarme en la UCV en 1998, y luego de tristes contingencias personales, había escrito ya, casi cinco novelas. No fue sino hasta enero del año 2005 cuando de nuevo regresé a Maracaibo. Desde entonces he publicado dos novelas más, y hace unos meses he terminado otra, ésta última sobre un personaje histórico del siglo XVI, “Andrés Vesalio el anatomista”. Tengo siete hijos, seis varones y una sola hembra, pero ya ven, ninguno decidió estudiar Medicina. En la actualidad tengo 12 nietos, que cuando los sumamos a los seis de los tres hijos de mi esposa actual, hacemos entre ambos 18 nietos en total, nietos quienes desafortunadamente viven todos lejos de nosotros por las circunstancias del país de todos conocidas, de las que ya dije preferiría no hablar aunque siento que estamos obligados a soñar con un mejor futuro que habrá de llegar, para todos.

Escribo en español, y me gusta saber que así lo hago, pues mis novelas son casi todas sobre mi gente.  Por eso ya he dicho que escribo como zuliano. Siento que la lectura de mis novelas puede ser comprensible por españoles e hispanoamericanos, ya que es el mismo idioma que usan en la península Ibérica, en Canarias y en cualquier nación de nuestra América, con todo y esa diversidad cultural que caracteriza a nuestros pueblos, desde el Río Grande hasta la Patagonia.  El idioma español o castellano, nacido como una lengua romance del grupo ibérico, es la segunda lengua del mundo por el número de personas que la tienen como su idioma materno, con 420 millones de hablantes nativos. Esta razón, me parece que debe valer para apreciar más, defender y preservar nuestro lenguaje. Tenemos que darle apoyo a nuestra creación literaria, pues una cosa es muy cierta: al perder la palabra se pierde la memoria.

He escrito mis novelas inventando numerosos personajes, y algunos han cobrado vida propia hasta creerse parecidos a los de los libros, algunos otros creen pensar que son casi como la gente, como seres que aún están vivos, de los que uno conoce. La verdad es que escribimos engendrando vidas que probablemente llegan a nuestra mente desde el subconsciente o como remembranzas de la infancia. Estos personajes aparecen solos, algunos buscando un espacio donde guarecerse, o quizás se trata del sitio donde poder ocultarnos nosotros mismos y sobrevivir, dentro de las muchas vidas que somos capaces de inventar. Porque si algo es cierto es que nuestro derecho a soñar como escritores, tiene que ser preservado. Como los buenos actores cuando tienen que representar a ciertos personajes, quien escribe, precisa de entrar en un estado de concentración muy particular, un trance que podría verse como de locura, una especie de rapto de esquizofrenia transitoria en el que nos sumergimos durante la creación literaria. Quien escribe especialmente quien escribe novelas, necesita vivir dentro de sus personajes, pensar como ellos, sufrir, amar y hasta morir con ellos, y en ese estado, entre ser él mismo y ser a la vez otro, u otros, los personajes de la obra, uno dejará fluir el inconsciente hasta que los fantasmas afloren, y broten esas ideas ocultas hasta comprender y convencerse de que la novela, no es tanto de quien la escribe, sino de los personajes que por ella transitan. Terminará uno siendo como un amanuense gratuito que va traduciendo y plasmando en letras lo que sus personajes le señalan. Al final siempre insistiremos en que el producto terminado, deberá ser más de los lectores, que de sus autores, pues la lectura habrá de crear vasos comunicantes entre ambos…

Milan Kundera había nacido en Checoslovaquia pero escribía en francés. Joseph Conrad era polaco y escribía en inglés. Esto puede parecer admirable, sin embargo, coincido con el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, para quien ese fenómeno le parece una dolorosa mutilación. Ha dicho Sergio, que sería algo como los “castrati” del siglo XVII quienes si bien padecían por la ablación quirúrgica para ganar una nueva voz, perdían la propia.  Digo esto para insistir en que debemos preservar nuestro lenguaje propio.
Augusto Roa Bastos escribía en español y en guaraní. Quien lee “Los ríos profundos” de José María Arguedas puede percibir la sintaxis quechua. El güiro y el son se escuchan sonoros en la poesía de Nicolás Guillén. La fuerza telúrica que emana del macizo guayanés explota en “Canaima” de Rómulo Gallegos. América es un crisol de razas, de tradiciones y de costumbres arraigadas en el suelo de cada región, pero el idioma es uno solo. Es el mismo de Cervantes y de Góngora, el mismo de Rubén Darío y de Gabriel García Márquez, y esta realidad debe producirnos una  gran satisfacción. El idioma español o castellano, el nuestro, es el mismo español que usó el puertorriqueño Rafael Sánchez cuando escribiera “La guaracha del Macho Camacho”, es el de Vargas Llosa en su Casa Verde y el del Gabo en los tiempos del cólera, ambos premiados con el Rómulo Gallegos y con el Nobel de literatura. El idioma que utilizara Borges para describir el ángulo del sótano en la casa de Beatriz Viterbo donde él vio el Aleph, es el mismo que Cortázar empleó para presentarnos a La Maga en Rayuela, allá en París, y es el de Rulfo y el de Fuentes, es el mismo que usan Ednodio Quintero y Liendo y Sánchez Rugeles.

Recuerdo que hace unos 50 años, en las heladas praderas de Wisconsin conocí a Enrique Valdivia, un chileno de Antofagasta en cuyo español se sentía el soplo del desierto de Atacama, que él mezclaba con peruanismos del Cuzco, casi ascendiendo a Machu Pichu... Mi amigo Enrique analizaba divertido nuestro lenguaje caribeño pues no entendía, ¡como podíamos nosotros llamar “mamón” a una fruta!, y disfrutaba con las variaciones entre agarrar y coger, y otras palabras que para él eran desconocidas, ya que pertenecían a nuestro español vernáculo. Tan simples pueden ser las palabras para nosotros, como percibirse cual compleja jerigonza para otros, y habrá a quien le cueste creer y comprender, y hasta le parecerá difícil tener que aceptar, que en cualquier otra ciudad de nuestro país, es muy probable que no entiendan que es un guineo, ni un lampazo y menos un recao de olla. Por eso repito que debemos preservar nuestro lenguaje, y darle apoyo a la creación literaria autóctona. De esa manera contribuiremos simultáneamente a la preservación de nuestro patrimonio cultural.

Esta en una razón por la cual algunos nos hemos esforzado en escribir como hablamos. En una apuesta por preservar nuestra identidad, que nos acostumbremos cada vez más usar nuestro lenguaje, sin temores, atreviéndonos a ello. Es importante saber decir utilizando el lenguaje escrito lo que escuchamos en nuestro alrededor. Arriesgarnos a poner en letras el hablar de la calle, el léxico de los hombres y las mujeres de nuestra región. Esta forma de hacer literatura eventualmente debe dar sus frutos y conformará un verbo literario nuestro, vernáculo. En español o castellano, hemos aprendido a escuchar a Carlos Ildemar cuando nos dice: “a la jaiba, el pajarito en el mango”, o cuando nos cuenta que: “con candela y otra escupitina, los boborotes se quedaron mirando pa San Felipe”. Esas son tan solo algunas palabras del lenguaje poético que existen en su libro premiado, “Provinciano Cósmico”, pero ellas están allí impresas y resuenan para perpetuar nuestro lenguaje.
Tengo un amigo, que toca la guitarra, y canta. Algunas veces canta tangos, y yo quisiera para finalizar, como una reflexión, poder repetir en este momento algunas estrofas de uno de esos que él canta, que me gusta mucho. Se denomina “Convencernos”.
 “Convencernos, no ser descreídos,  
que vence y convence el que está convencido/
No sentir por lo nuestro un falso pudor,  y aprender de lo nuestro el sabor… / 
Convencernos un día de veras,
que todo lo bueno no viene de afuera /
Que tenemos estilo  y un modo y hace falta jugarlo con todo. /   
Ser nosotros por siempre y a fuerza de ser,  convencernos  y así convencer. /
Y ser, al menos una vez  nosotros,
sin ese tinte del color de otros
/Recuperar la identidad,  
 plantarnos en los pies,   
crecer hasta tapar la inmadurez /
 Y ser al menos, una vez,   nosotros,   tan nosotros,   bien nosotros,   como debe ser”.

Muchas gracias.

Maracaibo 28 de junio, 2014.

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