Un pueblo petrolero convertido en escombros
El jueves 14 de diciembre de 2017, 12:00h Eduardo Sánchez Rugeles escribió “Cuando en Venezuela un pueblo petrolero termina convertido en
escombros”. Aprovecho mi blog lapesteloca.blogspot.com, para
reproducir el artículo de este brillante joven escritor venezolano.
El
regreso a Anaco para visitar a mi abuela en su agonía, fue una inmersión en la
decadencia, un paseo temeroso por un pueblo fantasma, gobernado por forajidos y
villanos. La carretera de Oriente, saturada de caseríos miserables y propaganda
política, anunció el salto al vacío. El testimonio revela cómo la Venezuela
petrolera es hoy una quimera.
Visité Anaco por última
vez unas semanas antes de la muerte de mi abuela Rosario. La enfermedad me
impidió reconocerla. La mujer robusta, enérgica, de carácter fuerte, estaba
acostada en una cama, con el cabello rapado y una mascarilla de oxígeno
cubriéndole el rostro. El regaño enfurecido, pronunciado con jerga cantarina,
atravesó los años, sobrevino desde Campo Médico y me exigió que dejara
de molestar a su nieto predilecto, mi primo Luis Paul. La realidad, sin
embargo, permanecía muda. Lo irremediable nos ganó el pulso y la vasta cantera
del ayer comenzó a cubrirse de una pátina oscura.
En
la cocina, el pequeño Paul aventuraba sus primeros pasos, temerosos y
erráticos. Las andanzas del niño, custodiadas con celo por mi tío Güicho,
trajeron a mi memoria las fiestas patronales de los años pasados, fragmentos de
una historia que parecía haber ocurrido en otro lugar, porque el Anaco
tremendista de mi mocedad ingenua no tenía ningún parecido con el desvencijado
solar, abandonado a su suerte, que encontré cuando fui con mi papá a visitar a
mi abuela enferma. Rosario no era mi abuela, ella era hermana de Celia (titular
legítima del vínculo), pero en aquel tiempo, las abuelas de mis primos, como
todas las viejas que visitaban la casa, compartían un inalienable derecho de
parentesco. Y dentro de ese modelo matriarcal, me acostumbré a sobrellevar la
bendición cotidiana de Chichí, Lastenia, Camilola, Rosario y Celia. Hoy, 2017,
sólo una de ellas queda en pie, asistida por una andadera que necesita y
desprecia. Las otras, poco a poco, han ido partiendo, dejando a su paso una
estela imperecedera de memoria a la que, eventualmente, asisto como amuleto.
No
existe un antes y un después en mis primeros años. No hay una frontera, no hay
un trauma. Un psicoanalista se aburriría muchísimo con mi relato trivial y
soporífero. La niñez es un continuum, una línea recta que se mantuvo
intacta hasta los primeros años de la veintena. La madurez, no tengo reparos en
reconocerlo, me llegó muy tarde. Si tuviera que elegir un momento capital de la
infancia, la oferta sería ilimitada y variable. El recuerdo de la agonía de
Rosario, sin embargo, me mostró secuencias hiperrealistas de una felicidad
irreflexiva, acontecida en los parajes de Oriente, en el
porche de una casa que se deshizo con los vaivenes del tiempo.
Pero
el regreso a Anaco, para visitarla en su agonía, fue una inmersión en la
decadencia, un paseo temeroso por un pueblo fantasma, gobernado por forajidos y
villanos. La carretera de Oriente, saturada de caseríos miserables y propaganda
política, anunció el salto al vacío.
Los viajes de ida de mi juventud
temprana gozaban cada minuto del paisaje, atendían con emoción a la variedad de
carteles que anunciaban destinos remotos, a las publicidades caducadas, a las
ventas de cochino, al paso invisible entre los estados Miranda y Anzoátegui,
con el mar a la izquierda, impetuoso y calmo, marrón y verde, presagiando, con
su oleaje intranquilo, la proximidad de un aguacero.
A pesar de su estética plomiza e
industrial, siempre me gustó contemplar el complejo petrolero. Mi mirada
imberbe no pasaba por alto ningún detalle de la fastuosa maquinaria. Imaginaba,
entonces, amparado en las enseñanzas escolares, cómo las máquinas perforaban la
tierra y exprimían la savia del mundo, para almacenarla en los tanques blancos
que bordeaban la ciudadela.
En los viajes de vuelta a Caracas,
mi tía Lilian tenía la costumbre de parar a hacer una oración en la basílica
del Cristo de los viajeros, cercana al complejo petroquímico, pero en las
últimas visitas nos advirtieron que evitáramos hacerlo, porque una banda de
asaltantes tenía sitiada la capilla.
El
viaje de ida del hombre adulto estuvo aletargado por un malestar impreciso y
creciente; tribus de infancia abandonada deambulaban por los hombrillos
sosteniendo en sus cabezas cestas con dulces rancios; los afiches gigantes de
dirigentes inútiles, disfrazados de rojo, talaban la curva irregular de las
montañas; los vendedores de queso ofrecían con entusiasmo productos insalubres,
sin precio regulado, con el que aspiraban engañar a algún incauto que, con su
falta de malicia, los ayudara a subsistir otro día.
Campo
Médico no existe, la cálida urbanización en la que residía el personal de salud
del grupo Corpoven se convirtió en un caserío. Mi tío Güicho, reputado
ginecólogo, residía en el campo junto a otros doctores cuyos apellidos estaban
grabados en placas azules, clavadas en los jardines de las casas. Todas las
tardes a las 6:00 había que resguardarse en el porche, era la hora de la
fumigación. Un camión blanco recorría el conjunto expulsando un humo blanco que
espantaba la plaga. A la derecha del estacionamiento había una pista de
atletismo y una cancha de fútbol. Del otro lado, un terreno inmenso en el que
jugábamos partidas de pelotica’e goma sin reglas. En las noches, Güicho
preparaba suculentos asopados que, tras días interminables de juerga, nos
hacían caer en un sueño profundo.
En la sala, inmensa,
se acumulaba una montaña de bicicletas. Mis primos y yo recorríamos Anaco de un
lado para el otro sin preocuparnos por la delincuencia o la potencial
imprudencia de un conductor borracho. No había ningún peligro (y no exagero). Campo
Norte era el destino predilecto, el Club Los Chaguaramos
era una parada obligatoria. Nunca he sido deportista, soy un oxidado sedentario
sin la más mínima pulsión atlética, pero recuerdo haber jugado tenis, incluso
golf, en los jardines de Campo Norte. Mi abuela Rosario hacía las
compras en el Economato, un enorme galpón en el que, a precios
asequibles, se conseguía cualquier producto básico o especia. Mis primas se
reunían a comer helados en Tutti Sabor y nosotros alquilábamos thrillers
de serie B en el videoclub Scorpion. En el cine Canaima, durante
mucho tiempo, estuvo en cartelera el filme Cyborg con Jean-Claude Van
Damme. Verano tras verano, el título de aquella película mala permanecía en
la marquesina como un estreno reciente.
Con el paso de los años, la
adolescencia descubrió nuevas calles. Las antiguas compañías petroleras
desaparecieron y con ellas cambió la administración del Campo Médico. Mis tíos
se mudaron a otra casa. Güicho, junto a otro grupo de colegas, formó parte de
la junta directiva de la nueva clínica de Anaco, Grupo Médico Oriente,
pero los lugares de peregrinación de la juventud perdida eran las discotecas
del pueblo. Me tomé mis primeras cervezas en el Club Mil, la 4x24,
el Cocodrilo o en la arepera El Principal que, por lo que supe
más tarde, se convirtió en uno de los lugares más inseguros del estado
Anzoátegui, guarida predilecta de secuestradores ociosos. Antes de regresar a
la casa, hacíamos paradas obligatorias en exóticas licorerías: El Barril,
el Telecañero o La casa de la caña (“Caña, caña y más caña”,
rezaba el cartel). Infancia y juventud comparten estas atmósferas lúdicas y
hedonistas. Sobresale, entre ellas, el lugar más caluroso del mundo, el solar
del restaurante Pollos Don Juan, al que mi tío Güicho nos llevaba a
celebrar cualquier efeméride casera. Durante
aquellas semanas estivales, mi primo Puli tenía la costumbre de poner música
llanera en el carro; la repetición incesante (a veces insoportable) me hizo
aprender a la fuerza muchas de esas canciones, aunque se trata de un género del
que no soy asiduo. Antes de regresar a Caracas, parábamos a comer cachapas en La
Negra, un caserío cercano a la salida de San Tomé o Aragua de
Barcelona.
Aquel
Anaco, como muchos pueblos de Venezuela, se desintegró en el
ácido de la Revolución. Quedan algunos nombres, algunos atisbos de bienestar
compartido, mucha gente querida, pero agobiada por los sinsabores de la
subsistencia, degradados por los excesos de una ideología totalitaria y
perversa. Quedan atrás los sueños de tantas personas que, desde los años 40,
levantaron los primeros asientos de lo que se llamó Campo Anaco,
como lugar de residencia de los trabajadores de la Socony-Vacuum Oil
Company, valiéndose de su esfuerzo, el trabajo constante y el amor por
la tierra. “Estamos aquí, a duras
penas”, dijo el cura que casó a mi primo Luis en la iglesia de Campo
Sur, como preludio a la ceremonia. El día anterior a la boda, contó
con pesar, habían asaltado la capilla para robarse los cálices y los aires
acondicionados. Mis primos anaqueros emigraron, no sólo de Oriente, sino
también de Venezuela. Mis primos caraqueños también se fueron. La ciudad en la
que pasábamos las vacaciones, sobrevive en la memoria, pero su referente real
fue abatido por la plaga de la Revolución. Muchos hombres y mujeres, mis tíos
entre ellos, resisten con pundonor la ferocidad de los saqueos. A pesar del
asedio, siguen ahí.
Todas
estas historias, anécdotas, sensaciones, las recordé cuando vi jugar al pequeño
Paul en la cocina, mientras mi abuela Rosario agonizaba impaciente. Hoy, muchos
años después, sentado frente al programa Spotify, exploro a
conciencia la banda sonora de aquellas añoranzas. Desde un rincón oriental,
escucho la elegía a la muerte de un caballo rucio y tengo la impresión de que
viajo de copiloto en un Corolla Azul, en dirección a ninguna parte (al Barril
o al bowling de Los Pilones); reviso, entonces, aturdido por
la congoja, el grupo de WhatsApp que inventaron mis tías, con el que sostienen
la ficción de nuestra presencia y en el que los primos, desperdigados por el
mundo, compartimos la incertidumbre sobre un próximo encuentro, la preocupación
por la seguridad de nuestros padres, cautivos en el Averno, y el vano resquemor
por saber que nuestros hijos, condicionados por la distancia, nunca conformarán
la fraternidad que descubrimos en los viajes por carretera en dirección a
Oriente, entre La Negra y Rancho Grande.
Una
brisa caliente se cuela en el invierno madrileño. Spotify descubre una canción
en la que el viejo Simón Díaz describe la muerte de su perro,
abatido por la tristeza.
Maracaibo 17 de diciembre del 2017
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