viernes, 27 de diciembre de 2013

UN DISCURSO DE CLAUSURA en el año 1991 ...



DISCURSO DE CLAUSURA DE LAS XXXV  JORNADAS NACIONALES DE LA SOCIEDAD VENEZOLANA DE ANATOMÍA PATOLÓGICA
                                                                                                    Diciembre, 1991.
          Tres de mis queridas colegas, encargadas del Comité Organizador de estas Jornadas de la Sociedad Venezolana de Anatomía Patológica, me escribieron una carta hace un mes, instándome a decir unas palabras y me pidieron de manera especial que tratara de expresar un mensaje de optimismo. En la Venezuela de hoy, este pedido es casi una quimera utópica, pero yo hice un esfuerzo por complacerlas, entre otras cosas porque las quiero mucho y por ello, escribí estas palabras que resumen algunos de mis deseos referidos a nuestros jóvenes patólogos...



         He pasado un rato buscando ideas gratas y me ha tocado el ponerme a pensar en que ya tengo más de dieciséis años viviendo aquí en Caracas y que de donde yo vengo, que no es de mis soledades, hace ya casi treinta años que me inicié como patólogo. ¡Son unos cuantos años! Por eso, en este momento, más que decir lo que pìenso, debo expresar lo que siento...



         Por extrañas circunstancias del destino, (pudiera parecer un desatino revolver tantos recuerdos en penumbras), pero así fue, hace años ya que me alejé de la tierra infeliz de los palmares, donde a lo lejos está esa luna que se encumbra y un cielo azul de porcelana alumbra, y en el lago, la onda medio caliente, entumecida, coronada de espuma, continúa soñando melancólica. Apartado de aquella extraña medianoche de las regiones índicas, he vivido mirando al Avila empinado, entre edificios, humo y algunos techos rojos y hasta una blanca torre y al fondo las azules lomas que aún muestran bandadas de tímidas palomas; entre el follaje exuberante, hay ahora, diminutas ranitas silbadoras y en un instante ellas provocan que la noche gire en el cielo y cante. Todas estas cosas me hacen reflexionar y me pregunto  si en este andar cotidiano por el trillado sendero de la ciencia, no habrá llegado para mí el momento de regresar... Resuenan en mi mente las estrofas del bardo, aprendidas en mi bachillerato caletrero por la gracia de Dios. “Es tiempo de que vuelvas, es tiempo de que tornes”...

         Los afanes, las cuitas y la faena del diario trajinar, frecuentemente nos impiden meditar un rato y algunas veces, hacer introspección, reflexionar, es necesario y además es grato. Pienso que existe en esa entrega a la vida académica, a la obsesiva lucha por la investigación, al amor desmedido por la Universidad y al hecho de convivir con quienes año tras año salen de nuestras manos, una parte vital de mi renuncia al lar. Son muchos jóvenes los que hemos amasado queriéndolos moldear como patólogos, presentándoles quijotescas opciones, enseñándoles, en una pose a veces francamente anormal, el cómo renunciamos un poco a lo que antes quisimos en pos de un ideal y desbarato encajes para tomar a cada rato el hilo de sus vidas, hebras que se entrecruzan, telaraña de hilazas, como las describiera en Rayuela Cortazar, y regreso al despertar del sueño, para en un socavón tener la dicha cierta, de que me estoy bañando en la savia de mis discípulos, como Sigfrido debajo del dragón, sin hojarascas interpuestas...
           I es que hoy en día parece estar vigente más que nunca, aquello que nos dijera Andrés Eloy:
“Lo que hay que hacer es amar lo libre en el ser humano, lo que hay que hacer es saber alumbrarse ojos y manos y corazón y cabeza y después ir alumbrando.
Lo que hay que hacer es dar más, sin decir lo que se ha dado, lo que hay que dar es un modo de no tener demasiado y un modo de que otros tengan su modo de tener algo. Trabajo es lo que hay que dar y su valor al trabajo”.
Aquí, en el trabajo, he tenido la fortuna de cosechar a la sombra de nuestra querida Universidad Central y con un grupo de patólogos soñadores, los frutos de muchos jóvenes médicos, sus triunfos, sus avatares, el padecer sus pesares, queriendo en todo momento disipar sus nubarrones, que llegan solos, con frecuencia cuando estudiantes y después en el correr expectante de sus vidas, esos ríos que van a dar a la mar, porque hay días de resaca, y en ocasiones las corrientes pueden ser tumultuosas, y no obstante, es allí donde está lo estimulante, en el saber que tras de cada nublado hay un lucero y que aunque se doblegue por la ruda tormenta sacudido, florece hasta morir el limonero...
           Florecer es amar. Nuestras vivencias de la especialidad, no difieren de las de los patólogos de la América hispana, desde México hasta la Patagonia, incluyendo al Caribe y a Centroamérica nuestros problemas terminan siempre siendo variaciones sobre un mismo tema. Tal pareciera que necesitamos regresar al Arielismo de Rodó al observar ante nosotros el avance desmesurado del pragmatismo, el brillo de los ídolos del norte, y esa anhelante persecución por los bienes materiales, cuanto valen los riales?, y sentimos la moral claudicante en desmedro de la vida interior. Ante los embates de Calibán, las ideologías derrumbadas parecieran estar como la sombra del cuervo de Edgar Allan, ellas del suelo quizás nunca se levantarán... Pero, hay que tener fe. ¿En que y porqué? Vuelvo y repito. Florecer es amar. Año tras año, al escuchar el murmullo de la germinación, en las Jornadas, al ver trabajos de investigación que surgen de la nada, al escuchar a algunos de nuestros residentes, al sentirlos progresar año tras año, al despedirlos en diciembre, pareciera que son algunas veces tiernos brotes, flores que se abren, y son esos retoños, los que cada vez hacen parecer más cercano ese ideal que uno tiene en la mente...
Yo voy a decirles lo que yo quisiera, muy sinceramente...
          Yo quiero patólogos que todo lo indaguen, que entiendan de historia, que aprecien la música, yo quiero patólogos que todo lo sepan, que sientan el soplo de la poesía, que escuchen a Mozart, a Bach y a Ilan Chester, que todos los días cuando lean la prensa les duela la patria, que al diagnosticar un tumor muy malo, de esos que no saca cualquier cacha e palo, tengan siempre en mente que ustedes trabajan para ese paciente, sin falsos alardes, sin echonerías, estudiando mucho, con tanto tesón y tal gallardía que en todos sus actos se irradie alegría.
            Patólogos quiero que bien se conozcan nuestra geografía y la idiosincrasia de nuestras regiones, que capten del hombre común de esta tierra de gracia sus entonaciones. Yo quiero patólogos que sepan de beisbol y literatura, que tengan buen juicio haciendo el diagnóstico diferencial entre Omar Vizquel y Luis Aparicio, que capten como un testarazo de Hugo Sánchez es una cosa tan hermosa como una salpingitis ístmica nodosa y que si han de enfrentarse con un tumor que es grado III, lo sepan precisar como si fuese una canasta triple del mago Sheppard, ves?
         Quisiera patólogos que se entusiasmasen y se llenasen de emoción al ver publicados los resultados de sus trabajos de investigación, que les guste Chaplin, Agua Santa y la Bassinger catira y que disfruten por igual de una película de Bertolucci que de un filme de Kurosawa Akira; que consideren de los escritos de Santa Teresa, su mística grandeza, de van Gogh el colorido de su cielo arlesiano con todo y el dolor de sus retorcidas encinas y castaños, y que de Héctor Battifora sepan reconocer los ocres tonos de la diaminobencidina; que sean unos propios expertos en dar buenos diagnósticos, que sepan de estrategia, de terapéutica y un poco de logística para que semanalmente discutan y relean la columna de Alexis Márquez sobre nuestra lingüística.
         Quisiera patólogos que se encanten repasando los textos de Asturias, Lezama Lima y Alejo Carpentier, que no solo disfruten a rabiar con el Robbins y el Anderson y el Enzinger y Weiss, que gocen por igual con Carlos Fuentes o con el Gabo García Márquez y que también, pues claro está, se lean el Baltzakis, y de memoria, bien caletreadita se aprendan la Santa Biblia de Juancito Rosai. Confío en que logren entender la austera prosa de la doctora Dallembach, ojalá que en el Delta, vean sonriendo el reflejo de las casi setecientas palmeras que plantó José Balza y que tras sus largas medianoches de vídeo, reconozcan al mago de la cara de vidrio que creó Eduardo Liendo, que sientan palpitar la inmensidad infinita del Unare tal y como la viviera Armas Alfonso, y les alcance el tiempo para tener el goce de releer a Uslar  y al maestro Gallegos, volver sobre Canaima y Doña Bárbara, una por una, y así también quisiera que tuviesen la suerte de disfrutar de la amistad sincera de nuestro hermano mexicano Mario Armando Luna, que conozcan a Ayala y a Nelson Ordoñez, al singular Carlos Bedrossian y a varios de nuestros famosos vecinos colombianos como Carlos Restrepo, a Salazar y a Pelayo Correa, y que sepan que de los patólogos latinoamericanos, el chivo, o sea, el gran gallo, sigue siendo y será el gran maestro Don Rui Pérez Tamayo.
           Yo quisiera tener muchos patólogos cantantes, pero no de esos que solo lo hacen en sus regaderas, no, yo digo de los que pegan lecos con emoción sincera y a quienes siempre les sale su coro como un eco, patólogos que hagan vibrar un aria igual que una ranchera, o un suave valsecito peruano, que disfruten tanto de un cuatro o una bandola como del escuchar un concierto de viola y que gocen con un pasaje o un joropo, o una gaita de cualquier buen zuliano, y claro está, también de un buen polo coriano, que igual les guste el teatro de Breth que el de Ibsen o el de Cabrujas el brillante maestro, que se vuelvan expertos en la llamada salsa erótica, hasta que aprendan tanto como el doctor Mujica, el nuestro, a percibir los encantos de la ópera.
         En fin, quisiera ver a los patólogos diciendo lo que sienten, gritando lo que quieren, que sean contestatarios, luchadores sociales, no quiero verlos encerrados en los sótanos de los hospitales; que entiendan que el secreto de la felicidad estriba en querer con pasión su trabajo y decir todo el tiempo la verdad; que limen las aristas, que pulan asperezas... Que perciban y conozcan de frente las luchas, los pesares y las grandes desdichas de nuestros inocentes y sufridos ciudadanos y que por ellos batallen sin desgano, les ofrezcan su mano para modificar tantos entuertos como se ven en el entorno nuestro... Hay un detalle en el que quiero insistir: al patólogo, nunca le estará permitido mentir. Debe ser vertical y sin dobleces, sin verdades a medias, sin mentiras piadosas, sin titubear ni pensarlo dos veces si es necesario reconsiderar una opinión juiciosa.
         Concluyo esta jerigonza, transformada en interminable letanía y no estoy muy seguro todavía si complací el deseo de mis queridísimas colegas, de no ser regañón y pesimista al hablar un poquito sobre como yo siento y veo nuestra patología. En el fondo de todo, mis más caros deseos son para que nuestra especialidad sé enrrumbe por una senda de perfección  gracias a ustedes, los patólogos jóvenes quienes tienen todo el futuro frente a frente, ahora, cuando ya estamos casi finalizando el siglo XX, con un ejercicio de la especialidad cada vez más decente, el cual se hará una realidad cuando nosotros mismos consideremos a nuestra profesión con mucho más cariño del que le profesamos, cuando repletos de optimismo avancemos por el claro sendero de quien asume con valor sincero, que lo importante es trabajar con amor verdadero, no solo dedicados a la investigación o a hacer diagnósticos certeros, sino a ser más humanos todavía, para poder sentir y vislumbrar como en la madrugada, bajo un cielo preñado de luceros, florece cada día, en el solar de cada quien un limonero.


No hay comentarios:

Publicar un comentario