5:45
am Desde el castillo de proa, frente a la
cubierta, podía oír como gemía el maderamen. El mismo percibía su respiración
febril y entrecortada y las olas le llegaban una y otra vez. Juancho respiraba
con dificultad, se sentía suspirando, desde lo más profundo, trombas de agua le
sacudían, pletóricas, ¿de miedo? No veía por ningún lado a los marineros y se
preguntaba si sería posible que la tripulación hubiese desertado. ¿Es que acaso
estoy presenciando un motín? ¿Estarán escondidos? ¿Quizás en la sentina?
¡Recontra rayos! ¿Estaremos acaso a la
deriva? Ante él irrumpió el cabello canoso, la frente arrugada y luego las cejas
como un erizo de mar, de manera que él le reconoció prontamente. Era Don José
García. Miles de trazos desdibujados en su rostro creaban surcos cambiantes de
posición y de forma. Él notó muy de cerca la piel agrietada por el viento del
mar, alrededor de sus ojos circunvalados por un halo gris opaco, limitando el
perímetro de sus pupilas cenicientas, brillantes, y aquella especie de fulgor
que se expandía en círculos concéntricos confundiéndolo. Luego apareció la boca
diciéndole algo, moviéndose, lentamente, su lengua roja se le veía entre los dientes,
un oscuro orificio que se dilataba, se abría, se cerraba y en aquel momento
preciso, una por una fueron brotando las palabras. ¡Al pairo grumete, estamos
al pairo! Lo dijo con toda la autoridad que le confería su rango, y Juancho
asintió, es decir, lo hizo mentalmente, puesto que no podía movilizar el cuello
ni la cabeza. Estaba pensando que, casi seguramente Don José era el
contramaestre, y esa persuasión le tranquilizaba un tanto, al menos no tendría
que ir corriendo a controlar el rumbo en el cuaderno de bitácora, tenía que
estar fijado con toda precisión. Pero su cuello estaba rígido y la arboladura
crujía, y mientras tanto él miraba desde su envarada posición los obenques
tensados, los palos y las jarcias fijas, las firmes y las rebatibles, sacudiéndose
en las gavias, sosteniendo a duras penas un velamen que parecía querer explotar
con el chubasco. Esponjadas como pechugas de palomas. Juancho pensó en Martina
mirando las velas, ellas se inflaban en el palo mayor, rechinaban en los
obenques y ni hablar del trinquete, casi explotaba con el vendaval. Aquello era
más que un golpe de viento, un verdadero chubasco y desde su incómoda
situación, tendido en cubierta, logró ver cómo la vela se hinchaba, se combaba
y crecía descomunal. Lo mismo ocurría con el velamen del bauprés. Era la señal
que indicaba el cambio de rumbo de la nave, y él casi lo percibía desde la
cebadera hasta sus manos, como si fuese él mismo el timonel y sin embargo,
horizontalizado, ¡vaya que era difícil la cosa!
En su posición sobre la cubierta del castillo de proa, viendo tensarse
las jarcias fijas y las rebatibles, con los obenques templados al máximo muy a
pesar del ventarrón, él estaba considerando el caso, pues notaba una
incongruencia más. El cielo era refulgente, con un azul indefinido, lo cual
hacía imposible pensar en tempestades, pero tampoco estaban en calma chicha, no
percibía chispas ni relámpagos y miraba hacia los palos en lo alto en una
electrizante espera por fuegos de San Telmo. Azul esfera, azul pastel, añil
indefectible, prusíaco, infinito, lapizlázuli ignoto, turquí, turquesa y como
signo ominoso, masas algodonosas de nubes tumultuosas, cambiantes, ampulosas,
formadoras de ogros, de perros y ¿de ratas?, sí ratas grises, pardas,
plomizas... Un escalofrío lo estremeció. En su rostro inmóvil percibió un golpe
húmedo y renovador y quiso pensar que era aire fresco. Entonces le llegó el
momento de sentirse enfurecido por aquella incapacidad suya para moverse, por
ese querer levantarse, incorporarse sobre el maderamen y no poder hacerlo. Allí
mismo, en la cubierta del castillo de proa, sin lograr ni siquiera levantar la
cabeza, desesperadamente su furia le llevó a hacer un gran esfuerzo. Lo último
que percibió fueron las nubes en forma de grises roedores que descendían como motas
de hollín. Juancho pensó, me asfixiarán, me ahogarán. Eso se dijo cuando sintió
como un latigazo que le cruzara el rostro, el chasquido de sus lagañas al
despegarse. El tío Vicente sentado al
lado de la cama, lo observaba con cara de preocupación. Juancho quiso
preguntarle por ella, decirle, explíqueme usted tío, cuénteme, ¿dónde está
Martina?, pero no pudo articular palabra alguna. ¡Sé le antojó creer que estaba inmerso en un
sueño! Tenía que ser así, y sin embargo se asustó al escuchar ronca su propia
voz, diciendo... Me duele todo, tío, quiero ver a Martina, me siento muy mal
tío Vicente... Sus palabras terminaron
en un susurro y cerró de nuevo los ojos.
5:55
am Tulia le dice a Martina susurrante. Déme
ahora el mechón de pelo y préndame otra vez este tabaco. Su cabeza está apretada
por un rojo pañolón. Déme otro trago de ron. Desde un cromo desteñido Santa
Lucía las mira sin verlas y a su lado Simón Bolívar con el indio Guaicaipuro se
apoyan en el pretil del altar chorreado de masas de esperma alrededor de los
candiles parpadeantes. ¡Otalá orichá! La
negra fuma un grueso tabaco, el humo es denso e impregna el aire. El arcángel
Gabriel mira de reojo a María Lionza y suspira pensando... ¡Negra cumbamba! La
danta los observa con sonrisa meliflua. Huele a sábila. ¡Obalá Ochum, aye!
Suena la maraca. ¿Lo sientes palpitá? Está adentro. Se vuelve a untar el aceite
en cruz entre las tetas péndulas y luego en la frente. Suena el ramaje
agitándose para el ensalmo. Tulia se empina un trago en la botella de ron. Esto
te curará del mal de ojo, la reina Onza me protege, un ensalmo de yerbas paque amarre.
Se persigna mientras los invoca murmurando. Sanará, sana sana, culo de rana.
Sana por el negro Felipe, sana saná. Sus dedos son huesudos, de uñas pálidas y
amarillentas. ¡Ay! Bembelé, ay Ochúm, ¿sanará veldá? Se agitan las caraotas
rojas y negras en el sonajero. Viene Ochúm a los brazos del Bendito, alabado
sea Changó bendito, amén. Un buche de ron. Chorrea la vela de sebo en la mano,
pero ella no siente las gotas que le corren hirviendo. Lágrimas de esperma ante
el cristo cabeza abajo. Ahora ella se ha agachado en el suelo. El humo
amostazado asciende. Tulia se agita como una gallina clueca. En la oscuridad
del recinto, el negro atisba sus movimientos. Ella canturrea meneándose
acompasadamente. Musita una especie de murmullo. La sigue con su vista el negro
Miguel. En cuclillas espera el negro patas de araña y sus ojos amarillos
brillan en la penumbra. Grillos y cucarachas van a la tapara, con el aguardiente,
se mezclan con ramos de cadillos los pétalos malváceos de flores trinitarias y de
puticas coquetas. Tulia bebe de la tapara y los rocía, después un hilo de ron
corre desde las comisuras a la barbilla. Suenan las ramas del ensalmo y el
sonajero y los collares de caracoles chasquean bulliciosos. Ella lanza los
huesos y las piedras sobre la tierra apisonada. La puerta está trancada por dos
inmensas caracolas opalinas. Ella pone las manos en la tierra y le dice.
Persígnate mientras lo invoco. Miguel bañado en ron se sacude y plumas de gallo
negro flotan en el aire. El humo del tabaco es amarillo y espeso. Ella sumisa
bebe de la botella. Empínatela. Se
esponjan sus pechos, los siente crecer. ¿Será que será? Las plumas descienden
oscilantes. ¿Será por el viento? Ella se los toca, los siente calientes. Los
acaricia y suspira. ¡Tú vas a ve! Las hierbas caen en la tapara y el humo denso
del tabaco le provoca náuseas. El negro Miguel la mira desde el suelo, está
acurrucado, escuchando a Tulia. Negro Primero, negro Felipe. Orichú, Otalá,
Obatalá, San Marcos de León. Ella respira anhelante. Se toca sus muslos suaves,
acaricia su vientre tenso. Es la serpiente, es Ochúm, es la culebra, ¡es
Changó! Ella suspira. ¿La sientes? Tulia regresa al sonajero que chasquea con
estridor, escupe el ron rociándola. ¿Lo hueles? ¿Sí? Es Changó que ya viene.
¿Lo sientes? ¿Sí? Bébete el ron, empínatelo. Ella capta aquel fuego, es un
hervor interno, hay algo en su cuerpo que crece, y se tuerce, algo que late,
turgente. Ella lo percibe, es un calor extraño que le recorre las piernas y le
quema el bajo vientre. Es la serpiente, es la onza y es el león. María Lionza
los observa de reojo, la danta inmensa le sonríe otra vez desde el cromo y el
negro le pela sus dientes manchados. Ella comienza a temblar, sus muslos se
estremecen, sus caderas firmes esperan.
Las velas desplegadas hacen tremolar el palo mayor. Con el tabaco te se
va a curá, tú vas a vé. Chocan las olas, la resaca hace ese ruido profundo,
¿hierven?, suenan las caraotas, ese sorber hondo, allí entre las piedras, la
espuma asciende y ella la percibe en sus corvas, golpea en sus nalgas, ella
recibe el embate de las olas y se balancea. Ochúm, no se le irá, lo abraza. Es
él. Es mía. Ella gime. Es la serpiente. ¡Ochúm! La negra Tulia agachada escupe
en la tierra. Explotan las olas, se
filtra el ron y la saliva entre las piedras, se los va chupando la arena.
¡Otalá! La están llamando. Ángeles, arcángeles, rugen en la espuma, Maria
Lionza, en las piedras negras, sobre ella, es el ruido acezante del negro
Miguel, la acaricia, querubines, la huele, serafines, ella con el golpe de la
ola tiembla, súcubos, íncubos, la recorren cientos de burbujas fosforescentes,
grifos, mandingas lucífugos, mientras ella sonríe y se deja hacer, rendijas,
hendijas, grietas. Grita, y él la besa allí, con pasión, ronroneo, acezante,
allí, es un gallo negro, aletea en el aire y cientos de plumas vuelan y salta
el chorro de sangre. Se fue el gallo, se fue... ¡Ochúm bendito! Las gotas caen
en la tapara, los caracoles y las piedras están en un círculo hecho en la arena
apisonada, cascajos y cenizas, cual si estuviese frente al altar. Ahora repta
la culebra... Se escapa. ¡Se te va a
curá mujé! Marina la escucha de lo más segura, mientras respira reposadamente,
está confiada. Él va a saná Yo lo sé, le dice Tula… Tú lo va a ve...
Texto extraído de “El movedizo encaje de los uveros”
Novela.
EDILUZ Edit 2003
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